domingo, 30 de noviembre de 2008

Sobre la "Edad de la Ira" de Guayasamín.

"Las manos de la ternura". Colección la Edad de la Ira.

El artista políticamente enraizado con su tiempo. Guayasamín nos enseña que lo más grandioso de su obra no es lo inmaculado del arte por sí mismo, sino el vigor con el que el lenguaje estético puede hacerse cargo, poéticamente, de la barbarie y así elevar un grito por aquellos sin voz, por los desgarrados que han quedado mudos de tantos golpes. El artista no tanto como creador: el artista como quien denuncia una realidad que le precede y con la que convive, como esclavo de su tiempo y contexto. Porque Guayasamín no pinta sobre telas blancas y puras que esperan ser llenadas exclusivamente con la imaginación artística. Su obra está fuertemente condicionada por su lugar: desata su pincel sobre pedazos de memoria latinoamericana, pinta sobre siglos de explotación indígena, denuncia cuerpos fragmentados al interior de otros fragmentos: las carnes descuartizadas y negadas por la Historia Oficial. Aquella Historia de próceres criollos donde los indígenas sólo son vistos como mano de obra, como parte de una molesta estadística, como el ancestro a esconder, como la vergüenza de la familia que se debe invisibilizar, como el pasado oscuro a olvidar.

En la colección titulada "Edad de la Ira" se aprecian importantes influencias picassianas de estilo cubista. Sin embargo, Guayasamín se aleja del colorido del pintor español para trabajar con una gama de colores más reducidos, Darío Micacchi señala: "Guayasamín está entre los raros pintores de hoy­ que han sentido y aprendido tal manera de narrar en blanco, gris y negro, descartando la coloración de los adjetivos y concentrando todo sobre el sujeto, sobre el objeto y sobre el tiempo de la acción".

Pero más allá de la explicación técnica debemos rescatar el significado vivo, humano y plenamente actual que transmite esta obra. Su arte no está cargado de densidades simbólicas, de detallismo psicoanalítico, de conceptos metafísicos ni de preciosismos convencionales. Hay una predominancia del discurso directo, de la emoción intensa e inequívoca: sus obras son como golpes a la conciencia, un gran remezón de sentimentalidad inmediata. ¿Quién puede dejar de impactarse y mantenerse neutralmente pasivo después de apreciar su serie "Las Manos”? Tal vez allí, en la fuerza universal del mensaje, en la autenticidad y transparencia comunicativa de su pintura, esté la razón principal por la cual Guayasamín sea tan popular entre quienes él siempre quiso ser: el pueblo. Es por todos reconocible el dolor en esas bocas donde el grito viene subiendo desde un abismo ancestral. Todos distinguimos la súplica huesuda, extenuada en miseria, que a través de las manos se proyecta. En la "Edad de la Ternura” es rotundo e incuestionable el amor triste, la delicadeza con que una madre desamparada, raquíticamente desvalida, puede entregarle protección a su hijo, aquel ser que es lo único que la llama a vivir. Como si en la miseria de la opresión se pudiese conservar un irreductible sentido de vida, una la relación Madre/Hijo tal cual paralelismo de América/Indio. Todos esos aspectos son afectos puros sin cargas racionales, limpia emocionalidad. Afectos que son reconocidos por todos, digeribles universalmente, de ahí la popularidad de su obra.

En último término, Guayasamín nos inyecta y nos invita al mismo tiempo en cuanto al tema indígena: nos inyecta una culpa histórica que yacía dormida, la evidencia de aquella violación al Matriarcado Americano que nunca hemos denunciado con propiedad. Y a la vez, junto con inyectaros de esa merecida culpa, nos invita a una reparación, a darles voz a los indígenas en los mecanismos de legitimación del conocimiento académico y de la praxis política. ¿Vamos a esperar, acaso, que el remordimiento nos llegue después del castigo? ¿Esperaremos, los mestizos eurocéntricos, que la Historia nos juzgue culpables antes de admitir nuestra propia culpa? 

Y gracias a esa culpa que nos es inyectada y a la reparación a la que se nos invita bien debemos responder. Y la forma más digna de hacerlo consta de asumir que la multiculturalidad implica erradicar la noción de una historia única, monoteísta y Oficial, para apostar por una polifonía epistémica que rescate otras formas de conocimiento (historia oral, medicina tradicional, etc.) y dar cabida a la hibridez de sujetos culturales asumiendo que los pueblos se mueven en coordenadas más complejas que las que instituye el Estado-Nación, a pesar de que éste sea el ente fáctico regulador en lo político. Apostar por la reparación política supone, por ejemplo, otorgar zonas de autonomía, incluir escaños parlamentarios para la población indígena, promover la enseñanza de su lengua y cultura, más allá del exotismo, enfatizando la significación que poseen. 

En definitiva, la tarea es asumir lo indígena como un grