lunes, 18 de julio de 2016

Sobre la Historia en tiempos actuales.

El mundo actual se encuentra fuertemente remecido por los efectos que se han venido desprendiendo del fenómeno de la globalización. Esta globalización no sólo trae consigo, como todos lo sabemos, la transformación de las relaciones económicas a nivel mundial, sino también la trasformación de los antiguos medios de comunicación y, con ello, de la concepción del tiempo y del espacio tanto en un estrato empírico como imaginario al interior de la vida social.

Es por lo mismo que la visión del hombre sobre su propio hogar en cuanto especie, es decir, sobre su pasado histórico tomado como memoria de largo aliento, también ha cobrado un giro. Y este giro dentro de la concepción histórica del hombre globalizado se ha caracterizado preliminarmente por agudizar una postura crítica ante la envolvente homogeneización producida por los procesos económicos y de comunicación. Si bien dichos procesos de homogeneización derivados de una economía globalizada y de la mayor conexión de los medios comunicacionales han implicado un cierto grado de aculturación, esto es, la pérdida de la identidad específica de cada cultura participante de la aldea global, también se han presentado mecanismos de resistencia como reacción a dicha presión que amenaza con homogenizar a las culturas circunscritas en el proceso de modernidad. Así, una serie de nuevas perspectivas de comprender el pasado histórico han salido a la luz, las cuales en su mayoría presentan una posición crítica ante la noción de Historia Universal y de los supuestos que ella contiene.

Interrogantes como las siguientes son las que han proliferado con mayor recurrencia: ¿Acaso podemos seguir confiando en la idea de progreso después de contemplar y sufrir las barbaries acaecidas durante el siglo XX? ¿Habrá una verdadera evolución histórica tendiente hacia la libertad y apoyada bajo la noción de racionalidad que nos oriente como especie para proseguir el camino? Y de ser así, de haber dicha evolución progresiva, ¿cómo constatarla? ¿De modo apriorístico como lo hacen algunos filósofos y religiones o a posteriori como lo podría realizar la historiografía tradicional? Y de no ser así, de ser la idea de progreso una mera entelequia, el flatus vocis de un metarrelato ya ajado, entonces ¿qué podemos hacer para no ahogarnos en este mar de sinsentido hacia el cual todos somos arrojados en tanto humanidad? Pero, es más, ¿habrá una sola humanidad con su correlato histórico de tonalidad monolítico: habrá una sola Historia Universal, habrá un solo modelo de hombre capaz de portar consigo la misma racionalidad en todo tiempo y espacio?

Dada la envergadura y actualidad de las preguntas antes planteadas creo que se torna indispensable intentar evaluar su peso y densidad, es decir, su la vibración abierta de su incertidumbre. En efecto, el fenómeno consistente en que la gran mayoría de los paradigmas históriográficos a través del siglo XX hayan tendido a estudiar la Historia bajo la dictadura de la empiria, esto es, bajo la primacía de los sucesos fácticos abalados tras la noción de “hecho histórico”, ha eclipsado la posible visión de una historia total y monolítica, con sus sentido y finalidad trascendentes a la concateación de meros hechos. Concretamente, la humanidad (que siempre fue la humanidad occidental y eurocéntrica) ha quedado desamparada a la inercia de su propio devenir y fragmentada en su composición. Aquel soporte que durante decenas de siglos otorgó la religión con su Plan Divino oculto a los ojos de los hombres, aquel optimismo especulativo que desde la modernidad temprana filósofos como Kant y Hegel representaron como una fuerza subyacente de características totalizantes y susceptible de donarle sentido a la humanidad por medio de un objetivo histórico, en fin, aquella naturaleza ascendente que gracias a la idea de progreso se concibió como una fuerza racional de la humanidad tendiente hacia una civilización universal alejada de todo primitivismo instintivo, todo eso se ve profundamente cuestionado hoy en día. Y podemos decir que tal cuestionamiento se encuentra justificado si asumimos que nos hallamos cruzados de raíz por un contexto epocal que se caracteriza tanto por la gradual retirada de las religiones de la esfera pública como por la agonía de la metafísica en los diversos círculos filosóficos.

Por lo mismo, respirar la vibración de las preguntas por la posibilidad del fin del sentido de la historia como un proyecto dirigido y dado de antemano se halla poderosamente emparentado con la muerte de Dios diagnosticada por Nietzsche, con la caída de la verdad en sentido universal y con la emergencia de los relativismos culturales y de los escepticismos epistémicos que, a lo que más aspiran en términos comunitarios, es a construir un consenso pasajero, regulador e inmerso en el flujo móvil de la historicidad misma en clave heterogénea. Este fenómeno trae consigo, en última instancia, un desplazamiento de la historicidad, el cual se basa en hacer del plano reflexivo de la disciplina historiográfica una extensión del dominio ético por sobre el epistémico. Pareciera ser, así, que el aprendizaje más elevado que nos puede brindar el saber histórico de raigambre empirista ya no será el ayudarnos a develar el sentido de la humanidad e, inductivamente, su calidad de idea rectora y verdadera, sino las enseñanzas basadas en la experiencia mundana, entitativa, óntica, de los propios aciertos y errores terrenales desplegados en diversas culturas temporalmente situadas e inconmensurables entre sí.

jueves, 16 de junio de 2016

El Ser como anterior a la verdad.

Según Joseph Moreau existe una tradición epistemológica que se remonta desde Aristóteles en adelante la cual entiende que la noción de verdad como concepto fuerte se encuentra determinada por la adecuación predicativa. Esta adecuación predicativa refiere a la convergencia entre el juicio pensado y la cosa real que es expresada en dicho juicio. Por ejemplo, si tenemos el juicio particular y contingente de “hombre blanco” éste juicio llega a consumarse realmente si es que en la realidad hacemos la experiencia de enfrentarnos a la constatación sensorial de aquel hombre blanco. La verdad contingente no correspondería, por ende, a la realidad sino al juicio o proposición; pero a su vez la realidad vendría a coronar el juicio en el hecho de completar intuitivamente lo mentado por él.

Así, la realidad como espacio de experiencia propia de los sentidos no contaría con la posibilidad de ser verdadera o falsa: la realidad simplemente es. ¿Quién podría dudar la afección que viene a recaer sobre sus propios sentidos? En efecto, la realidad de nuestros sentidos no puede ponerse en duda: mientras contemplamos a lo lejos el dato sensorial de la rojez circular de un punto sobre la mesa de nuestro comedor podemos dudar si se trata de un tomate o de una manzana, pero no podemos dudar que hemos visto algo, que una rojez intensa está afectando a nuestra conciencia. En otras palabras, podemos dudar del juicio que hacemos sobre la realidad, de la manera de intelectual de llegar a la verdad de aquel fenómeno que nos es mostrado como rojez circular (si es, por ejemplo, manzana o tomate), pero no podemos dudar de la rojez circular misma percibida por nuestra conciencia: hay un algo colorido que veo como imposible de ser negado.

Por lo mismo, con la primacía irrefutable de los sentidos en tanto constitutivos de nuestra estructura afectiva podemos decir que si bien no se garantiza el conocimiento del mundo, de lo que éste es en sí, sí podemos garantizar la emergencia de una manifestación anterior a cualquier juicio sobre la verdad: a través de los sentidos se garantiza la aparición del ser. El ser, al contrario de todo objeto quiditativo, emana como fenómeno absoluto, esto es, emana como lo más originario de nuestra esencia y sin condicionamientos de comprobación. Dicha emanación del ser a través de nuestra propia experiencia fenoménica corresponde a una aperturidad, tanto del ser como de nosotros, que nos determina de manera estructural: no somos solamente, según Heidegger, los guardianes o pastores del ser debido a que contamos con el privilegio de ser la única especie que se pregunta por el ser; antes que eso, somos la única especie -por sobre plantas y animales- a la cual le aparece, le es mostrado, le es interpelado el ser en cuanto otra cosa, en cuanto enmascaramiento y ocultación del ser mismo que lo implica dentro de la pregunta por el ser. El ser, que siempre se nos dona a través de la máscara del ente, se presenta antes que todo gracias a la irrefutabilidad de la afección abierta a los fenómenos propia de nuestra constitución sensorial.


Esa constitución sensorial que precede a los juicios y proposiciones de la lógica y la epistemología predicativa de raíces aristotélicas representa el terreno más originario de todos. Un terreno de mostración antes que de demostración, un terreno antepredicativo. El único terreno donde se hace posible el acontecer de la vibración característica de la pregunta por el sentido oculto del ser (el asombro) antes de verse replegada a la precariedad de una respuesta reductiva por la verdad o falsedad de un ente.  

domingo, 1 de mayo de 2016

Sobre el trabajo en la era industrial.

Con seguridad uno de los percances más nocivos para la historia de la humanidad ha sido el proceso de industrialización que ha venido aparejado junto a la modernidad tardía. Los efectos de dicho proceso no sólo han mermado las estructuras de la organización del trabajo, sino que han degradado al trabajador mismo y la concepción que éste posee de su propia actividad.

Actualmente, y como fruto de aquella industrialización, el trabajador no concibe su trabajo más que como medio destinado a un fin que le es ajeno al trabajo mismo: el salario mensual que necesita para (sobre) vivir. Lo que se ha perdido en el acto de trabajar ha sido la inquietud e interés por religar la existencia a través de una obra. Inquietud e interés por hacer del trabajo una prolongación de las dudas metafísicas o culturales de cada sujeto: decir esta producción transparenta mi ser, en la talladura única de esta silla yace impresa mi firma. A esto le podemos llamar el ideal de artista o de artesano. Aquel ideal implica contar con la suficiente voluntad y determinación capaz de tornar posible la proyección de la subjetividad, de la interioridad, del alma (si se quiere), de aquel trabajador en el producto realizado. Dicho ideal, a su vez, presupone que cada sujeto exprese su propia unicidad, los dolores y clamores, las angustias epocales y las preguntas universales, de un modo singular y creativo. Toda masificación técnica, todo uso práctico y estandarizado del conocimiento aplicado con posterioridad al trabajo, nubla esta capacidad del trabajador consistente en plasmar su subjetividad en los objetos. Por lo mismo, el trabajador que solamente ejerce su labor en función de un salario no sólo pasa a transformarse en un engranaje más de la máquina de producción capitalista con todo el sometimiento reproductivo que ella trae consigo; también pierde el asombro radical ante la existencia, pierde sus preguntas fundamentales y, con ello, su propia libertad en cuanto ser humano.

Este fenómeno, que es conocido ampliamente en las corrientes filosóficas de teoría crítica como alienación, deviene la ideología más perjudicial en la medida que impone un modelo cultural de modo naturalizado, la cual hace parecer que fuese el único modo posible de organización socio-productiva. De ahí que en una época como en la que vivimos se vea totalmente oscurecida la alternativa de una revolución radical. El individualismo y los valores de competitividad internalizados a través de los medios de comunicación y la publicidad impiden que podamos imaginar otro orden distinto al actual. El ideal de pueblo, con su conciencia en-sí y para-sí, se ha erosionado para venir a constituirse una suma de partes, una mera masa informe que solamente revela su voluntad de elección a través del mercado, esto es, a través de lo cuantificable y transable. Así, los objetos y el proceso de trabajo se transforman en simples entidades unívocas, por medio de su utilización y reducción a un código, precio o salario. Todo aquel trabajo que el individuo debería realizar en pos de conocer y comprender, en pos de acceder al cómo y al por qué, en fin, de lo humano, se mantiene invisibilizado en un trasfondo abismal. El deseo de formular las preguntas esenciales con que la humanidad debería problematizarse y concebirse a sí misma permanece sumergido bajo las trágicas aguas de una superficialidad en cuya densidad todos nos terminamos por ahogar.

sábado, 2 de abril de 2016

Sobre actos y actualizaciones en sentido fenomenológico.

En su obra “Estructuras de la praxis” el filósofo español Antonio González afirma, desde una perspectiva marcadamente fenomenológica, la siguiente idea sobre la significación de los actos y de la actualización de los fenómenos que en ellos operan en tanto alteridad radical.

“En definitiva, los actos, liberados de todos los presupuestos que usualmente se proyectan sobre ellos, consisten en actualizaciones de algo que se presenta como radicalmente otro…...la prima veritas que constituye el punto de partida de la filosofía no es ni una evidencia, ni una adecuación, desvelación o actualización. La verdad primera de los actos es un factum, todo lo adecuado, desvelado y evidente que se quiera. Los actos constituyen un hecho radical sobre el cual se funda toda verdad y toda evidencia ulterior."
Como dice González los fenómenos actualizados en nuestra conciencia siempre se presentarán en distinción a nosotros mismos y a nuestros propios actos. Las cosas del mundo se actualizan en cuanto otras. Independientemente del cómo el acto intencione determinadas percepciones, sentimientos, recuerdos, imaginaciones, etc., el qué de dichas actualizaciones siempre será una alteridad inaprehensible.

Me permitiré introducir una escueta imagen metafórica con tal de ilustrar de mejor modo la operación del acto que se lleva a cabo junto a la emergencia de las cosas en tanto alteridad radical. Utilizaré la imagen del vidrio o, mejor dicho, del vidrio de la ventana.
Nos sentamos en soledad frente al vidrio de la ventana a beber el último café del día mientras contemplamos cómo desciende el atardecer. Nos asombramos por los colores crepusculares. Ahí está la fugacidad siempre nueva de los rojizos del cielo, los cuales se entraman con los matices más suaves de las nubes, las que son balaceadas por el silbido del viento. Más abajo yace la diversidad de los árboles, los cuales se dejan mecer por la respiración de la tierra. Sobre ellos moran los pajarillos paseándose de una a otra copa florecida, con la danza ágil de sus alas y el canto alegre de sus gargantas. En fin, vemos todo con la dulce certeza de quien piensa que nunca aquel panorama se apagará; el mundo parece sin origen ni fin. Allí, en esa escena exuberante y delicada a la vez, la eternidad musita su sentido de vida inextinguible: lo inmortal del ocaso circular que hace amanecer por medio suyo, una y otra vez, la inocencia misma del hombre. No obstante, debido a esas misteriosas ironías de los momentos sublimes, justamente segundos antes que se extinga totalmente la luz del día reparamos de golpe en el vidrio de la ventana, específicamente en su frágil y latente calidad de espejo que ahora se hace, de un momento a otro, manifiesto. Claro, no hemos dejado de mirar por la ventana; tan sólo que ahora miramos también en la ventana: vemos, más acá del crepúsculo de la tarde, nuestra imagen reflejada en la transparencia. Así, el vidrio de la ventana permite que ingresen las últimas luces ahogadas del día a nuestro hogar, pero al mismo tiempo también refleja el interior de nuestro morada y, por cierto, nuestro pálido y tembloroso rostro. Sabemos que observamos lo observado.

Me parece que la relación indestructible que presenta el acto, por un lado, con la actualización de una alteridad radical, por otro lado, es muy similar a la que acabo de describir en la anterior escena metafórica. En efecto, el paso de la retracción, esto es, el paso de descubrir que el vidrio de la ventana no sólo opera como una transparencia que nos permite mirar hacia el mundo, sino que nos otorga la opción de también vernos reflejados frágilmente en ella, es el paso que permite contemplar tanto el acto mismo como lo actualizado en el acto. Es un golpe de la conciencia. Esto significa que lo que se habrá de reflejar en el vidrio de la ventana como mismidad (el acto perceptivo en este caso) y la imagen que ingresa en tanto Otro por medio de dicha ventana (la actualización de la alteridad radical de la naturaleza crepuscular) conforman una suerte de unidad diferenciada que está a la base de toda experiencia filosófica: la experiencia del factum que viene a atestiguar la existencia tanto de mi acto de conciencia como de la aparición del mundo su calidad de actualización de una alteridad radical. Dicha afección de dos caras se trata de un doble dato irrefutable e inequívoco a nivel de nuestra conciencia.


Así, este carácter de los actos que tiene por contenido a las actualizaciones plantea el beneficio de ser la verdad primera. Verdad primera propiciada por la actitud reflexiva de la conciencia que no solamente percibe lo percibido, sino que percibe que percibe lo percibido, que no sólo recuerda, sino que sabe que recuerda lo recordado, etc. Es una verdad primera que en tanto análisis, tal cual como el prisma de la ventana, comprende ambas dimensiones, el acto y lo actualizado, de un modo intrínsecamente constituyente el uno del otro. En otras palabras, me parece que la verdad primera se da en el hecho concreto del intenso lazo entre el acto y lo actualizado como una unidad fáctica que implica el dato más originario y fundante del quehacer filosófico.

viernes, 11 de marzo de 2016

Sobre fenomenología estática.

A Esteban Osorio, con cariño.

Tal vez el principio metodológico más importante de la primera fenomenología -la fenomeología estática- consistió en abordar las apariciones de los objetos que se nos donan a la conciencia desde un prisma exclusivamente inmanente. O sea, no especular un hecho a través de explicaciones que vayan más allá de lo estrictamente dado en dicho hecho. Eso es a lo que Husserl hizo referencia a la hora de enfatizar “la vuelta a las cosas mismas”.

En efecto, la fenomenología, que nace a comienzos del siglo XX con la intención de ser una teoría del conocimiento capaz de superar, entre otras corrientes, la estrechez objetivista del positivismo, cuenta con la virtud de incluir a la conciencia subjetiva dentro de la esfera del conocimiento mismo. Es por ello que el “volver a las cosas mismas”, es decir, el analizar a cabalidad lo que se nos presenta a la conciencia y exclusivamente lo que se nos presenta a ella sin adicionar ningún argumento trascendente a esta presentación, marcará el primer paso de un conocimiento que, yendo desde la psicología descriptiva hacia la apertura de los fenómenos del mundo, instale al sujeto en primera persona como soporte de un conocimiento que no caiga en el mero solipsismo de carácter representacionalista o escéptico.

Así, la primera fenomenología, gracias a este principio introducido por Husserl basado en restringir el análisis de los objetos donados a la conciencia a su propio modo de aparición, vino a consumar parte del gran ideal moderno inaugurado con Descartes y potenciado con Kant: la empresa de un sujeto activo en el rol del conocimiento. En consecuencia, Husserl pretende hacer del conocimiento un análisis de datos (lo presentado a la conciencia) lo más riguroso posible dentro de la experiencia en primera persona. Por otra parte, esta rigurosidad tendrá, a mi manera de ver, otro componente fundamental, el cual consistirá en la búsqueda de un terreno de esencias ideales (principalmente derivadas del campo de la lógica) que operará como telón de fondo y piedra de toque a la hora de estudiar los modos de constitución del mundo a partir de la conciencia subjetiva.

En fin, gracias al famoso eslogan de Husserl, “volver a las cosas mismas”, la fenomenología puede desarrollar su trabajo como una disciplina filosófica que, a pesar de distinguir claramente los polos de subjetividad, por un lado, y de objetividad, por otro, no contempla esa relación como un tránsito separado de elementos independientes entre sí, sino más bien como un lazo destinado a marcar la correlación entre sujeto y objeto, algo que sólo puede darse a nivel de una conciencia afectada por algo.

sábado, 27 de febrero de 2016

Sobre "Cristo destruye su cruz" de Orozco.

"Cristo destruye su cruz" (1943) de José Clemente Orozco.


La ira de Cristo se desata contra los símbolos que consagran su dolor en pos de la supuesta Redención de la humanidad. Es una ira de fuego. Es una ira que quema hasta el éxtasis. Pero también es la ira que destruye las cadenas que apresan a la humanidad misma. Destruye a la religión y su ideología de debilidad, de sometimiento ingenuo, de esperanza ya podrida y cansada de esperar el supuesto advenimiento de un “supramundo” donde esos mismos débiles serán, invertidamente, vestidos de dichosos.

En efecto, al pintar la ira de este Cristo que desata una tormenta de fuego y destrucción contra la pesada joroba de la cruz, contra los pilares de un Templo de papel y papeles a seguir, contra Las Sagradas Escrituras y su lectura literal, contra los miles de libros escritos con palabras vacías que intentan fundar la vida en un insulso más allá, en contra de todo eso José Clemente Orozco arremete decididamente. Es decir, arremete en contra de las corrientes de catolicismo más conservadoras del México de los primeros años del siglo XX –y las cuales sigue formando, lamentablemente, una de los puntos más oscuros de nuestra heredada identidad Latinoamericana-. Así, el pintor mexicano, posicionado desde una postura marxista que aboga por un cambio social radical en este mundo, condena las lecturas contemplativas y reaccionarias de las corrientes católicas que favorecen, en tanto ideología de representación del mundo y de práctica cómplice con los intereses de los poderosos, la predominancia del orden de explotación del hombre sobre el hombre. Y todo porque el mundo, tal como lo señalara Marx, se debe transformar de una buena vez antes que interpretarlo mil veces.

Si ese Cristo que dentro de su humanidad sufriente y doliente, iracunda e irreductible, se rebela contra el destino impuesto metafísicamente es porque en él está palpitando la fuerza de la carne como dimensión primordial de la revolución marxista: tiene a la experiencia como soporte. Es verdad que no hay práctica revolucionaria sin teoría revolucionaria, sin embargo pareciera ser que toda teoría florece desde una extraña materialidad que delinea las formas de dicha teoría hasta hacerla regresar, para cargar de nuevos bríos y posibilidades, de fuerza y horizontes de sentido, a esa misma materialidad. Por ello, la vida material, como carne y dolor, está en la base de la historicidad marxista y de la experiencia humana: desde allí se proyectarán los límites y los alcances de la revolución.

En última instancia, la fuerza expresiva que logra generar Orozco en una tela donde impera el más mínimo juego cromático se debe justamente a que en ella todo es acción y evidente actualización temporal de lo simbólico. La expresión viene dada por la explosión de un acontecimiento que incuba en sí mismo una significación capaz de rebasar cualquier preciosismo formal, tal como si se tratase de una “pintura literaria”: el contenido ha superado a la forma. Y esta “Pintura literaria” ha bebido de lo más profundo de la historia humana. Ha bebido de ese hito –el cristianismo-  que, al devenir otra máscara más de la misma explotación del hombre por el hombre, también termina por dejar en evidencia su más miserable gesto: el de ocultarse ella misma tras la máscara de un perdón incapaz de reconocer sus propios pecados históricos. Y sólo la acción radical engendrada a partir de esa ira puede cambiar el mundo sin enmascararlo una vez más.

jueves, 25 de febrero de 2016

Sobre Kant y su Filosofía de la Historia.

Kant es bastante claro a la hora de expresar que la Historia yace gobernada por finalidades ocultas a los ojos de los individuos. Así, para Kant la historia tiende a un fin teleológico. Este fin teleológico tendría por hipotético contenido la consumación de la libertad humana al amparo de un sistema jurídico-político republicano. Es decir, la naturaleza como fuerza motora y providencial del devenir histórico regularía el acontecer de los hechos con el objetivo de cumplir una especie de plan divino, de cumplir una misión providencial inaccesible al individuo agente de dicha Historia. Este plan o misión providencial se caracterizaría por el perfeccionamiento progresivo de la especie en vía ascendente hacia dicha libertad. Libertad que, obviamente, no se desarrollaría a nivel de individuos, sino que lo haría a nivel de especie humana.

¿De dónde emerge esta idea?

Es aquí donde Kant opera bajo el principio de analogía. En efecto, lo que realiza el filósofo de Königsberg es una analogía entre los órganos y facultades que la Naturaleza deposita en los hombres, ninguno desprovisto de propósito, y la orientación hacia la cual la misma Naturaleza hace tender a la razón, esto es, hacia la libertad. O sea, así como poseemos distintos órganos y cada cual se halla determinado para cumplir una función específica, la Naturaleza también al dotar al hombre de razón lo hace para que ésta se desarrolle con miras a un determinado fin, el cual sería la libertad enmarcada en un sistema político republicano.

Ahora bien, es bastante evidente que en este sistema de concebir la Historia sigue imperando el mismo modelo dicotómico con que Kant idea su teoría del conocimiento enmarcada en su filosofía crítica. Esto significa que Kant escinde la Historia entre el plano fenoménico de ésta, vale decir, lo que se muestra o aparece a nivel de experiencia y sucesos históricos de los individuos, y el plano nouménico de la misma, o sea, la “cosa en sí” -en este caso el plan de la Naturaleza- que estructura secretamente el devenir histórico de acuerdo a su providencia de libertad racional. Así, si siempre el reino de lo nouménico, de la “cosa en sí”, se presenta como velado al hombre puesto que lo único que somos capaces de conocer son meramente los objetos circunscritos bajo las formas puras propias de nuestra estructura categoríal, es decir, los objetos susceptible de tiempo y espacio, entonces bien podemos decir que en su filosofía de la historia Kant intenta ir más allá de lo que su propio modelo le permite. Y este ir más allá sólo es capaz de lograrlo en calidad de simple esbozo de “la cosa en sí” precisamente gracias a la labor que cumple el principio de la analogía entre la Naturaleza como motor y la Historia humana.

Finalmente, vale plantear un par de preguntas. Se sabe que Kant es el filósofo de la libertad racional. Se sabe también que, dado este plan providencial de la Historia, el determinismo histórico aparece como un problema. ¿No será justamente esta dualidad entre libertad y determinismo, a primera vista imposible de zanjar, lo que decante en una especie de sistema moral como el que Kant postula en sus obras prácticas?


Me explico. La filosofía moral de Kant señala que el hombre a la hora de actuar libremente debe autolegislarse a través de una máxima universal: el imperativo categórico capaz de superar cualquier consecuencialismo egoísta. Este imperativo categórico pregona que debemos obrar sólo según aquella máxima que haría que nuestra acción también esté, al mismo tiempo que legitimada para nosotros, legitimada universalmente, en todo tiempo y espacio y para cualquier ser racional. En otras palabras, toda autonomía requiere de una legislación; toda libertad requiere de ciertos límites: legislación y límites que la propia razón otorga. Por lo mismo, y dado el carácter formal del imperativo categórico, ¿no sería la filosofía práctica de Kant una especie de fusión armónica y aplicada que surge a raíz de la combinación entre los problemas ya presentes en su Filosofía de la Historia, esto es, entre determinismo y libertad? ¿No sería esa necesidad por el deber basada en la autonomía racional del imperativo categórico una manera de autodeterminar nuestra propia libertad y, por ende, hacer florecer a nivel individual la dirección racional del perfeccioamiento propio del telos histórico?

miércoles, 10 de febrero de 2016

Sobre "Virgen con el Niño y seis ángeles" de Botticelli.

"Virgen con el Niño y seis ángeles" (1500, aprox.) de Sandro Botticelli.


La técnica de Botticelli es prodigiosa. Sin embargo, y al contrario de otros grandes maestros del Renacimiento, el énfasis de su pincelada no está puesta al servicio de la aprehensión visual que se desprende de las sinuosidades cromáticas de una escena determinada –como sería el caso de Leonardo con su sfumato-, sino en la narración simbólica de la historia, en la develación de un relato subyacente capaz de unificar todas las partes de la obra gracias a la intensidad y homogeneidad de los colores y a la estricta delimitación de las líneas.

¿Qué es lo que nos narra Botticelli en su “Virgen con el niño y seis ángeles”? En una primera instancia resulta bastante evidente: nos narra la historia de la futura Pasión de Cristo. Por ello, los cuatro ángeles más cercanos a nosotros, los cuales rodean las zonas laterales de la estructura piramidal compuesta por la Virgen y el Niño, levantan sobre sus manos los elementos que marcarán la muerte carnal de Cristo. Allí están desde la flecha que se incrustará en su costado hasta la corona de espinas con la que se intentará avergonzarlo, pasando también por la esponja remojada en vinagre y por los tres clavos de la cruz. Todos estos vendrían siendo los elementos propiamente mundanos que marcarán la Pasión de Cristo en tanto instrumentos de tortura.

¿Pero qué acción llevan a cabo los dos ángeles que yacen en la cúspide del triángulo? Ellos nos abren la escena de la ternura divina existente entre la Virgen y el Niño, la cual se encuentra determinada por la expresión de majestuosidad que representa la corona. Así, esos dos ángeles nos están dando a conocer un aspecto atemporal: abren las cortinas en señal de apertura y desocultamiento de lo divino. De lo divino de toda la escena. De lo divino en cuanto eterno y profético: la Virgen, el Niño y su camino venidero se alzan como estando allí, detrás del telón, desde siempre.

Si lo que caracteriza, como ya dijimos, el arte de Botticelli en general es su notable facultad narrativa, esto es, su utilización simbólica de los elementos puestos a disposición de una historia digna de ser desplegada en el tiempo, entonces bien podemos afirmar que en “Virgen con el niño y seis ángeles” su arte, el sentido profundo de lo representado no hace más que referir a la narración entendida como profecía.

En efecto, la profecía se distingue del pronóstico por el carácter adviniente de la primera en contraposición al tono escalonado del segundo: la profecía emana desde el futuro y se dirige inexorablemente hacia nosotros; el pronóstico proviene desde el más acá, desde el aquí y el ahora para ir consumándose gradualmente, paso a paso. Esto, en síntesis y aplicado a la obra de Botticelli, quiere decir que el oleo posee como fundamento significativo la conjugación de lo eterno propio del contenido de la profecía con lo temporal de su narración a nivel formal. Por ello será justamente el tiempo en su doble dimensión, como sucesión de acciones narradas, por un lado, y como anulación de sí mismo con miras a la eternidad, por otro, lo que se ponga en tensión a través de esta obra.

Así, antes de ser una expresión pietista de la Pasión de Cristo, pietismo en el cual el cuerpo y la sangre cobrarían un rol de piedad relevante, esta obra representa la sublimación apolínea de lo que simboliza dicha misma Pasión a niveles de contenido y forma: la amalgama perfecta entre la dimensión de lo eterno en tanto profecía adviniente y los modos mundanos de acceso a aquella profecía, esto es, la estructura narrativa de la temporalidad. 

viernes, 5 de febrero de 2016

Sobre la amistad y el enamoramiento.

Según el gran pensador francés Maurice Blanchot en el fenómeno de la amistad, al contrario que en la experiencia del enamoramiento, no hay flechazo.

Esto significa que la amistad ocurriría por un soterrado despliegue temporal, por una silenciosa y subyacente comunión entre los amigos antes que por la irrupción de un encantamiento posible de ser identificado en el tiempo por dichos amigos. En el inicio de la amistad no hay pruebas. La amistad, por ende, llega siempre antes que nosotros: cuando somos conscientes de que el prójimo se ha transformado en nuestro amigo la amistad ya se había forjado. ¿Cómo? Por sí misma. A lo más, podemos alzarnos como testigos del inicio de la amistad y nunca podemos afirmar con propiedad desde cuándo somos amigos de aquella persona. En el inicio de la amistad ocupamos un mero rol de actores secundarios. La amistad se autorrealiza. El inicio de la amistad no se elige; nuestra constatación sobre el amigo siempre nos sorprende. No es usual saber desde qué momento mi amigo se transformó en tal. En el fondo, al inicio de la amistad siempre llegamos con retraso. La misma alteridad que nos conforma es la que se encarga de erigir la más honesta amistad con el prójimo. Así, la amistad revela algo de maravilloso a la vez que de inquietante: nunca somos dueños a cabalidad de nosotros mismos.  

En contraste, si en la experiencia amorosa del flechazo podemos sostener que nos enamoramos de una mujer de golpe, ya sea por la significación de su belleza gestual o por el contenido inefable de su mirada inundando nuestra interioridad, esto se debe a que allí, en el enamoramiento, opera la irrupción de un evento que junto con remecernos nos obliga a responder, nos despierta y nos invita a mantenernos despiertos. La intensidad del flechazo amoroso es tal que nos sacude y, con ello, vitaliza cualquier posible cotidianeidad adormecida. En otras palabras, gracias al enamoramiento toda nuestra voluntad se vuelve presa de una finalidad: la finalidad que impone el objeto deseado movilizando nuestro propio deseo hacia él. En la experiencia del enamoramiento despertamos abruptamente, y por medio de un golpe de estupefacción, desde la más desinteresada cotidianeidad hacia la voluntad obsesiva del deseo. Podemos dar cuenta de estar enamorados de ella y saber incluso el momento exacto en que se grabó aquel instante súbito en el cual adquirimos la voluntad de conquista o el reposado placer de desear contemplarla por siempre. El flechazo es, en definitiva, el punto en que nuestra vida cobra un giro radical, a la vez que la posibilidad de poder nacer de nuevo en la medida que nos abocamos a la conquista o contemplación de un prójimo que nos sobrepasa.


En resolución, ambas experiencias, la del enamoramiento y la del inicio de la amistad, si bien se contraponen en muchos de sus elementos constitutivos también dejan traslucir la propia esencia de ser y saberse afectado: la acogida de lo Otro, la capacidad de hablar el idioma de lo involuntario y romper, de modo casi irracional, con la mismidad de un hombre absorto en sus propias cavilaciones para dar paso a los acontecimientos.

miércoles, 3 de febrero de 2016

Sobre la filosofía en general.

En las primeras páginas de su obra “La Filosofía” Karl Jaspers sostiene que la fundación histórico-etimológica de dicha disciplina se basa en una oposición con el ideal del sabio.

En efecto, si el sabio se caracteriza por ya poseer un saber y traducirlo a términos prácticos, es decir, por atesorar y poner en operación una determinada verdad, el filósofo, al constituirse como amante del saber (según la raíz griega philo: amor, y sophos: saber), cuenta con una actitud totalmente distinta: para el filósofo el conocimiento jamás llega a ser del todo hallado. Así, la filosofía es un ir en camino a la verdad, pero sin nunca llegar a poseerla, sin nunca cosificarla ni abrazarla con la frialdad dogmática de lo inmutable. La filosofía es, en última instancia, un ir en camino de la verdad, pues, como señalara Sócrates en el Diálogo platónico “El Banquete”, sólo se puede amar aquello que deseamos pero nunca es propiamente nuestro.

Esto significa, según mi lectura y siguiendo la comparación, que el sabio cierra su mirada al cuestionamiento y conmoción problemática del mundo una vez que encuentra el piso esencial en el cual sostener la existencia. En contraste, el hombre devoto de la filosofía no bebe de ella por asuntos de índole práctica, esto es, no va en busca de soluciones, sino que se siente arrebatado por el horizonte de sentido que ella abre, por la vibración del asombro y la erosión terrorífica de la duda. Por ello la filosofía porta consigo una promesa imposible de ser cumplida: la filosofía es puro exceso de sí misma, es puro pensar en el resplandor de las preguntas cuyas respuestas se transforman en otras preguntas. Así, pareciera ser que la filosofía es una especie de huella que han dejado estampada los dioses en nosotros: la aspiración a lo absoluto. Sin embargo, al mismo tiempo la misma filosofía transparenta la incapacidad del hombre por poder responder a cabalidad, por dar un golpe final y concluyente a esa idea de lo absoluto: la filosofía es razón limitada y finita, razón humanamente encarnada que se cuestiona por el ser y su sentido, por algo que va más allá de la razón misma. La filosofía, en resumen, sintetiza ambos polos más distintivos de la estructura de la existencia: la grandeza divina de nuestras aspiraciones en tanto promesa de sentido y la fragilidad de nuestra razón a la hora de resolver tal respuesta por el sentido.


En última instancia me parece que la filosofía es una actitud. Es decir, la filosofía es una emanación de los más profundo y originario del ser humano. En ella no hay respuestas fáciles ni definitivas; todo resulta problemático y el conocimiento que de ella se desprende se justifica transitoria o epocalmente para luego volver a cuestionarse de modo racional por la belleza del pensar. Y esta actitud incontrolable, esta actitud que nos hace inquirir mil veces sobre el sentido de la existencia, esta actitud que es la ciencia de las ciencias, lo más general dentro de lo particular, lo más universal contenido en el tiempo y el espacio, es un arrebato, un estar-tomados, un ser-poseído por lo que nos asombra y que habla en la medida de dicho asombro: la filosofía como el estar arrojados al camino de la verdad en cuanto deseo por el sentido. Y sólo siendo poseídos por ese Otro que es la promesa de verdad del sentido podemos encarnarnos en nosotros mismos, llegar a ser quienes somos, llegar a develar nuestra profunda constitución antropológica: la del desear hasta lo imposible con hermosa y frustrada lucidez.

lunes, 1 de febrero de 2016

Sobre el cubismo.

"Las señoritas de Avignon" (1907) de Picasso.


La supresión de la perspectiva que realiza el cubismo es plenamente dinámica, ya que pone en ejecución la noción del tiempo como posibilidad de recorrer el objeto representado por sus múltiples caras.

Lo que caracteriza al cubismo es realizar una operación pictórica de desplazamiento visual a partir del observador. Este desplazamiento consiste en que ya no jueguen un rol determinante dentro del lienzo los factores convencionales de la pintura moderna en lo que al espacio respecta, esto es, los principios de la extensión y la perspectiva. En efecto, el cubismo pondrá de relieve un elemento esencial al cual se someterá el espacio: el tiempo. Dicho de manera más gráfica, en "Las señoritas de Avignon" (cuadro, por cierto, protocubista) de Picasso ya late tenuemente la utilización de la dimensión temporal: el artista posee la capacidad de dominar el tiempo y gracias a ello captura elementos del mundo, del motivo al que representa la tela, como quien rodea una escultura por todos sus ángulos para llevar luego al lienzo bidimensional lo que su mirada recogió. Es justamente ese factor, el del dominio del tiempo en tanto prisma móvil que permite inspeccionar el objeto representado a través de sus ángulos seleccionados, el que se torna central dentro de dicho movimiento de vanguardia, desplazando con ello al espacio a un rol ya no hegemónico, sino dependiente y subordinado de una acción temporal tácita.

Así, la falta de perspectiva en el cubismo yace relacionada con la conquista de la temporalidad por parte del artista, quien se concibe capaz de abordar su obra pictórica recorriendo el objeto que representará -debido a esa extraña manera de plasmar “lo escultural” en la propia tela-  antes que la  adherencia mimética al instante fotográfico de la representación misma.

miércoles, 13 de enero de 2016

Sobre "Los jugadores de cartas" de Cezanne.

"Los jugadores de cartas"(1895) de Cezanne


Los dos hombres que juegan a las cartas parecen estampados en el ambiente cerrado de una cantina, dando la impresión que formaran parte de un todo homogéneo, de una atmósfera pulida bajo una y la misma materia, de una sustancia continua capaz de hacer vibrar tanto a los objetos como a los sujetos en una misma sintonía. Esta homogeneidad viene dada, evidentemente, por la tonalidad cromática que utiliza Cezanne al momento de representar la escena. En efecto, los colores ocres de las vestimentas contrastan levemente con el mantel, el cual se desliza sobre la mesa equilibrando la composición. Así, en esta obra Cezanne deja de lado el tema lumínico del impresionismo temprano para dar paso al problema de los volúmenes en tanto primacía de la intensidad de colores y de la distorsión de ciertas formas (como es el caso de los brazos levemente desproporcionados de ambos jugadores, de la botella que refleja una luz blanca y del sombrero alargado del jugador de la izquierda).

Sin embargo, y yendo más allá de lo meramente descriptivo, ¿qué significación profunda posee esta obra de Cezanne en un contexto como el de finales del siglo XIX, tan marcado por el naciente avance de la técnica en el horizonte europeo y la reproductibilidad fotográfica?

Me parece que Cezanne llega al clímax de su producción en esta obra precisamente por superar el modelo de la representación externa. Es decir, a Cezanne no le interesó representar el objeto visto, sino lo que vemos. En este sentido, nuestro pintor de la Provenza otorga un giro subjetivista al arte moderno para abrir sendas al contemporáneo: ya no se necesitará pintar, como hacían los realistas hasta unas décadas antes de Cezanne, a los objetos en cuanto objetos; lo que se pintará ahora será el modo de comparecer del mundo ante nuestros ojos. Lo importante será el modo en que nuestra conciencia recepciona, tiñe y hace vibrar al mundo. De este modo, Cezanne lleva a cabo algo que ningún instrumento ni cámara fotográfica puede hacer: develar ese lazo subjetivo que nos une a los objetos.


Por lo mismo, y para ser más concretos a la hora de analizar la obra, esta tela se halla cargada de una tonalidad cromática que deviene en el aura del recuerdo. Lo que palpita en su calidez es la referencia a una escena, cualquiera que sea, que resplandece con la vibración propia de la memoria. Recuerdo de un suceso que jamás presenciamos, recuerdo de una imagen nunca antes vista, recuerdo de ese niño que algún día grabó en su memoria a dos hombres jugando cartas en la cantina, esta obra de Cezanne sintetiza y aplica todo lo que en términos fenomenológicos se denomina la “intencionalidad”: el modo en que nuestra conciencia subjetiva actualiza la presencia de un objeto que le es donado a ella. Por eso, si particularmente en esta composición es el recuerdo el modo de darse de la obra de arte, o sea, la referencia a un pasado difuso, sin detallismos, y del cual conservamos sólo lo medular (los volúmenes, los colores, el ambiente), se debe a que Cezanne aborda la obra como un todo homogéneo, donde impera un aura de madera reseca, donde reina un olor a vestimenta cansada, donde finalmente se expande y vivifica la intensidad volumétrica. En fin, gracias a esa tonalidad cálida y omniabarcante de “Los jugadores de carta” se hace presente lo impresentado de la acción de recordar, el acto fenomenológico mismo del recordar. Por ende, lo que se pinta no es tanto el motivo, sino la motivación que desfigura el motivo: no hay objetos recordados sin sujetos que los recuerden. La síntesis consistente entre la intención subjetiva de recordar y el asunto objetivo de lo recordado es lo que se revela en esta obra.

sábado, 19 de diciembre de 2015

Sobre las soledades y el lenguaje.

Existen a lo menos dos tipos de soledades entramadas con el lenguaje que se diferencian radicalmente la una de la otra.

La primera se trata de una soledad motivada por un arrebato de voluntad, una soledad deseada por el sujeto en un momento dado y concretada por éste en tanto logra desvincularse de un medio determinado o del peso agobiante de las miradas ajenas. Ahí está, por ejemplo, el furtivo retiro de la fiesta familiar, con sus risotadas de champagne y saludos añosos, para resignarnos a contemplar la cascada de estrellas que ornamenta el cielo de verano y ante el cual nos sentimos eternamente frágiles, inmensamente solos y, aún así, más en familia con nosotros mismos que con los de nuestra sangre. Esta soledad -la soledad por agravio o por desprecio- se alza como un lugar de encuentro del sujeto consigo mismo. Gracias a ella hay una reafirmación de nuestra interioridad en la que el relato mudo con que desarrollamos nuestro soliloquio, en la que las palabras impronunciadas que van articulando nuestra tristeza o enfado sin testigos, es capaz de llevarnos a una relación de sinceridad con nosotros mismos. Relación de sinceridad que precisamente yace configurada en la capacidad de expresarnos y construirnos por medio de ese lenguaje que vamos desplegando en silencio. En efecto, en ese tipo de soledades físicas y padecientes en que sólo contamos con la invisibilidad del lenguaje como único puente capaz de sostener la comunicación entre lo que somos y el modo cómo nos recibimos a nosotros mismos. Y justamente porque el lenguaje cumple a cabalidad su labor, esto es, porque el lenguaje refiere a algo que está fuera de sí mismo con perfecta armonía (en este caso eso que yace fuera del lenguaje pero a la vez absorbido por éste son nuestras propias vivencias subjetivas), es que el lenguaje mismo se torna invisible: mientras más efectivo es el lenguaje más pareciera que anula su capacidad representativa, más pareciera que su capacidad es presentar antes que re-presentar. Así, en dicha primera experiencia de la soledad física, el lenguaje operaría como si él mismo no existiese, operaría como si trabajase desde las sombras, sin ni la más mínima petulancia, presentando al mundo interior de nuestras vivencias tal cual como las sentimos. El lenguaje y su impresentabilidad a la hora de representar: el lenguaje como la región encubierta que eleva una ilusión de transparencia entre el sujeto y sí mismo.

Sin embargo, existe otro tipo de soledad que se funda y desencadena en las entrañas mismas del lenguaje. Esta soledad lingüística se basa en el sentimiento consistente en que las palabras no son capaces de expresar nuestra interioridad. Allí, en medio de una reunión festiva, nos hallamos junto a un familiar lejano al cual no veíamos hace muchos años; entonces a medida que la conversación va suscitando el contrapunto entre cálidos y nostálgicos recuerdos de infancia buscamos en vano combinar las palabras precisas que sean capaces de expresar lo que sentimos ante su mirada cada vez más desconcertada; pero no las hallamos porque la experiencia el éxtasis de la experiencia rememorada ha sobrepasado la función referencial del lenguaje. Es en este tipo de soledad lingüística donde ya no nos podemos concebir sino como seres que, dado el desencuentro entre su interioridad y el lenguaje, han fracasado en el acto comunicativo y que, producto de ello, se encuentran radicalmente solos. Solos no ya en sentido físico -como en el caso del primer tipo de soledad-, sino padecientes de una soledad más extraña y difusa, de una soledad inclasificable: la soledad de no ser comprendidos por nadie a cabalidad. No la soledad de la carne, sino la soledad del sentido que tiene la carne.

Si en el primer tipo de soledad el lenguaje emerge como invisible posibilitando la transparencia entre la interioridad vivencial del sujeto y su recepción discursiva, entonces en este caso de soledad lingüística el lenguaje se deja ver como problemático, como sustancia en crisis, como puente fracturado que impide el tránsito de la expresión de mi propia subjetividad hacia otras subjetividades. Por ende, en esta última experiencia el sujeto deviene puro ensimismamiento angustioso puesto que es incapaz de llevar a cabo el propósito ético del lenguaje comunicativo: decir algo sobre algo a alguien. Es la soledad de quien se desencuentra no sólo con una herramienta que siempre tuvo a la mano, sino que también es la soledad de quien desespera en el intento de trascender sus límites en pos de darle sentido a una vida en comunión con los demás: es la soledad del no decir-nos.

domingo, 29 de noviembre de 2015

Sobre la Quinta Sinfonía de Shostakovich.

Dimitri Shostakovich jugando ajedrez.

El contexto en el cual Shostakovich empieza a componer su Sinfonía N°5 (1937) es riesgoso. Si hasta hacía una década el compositor era visto por parte de la jerarquía estética stalinistas como el niño símbolo de la identidad musical soviética, dicho sitial empezaba a erosionarse a partir de la ópera satírica que había engendrado pocos años atrás, Lady Macbeth de Mtsenks (1934). En tal ópera nuestro Dimitri parodiaba ciertas actitudes de desprecio y aversión ante la burguesía adquiridas en Rusia posteriormente a la Revolución Bolchevique. Esto, sumado a elementos musicales vanguardistas e innovadores que fueron declarados como decadentes y burgueses, hicieron que los altos dirigentes de la estética soviética junto al propio Stalin fijasen su mirada en los próximos pasos musicales a seguir por Shostakovich.

En efecto, en medio de un clima tan hostil para un artista como el que imperaba en la Rusia de los años 30, esto es, con una política estatal de control sobre  las obras de arte, las cuales estaban obligadas a enmarcarse dentro de los cánones del realismo socialista (sencillez formal, comprensibilidad del mensaje, transmisión de voluntad social, veneración temática a la causa histórica, etc.), Shostakovich da luz a su Quinta Sinfonía. Esta obra, a primera vista, no sólo establecerá una transitoria reconciliación entre el músico y la alta jerarquía oficialista por yacer circunscrita dentro de los cánones exigidos, sino también llegará a ser un hito dentro de toda la URSS, una especie de himno apropiado por el proletariado soviético capaz de reflejar el espíritu victorioso y superador, la concreción de la finalidad última consistente en la supresión de las clases sociales y la transformación real de la utopía marxista.

Por lo mismo, no resulta extraño que esta Sinfonía pueda ser leída como una obra que solamente llega a triunfar en el último movimiento, en la gloriosa majestuosidad de los bronces y timbales que concluyen la merecida victoria que el hombre mismo se ha ganado luego de un mar de sangre, de dudas y de angustias derramada a través de los movimientos precedentes. Ésa, la lectura histórica, es la que vincula a Shostakovich con el realismo socialista. Allí, en el primer movimiento, están las descripciones de las marchas grotescas y satíricas con que el poder militar de ejércitos vendidos han servido los intereses miserables de élites burguesas. Posteriormente, en el segundo movimiento, el juego de los vientos al cual luego se integran las cuerdas deviene pura conciencia cínica, puro ideología, banal religiosidad, la cual se encuentra representada por un lirismo melódico que desemboca en unos últimos compases enérgicamente graciosos. Pero allí, cuando acaba la religión, cuando concebimos la finitud humana en su mera inmanencia, cuando el ateísmo se hunde en su propio abismo, es decir, durante el tercer movimiento, emerge la duda y el cansancio, la fatigosa mirada que instala la crisis de la materialización redentora de la utopía marxista. El tercer movimiento es el más desgarrador. En él las líneas melódicas y los stacattos anteriores han dado pie para la aparición de una confusión radical: ¿valdrá la pena luchar? De alguna manera Shostakovich escenifica el riesgo del nihilismo negativo: ya que Dios ha muerto, ya que nada tiene valor por sí mismo, ya que no hay un fundamento externo que garantice el sentido de la humanidad, ya que todas las cosas se diluyen en el viento que las envuelve como palabras vacías, ¿valdrá la pena luchar? Así, los compases de este movimiento se terminan de extinguir en una nada informe, llena de oscuridades, dudas y silencios. Será por ello que el último movimiento contará con toda una agudeza psicológica que, partiendo con la enérgica tensión de las cuerdas, tendrá que desarrollar estas temáticas presentadas en el tercer movimiento de un modo ascendente hasta lograr el triunfo final representado por la primacía absoluta de los bronces redoblados por los timbales. Es la historia del hombre de la cual el hombre mismo se ha apropiado: el proletariado ha subvertido su otrora carácter de clase dominada y ahora se alza victorioso en el lenguaje de la acción musical, se torna “en” y “para-sí” como sujeto que forja los designios del acontecer histórico.

Sin embargo, a pesar de lo plausible de esta lectura histórica (la cual de seguro fue la que satisfizo a los inquisidores soviéticos), de todos modos valga la siguiente interrogante: ¿por qué Shostakovich no compuso esta sinfonía como una obra programática? Es decir, al no haber ningún sustento literario de base a la música, se especula que Shostakovich dejó un margen de acción para plantear su inconformismo con la cercenadora política estética stalinista. Esta disconformidad se expresaría a través de ciertos angustiosos y desoladores pasajes del tercer y cuarto movimientos, en los cuales se transmite ese aire de opresión tan representativo en sus obras posteriores.

En fin, si el debate sobre el verdadero sentido de esos pasajes intercalados sigue abierto es porque una obra de arte tan sublime como la que Shostakovich nos donó con su Quinta Sinfonía admite una multiplicidad de interpretaciones conceptuales, lo cual, desde ya, marca el fracaso de toda política estética que intente coaccionar la polisemia artística.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Sobre dos tipos de ocio.

En nuestras sociedades contemporáneas marcadas por la hegemonía de la productividad económica y donde todo conocimiento teórico es reconocido en plenitud solamente allí cuando logra traducirse a términos prácticos, la experiencia del ocio ha sufrido una profunda mutación.

En efecto, si en tiempos de los griegos el ocio era visto como una de las condiciones de posibilidad necesarias para la emergencia de la filosofía (tal cual lo dejó expresado Aristóteles), principalmente gracias a la imposición de una tonalidad del alma caracterizada por lo contemplativo, actualmente la misma experiencia del ocio no cuenta con dicha disposición anímica que desemboque en lo filosófico. Y esto se debe justamente a que nuestro ocio contemporáneo no descansa tanto en lo contemplativo, es decir, no descansa en la templanza del alma que deja aparecer ante sí, con cierto grado de temor y retrocediendo a las (pre) ocupaciones materiales, los acontecimientos asombrosos de la existencia. Ya nadie palpita ante la apertura radical de una pregunta sin respuesta (¿por qué el ser y no la nada?) en la cual se deja transparentar la fragilidad y contingencia de toda existencia, su carencia de toda necesidad y el aura de terror que conlleva tal fragilidad. Ya nadie se conmueve ante el estremecimiento de las preguntas puesto que todos yacen obsesionados con las respuestas fáciles y presuntamente exactas. Eso fue lo que Heidegger denominó como respuestas propias de las filosofías de la presencia. O sea, respuestas de filosofías que siguen moviéndose en el plano de los entes en lugar que en el del ser, en lo óntico antes que en lo ontológico. Y la ciencia, como consumación de la metafísica moderna, ha dado múltiples respuestas arraigadas en el nivel óntico, en el nivel de los entes intramundanos, pero es incapaz de responder las preguntas por el sentido, por la esencia del acontecimiento. Así, si el ocio de la antigua Grecia contaba con la virtud de poder hacer vibrar el resplandor de las preguntas asumiendo una ignorancia extrema capaz de derivar en el terror del asombro y la aporía (como sucede en el diálogo “El sofista” de Platón), esto se debía a que las mismas preguntas no se contentaban con respuestas contaminadas por la exactitud de la ciencia o de las filosofías de la presencia.

Nuestro ocio contemporáneo, en contraste, es el resultado de un proceso histórico que no cuenta con la contemplación como base en la cual repose dicho ocio, sino que posee al aburrimiento como sustento. De ahí que el ocio actual sea algo tan perjudicial: tenemos un deseo de diversión, un anhelo como promesa fundada en nuestras experiencias pasadas, pero somos incapaces de concretarlo y esto nos lleva a un sentimiento de vacío constante, a un sentimiento de negación del mundo y, sobre todo, de negación de nosotros mismos; nos lleva a algo peor que la muerte: a desear la muerte. En el aburrimiento, como bien lo definió Humberto Gianinni, se manifiesta una degradación ontológica. Cuando habitamos el aburrimiento somos presa de nuestro propio egoísmo, de un egoísmo no moral sino existencial, el cual nos impide donarnos tanto al prójimo como a las cosas puesto que los vemos en su mera función de disponibilidad para nosotros y que en ese momento son imposibles de satisfacernos. Experiencia ontológica degradada, en el aburrimiento deseamos acceder a la mera dimensión de los entes, de las cosas como instrumentos para llegar a divertirnos, a (pre) ocuparnos de algo, y nos hallamos imposibilitados de embargarnos del resplandor de  las preguntas por el ser, puesto que todo gira en torno a nuestro egoísmo existencial. Y tiendo a creer que el ocio actual tiene por origen esa instrumentalización de los otros o del mundo que se resume en el aburrimiento. Por lo mismo se comprende que en nuestras sociedades contemporáneas el ocioso devenga cualquier cosa menos filósofo.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Sobre "La vocación de San Mateo" de Caravaggio.

"La vocación de San Mateo" (1599) de Caravaggio.


La llamada es sutil pero decisiva. El dedo de Cristo se alza en un movimiento sublime, ingrávido, de sagrada eternidad. La cita que ejecuta Caravaggio en pleno tiempo de la Contrarreforma tiene por origen, obviamente, al Miguel Ángel de la Capilla Sixtina. No es casualidad, entonces, que junto a Cristo, como protegiendo su cuerpo de cualquier mirada banal y curiosa por parte del espectador, se halle la figura de Pedro, representante de la Iglesia Católica, quien con un gesto mucho más tosco y mundano, también indica con el dedo a Mateo.

Más arriba, la luz desciende en diagonal desde algún lugar sin nombre otorgándole al cuadro su arquitectura profunda en contraste con el fondo sombrío. Adivinamos que Mateo, hasta antes de ese momento luminoso, se mantenía en la oscura labor de la recaudación de impuestos que absorbía, tal cual como dos de sus compañeros de mesa, el sentido de su existencia. Sin embargo, ahora Mateo es interpelado por un acontecimiento trascendente. Sin buscarlo, él mismo se ha encontrado gracias a la llamada que ilumina su camino. Sin buscarlo, el propio Mateo, incrédulo en un comienzo, temblando de dudas después y finalmente naciendo de nuevo y para siempre, consuma su autenticidad: el vivir desde sí mismo ya no en relación instrumental y cosificadora con los otros a través del dinero, sino el vivir desde sí mismo en gratuita confianza hacia el sobresentido revelado. Así, quizás Mateo venga a encarnar el vaciamiento más radical, el salto más riesgoso, el giro más drástico de todos los apóstoles: su existencia manifiesta una torsión absoluta en el tránsito abrupto que va desde las comodidades materiales y del afán de recolección económica hacia la espiritualidad de su apuesta. Mateo es capaz de acoger dentro de su alma eso que lo rebasa; Mateo es capaz de lo imposible; Mateo es capaz de Dios.

Por ello, por su carácter inanticipable e incontrolable, por ello, por la capacidad de irrumpir en la cotidianeidad más burda e inesperada, bien podemos afirmar que esta obra de Caravaggio retrata con una belleza extremadamente realista un fenómeno extremadamente metafísico, un fenómeno irretratable: la singularidad incomunicable de todo acontecimiento. Es decir, detrás de un motivo religioso, detrás de una técnica prodigiosa, detrás de una inmediatez visual que le confiere a esta obra una naturalidad fuera de serie, está latiendo todo lo que supera al lenguaje y a cualquier explicación arraigada desde nuestra propia e ingenua autonomía: el acontecimiento como la posibilidad de ser creados, cuando menos lo pensemos, por un Otro que siempre nos excede. Llámese Dios o acontecimiento.

lunes, 2 de noviembre de 2015

Sobre el conocimiento científico.

La mayoría de las veces tendemos a creer de un modo bastante simplista que las ciencias avanzan progresivamente en su labor fundamental, esto es, en la tarea de develar el conocimiento de eso que solemos a llamar realidad. Así, nos reímos de la añeja física aristotélica en comparación a la física inaugurada por Galileo y consolidada por Newton. A su vez, también nos causa cierto cándido rubor el comparar tan sólidas y a primera vista incuestionables teorías contemporáneas, como por ejemplo la teoría darwiniana de la evolución, con otras visiones antropológicas que han quedado sepultadas bajo los cafés derramados en mesas trasnochadas.

Sin embargo, no hay que olvidar algo que nos enseñó Kuhn poco más allá de mediados del siglo pasado: el conocimiento científico no progresa de modo acumulativo, sino de manera resignificativa. Esto quiere decir que la ciencia posee paradigmas inconmensurables entre sí. De esta forma no habría una relación de inferioridad por parte de la física aristotélica en comparación con la física de Galileo puesto que la primera yacería inmersa en un contexto epocal “onto-teleológico”, es decir, donde los objetos eran estudiados de acuerdo a sus propiedades esenciales y a sus posibilidades metafísicas de orden natural. En contraste, la física de Galileo introducirá la matematización de la realidad puesto que el contexto histórico del Renacimiento abogaba por un “deseo de exactitud” sobre los objetos estudiados con la intención, ya incipientemente proclamada en esta temprana modernidad, de dominar y transformar el curso de la naturaleza.

Así, porque las significaciones otorgadas a un fenómeno dependen del paradigma contextual en el cual dicha fenómeno se inscribe, Kuhn es capaz de afirmar que el conocimiento se resignifica  dependiendo de la época y cultura en que es investigado y de las funciones que cumple en determinada sociedad, siendo imposible tildar de inferior o superior la cantidad y calidad de conocimiento entre diversas épocas y paradigmas. Y si no puede haber juicio entre distintos paradigmas epocales se debe a que, junto con no existir un punto de comparación lo suficientemente neutral desde donde emitir el juicio, todo conocimiento se encuentra anticipadamente historizado y politizado, dependiente de la visión de mundo que la sociedad instaura. En efecto, no es casualidad que el darwinismo haya tenido su auge en plena sociedad liberal inglesa. Al ser una teoría que sostiene  la primacía de un modelo sin modelador y a plantearse en oposición a las ideas religiosas basadas en un paradisíaco punto final hacia el cual presuntamente habría de dirigirse la Historia hermanada con la Divina Providencia, viene a representar el correlato biologicista de toda una cosmovisión política consistente en la pasión por la idea de progreso indefinido.


Bueno, quizás al final hasta el mismo conocimiento sobre la realidad sea esclavo de su tiempo. Pero esta última reflexión ya no es conocimiento de la realidad, sino apreciación fatal de la tragedia propia del determinismo histórico.

lunes, 19 de octubre de 2015

Reflexiones sobre la noción de barrio.

En una primera instancia y visto desde una perspectiva cotidiana, la noción ideal de barrio yace determinada por referir a una comunión entre dos puntos dicotómicos: lo público y lo privado. Esta comunión que se manifiesta en el barrio debe ser entendida en términos de armonía y equilibrio. En el barrio no nos encontramos desnudos y expuestos ante el fenómeno del tránsito anónimo y pre-ocupado por las calles de la ciudad (espacio radicalmente público),  pero tampoco somos presa de una seguridad absorta tal como la que poseemos en nuestro domicilio (espacio radicalmente privado). En el barrio se llevaría a cabo una constante armonía entre lo propio y lo ajeno; una tácita apropiación  y equilibrio entre, por un lado, la materialidad simbólica que forma a éste y, por otra parte, la disponibilidad de nosotros para con él, como si se tratara de una especie de negociación invisible e inmemorial con aquello que, sin obligación alguna, acoge nuestro diario vivir.

Y si afirmamos que en la noción ideal de barrio se establece una relación armónica y equilibrada se debe a que en ella se expresa siempre un específico orden del mundo. En esa primera aproximación a la ciudad el barrio se alza como un espacio que no sólo conocemos y manejamos, sino que conocemos y manejamos porque comprendemos su importancia a nivel de convivencia: en el barrio convivimos con los Otros gracias a que estamos a su disposición con miras a un mundo común y, al mismo tiempo, los Otros pueden instalarse en nuestra historia personal gracias a que nos afectan íntimamente. Como si se tratara de una especialidad simbólica que tiende a desplazar sus propios límites, que tiende a ir y a venir más acá y más allá de sus fronteras, parte del barrio ingresa a nuestro hogar en la medida en que va forjando de manera dinámica nuestra propia identidad familiar. A la vez, pero en un sentido inverso, otra parte del barrio se proyecta hacia el campo en el cual somos vulnerables: las calles mudas de la ciudad. Y tal proyección se da bajo la forma de un puente mediador entre la seguridad ensimismada de nuestro hogar y la aventura citadina del riesgo propia de lo ajeno. En el barrio hay orden precisamente a causa de que estos dos componentes de lo público y lo privado yacen armónicamente equilibrados, esto es, sin superponerse uno sobre otro. Esto último posibilita que nos podamos identificar con un barrio en cuanto lugar de comunión. De esta manera en el barrio opera el deseo y la praxis comunicativa, los cuales poseen como resultado la primacía del bien común. Justamente esto significa que el barrio es, después del hogar, nuestra segunda naturaleza simbólica-espacial. Una segunda naturaleza que comprendemos precisamente por el hecho de estar sujetos a ella en su uso cotidiano.

Ahora bien, yendo al plano de la identidad podríamos decir que existe cierta circularidad en la actividad que vincula a ésta con el barrio. Así, los rostros ajados de las calles cargados de gestos e historias que se despliegan al interior del barrio cumplen la función de sintetizar el proceso dual de conformación de identidad. Nuestra identidad ejerce una doble dinámica en relación con el barrio: se perfila como constituida por y constituyente de éste . En efecto, nuestra identidad es constituida por el barrio cuando éste opera como un lugar simbólico-espacial susceptible de delinear el contorno de nuestros recuerdos, susceptible de soportar el escenario donde se deslizan las imágenes afectivas de nuestra memoria. En contraste, a partir de la carga de afectos y recuerdos, de gestos e historias, nuestra identidad es constituyente del barrio: no hay unidad barrial sin un lazo emocional o una idea que represente y condense la importancia de tal, no hay identidad barrial sin un concepto que comprenda en su interior nuestra propia intimidad. De ahí que la dinámica circular que relaciona a la identidad con el barrio posea un carácter virtuoso: es la mutua retroalimentación entre lo constituido y lo constituyente.

En resumen, en el barrio se manifiesta aquel primer vínculo de cercanía espacial con lo Otro, con los fenómenos que exceden a mi control domiciliario, esto es, con la calle en tanto terreno de tránsito abierto a los sucesos. Allí nos vemos avergonzados ante ese árbol de la plaza que lleva tallada en su piel nuestra fallida promesa de amor juvenil. Allí se proyecta hasta un curvo y desconocido horizonte la calle por la cual transitamos todas las mañanas para esperar la locomoción que nos lleve al desgastado lugar de trabajo. Allí, en el barrio, se cruzan rostros familiares y voces cálidas, los que van siendo reemplazados por otras caras y sonidos cada vez más difusos e irreconocibles a medida que nos alejamos de él.  Sin embargo, en nuestro barrio no nos extraviamos, no nos perdemos y, por ende, no tenemos la posibilidad de conquistarnos, posibilidad con la que sí contamos con ella en el trabajo auténtico. Pareciera ser que en el barrio, en ese lugar de emociones con el cual nos identificamos, hubiéramos estado desde siempre ahí: desde siempre sembrados para florecer dentro de sus nostalgias. El barrio viene a representar el terreno más próximamente seguro de lo común.


Finalmente, con la noción ideal de barrio mantenemos un lazo afectivo de doble constitución: puesto que representa un lugar significativo en la construcción de nuestra identidad, también nuestra carga de afectos le otorga sentido identitario al barrio mismo. Así, el barrio correspondería al lugar donde aquilatamos nuestras vivencias en cercanía experiencial con los Otros, donde nos hallamos destinados hacia la conformación de un Nosotros marcado por la primacía del bien común y, en último término, donde empezamos a hacer ciudadanía compartida.  

lunes, 12 de octubre de 2015

Sobre el lenguaje y su falta de origen.

La famosa frase de Nietzsche “no hay hechos sino sólo interpretaciones” pone en escena al lenguaje como protagonista principal de todo acto. El lenguaje, en efecto, vendría siendo la estructura configuradora de todo aparecer: todo lo que se presenta a nuestros sentidos ya aparece mediado por el lenguaje. El lenguaje preexiste al mundo. Y, como nos es imposible mantener un contacto desnudo y directo con el mundo, lo que hace ese lenguaje es referir siempre al lenguaje mismo. Toda interpretación es una cadena infinita de signos, un proceso de constante desplazamiento de éstos en función de asegurar un significado siempre ficticio. Por ejemplo: ¿Acaso es posible que el concepto general de "piedra" revele la esencia de un acto particular, de una experiencia vital como la consistente en sentir la aspereza de ella mordiendo la palma de nuestra mano? ¿Y no es acaso esta experiencia que hacemos de la dura aspereza de la piedra abrazada por nuestra palma algo que, a pesar de estar configurada lingüísticamente, es al mismo tiempo intraducible? No hay experiencia pura justamente porque no existen los conceptos puros.


Por ende podríamos afirmar que, en concordancia con lo señalado por Nietzsche, los conceptos no son más que metáforas olvidadas. Todo es metáfora de otra metáfora y así hasta el infinito. Máscara de la máscara. De esta manera, si una de las características principales del movimiento metafórico es la de relacionar dos imágenes distintas como si tuviesen un núcleo común sin que en esta relación se excluyan, sino más bien se potencien las diferencias mismas entre esas imágenes, entonces podemos aseverar que en la metáfora existe una ilusión. Es la conciencia de esta ilusión, o sea, el saber que las metáforas son metáforas, lo que hemos olvidado. Por lo mismo, por no distinguir su engaño, a estas metáforas olvidadas tendemos a llamarlas conceptos: terminamos creyendo que esos conceptos nos otorgan una vía de acceso directa a la dimensión metafísica de la verdad o del mundo, tal cual como si en ellos se transparentase el Ser. Pero hemos olvidado lo olvidado: que todo concepto no es más que una metáfora que olvidó su procedencia, una metáfora que dejó atrás para siempre lo inmemorial de su nacimiento. El lenguaje no tiene origen.

domingo, 6 de septiembre de 2015

Sobre la contraposición entre Schoenberg y Stravinsky.

Es bien sabido que filósofos como Adorno señalaron que con el atonalismo de Schoenberg se generaría un campo de revolución necesario (no contingente) que, al mismo tiempo de superar la gran tradición musical alemana (esa que nace con Bach y algunos de sus predecesores), sintetizaría lo más alto de ella misma. En otras palabras, el desarrollo históricamente necesario con que la modernidad se consumaría abriéndose más allá de sí misma estaría plasmado en la estética de Schoenberg en tanto artista capaz de elevar su nueva música a un campo determinado por la evolución histórica de ésta. Por lo mismo, Adorno considera a Schoenberg como el músico más prometedor de la modernidad tardía: en sus obras atonales se expresaría una ganancia de conciencia subjetiva gracias a la creatividad consistente en integrar los valores estéticos del pasado para superarlos y abrir, de ese modo, un nuevo horizonte futuro.

En contraste, la música de Stravinsky representaba para Adorno la absorción del sujeto por el objeto, esto es, la pérdida de todo vínculo real y vivencial con la tradición, la cual sólo sería tomada por el compositor ruso de manera fetichista y cosificadora. Adorno afirma ello a partir de la espacialidad-rítmica y repetitiva que predomina en su obra en detrimento de la evolución interna más relacionada con la temporalidad-melódica, con lo inmanente del movimiento y despliegue de la obra misma. Así, tanto en las obras del período ruso (“Petroushka” o “La consagración de la primavera”) como del neoclásico (“Pulcinella” o la ópera “La carrera de un libertino”) Stravinsky injertaría externa y abstractamennte una serie de fragmentos a modo de pastiche, tanto del folklor nacional (etapa rusa) o de la tradición musical europea (etapa neoclásica), que no guardarían relación alguna entre sí, sino que yacerían superpuestos de una manera arbitraria e imposible de intuir para el auditor. La utilización de dicho tipo de materiales alterados meramente de modo rítmico era, para Adorno, sinónimo de una marcada tendencia hacia la cosificación reproductiva del pasado en la que el compositor se limitaba a abordar a modo de utensilio esa tradición sin proponer ningún nuevo horizonte de sentido por el cual la música ampliase y enriqueciera su devenir, por el cual la música progresara en su transitar histórico necesario.

A la luz de lo anterior, bien podemos decir que Stravisnky es un compositor muchísimo más cercano a la posmodernidad que Schoenberg. Sin embargo, aquella etiqueta, lejos de representar un halago, bien puede significar –como de seguro lo sería para Adorno- una ofensa. En efecto, si la posmodernidad mantiene una relación nihilista con la tradición, una relación inclasificable y desestructurada consigo misma, siendo discurso de una voz vacía, máscara de máscara, pareciera que todo intento por legitimarla resultaría vano. Por ende, a lo más, la posmodernidad musical sería la constatación de una crisis: la crisis de la razón vuelta sobre sí misma y a la cual no le queda más que ironizar de mil y un modo diversos sobre la repetición de lo mismo.


Posmodernidad: ataque a las estructuras donde descansan los ideales de belleza, de coherencia interna e imitación naturalista de los objetos o motivos a ser representados. Posmodernidad: pérdida del sentido, muerte de Dios, disolución del fundamento. Quizás al final sólo nos queda aferrarnos a ese testimonio que Stravinsky nos donó en Petroushka a modo de invisible retrato de una época que le habría de advenir: una pura mecanización, un puro marionetismo a la deriva, donde la rigidez arbitraria de los objetos, su propia finitud, se impone ante cualquier desarrollo temporal y melódico, ante cualquier deseo que busque abrir una vía de trascendencia enraizada con la gran tradición que, querámoslo o no, se desvanece en el presente.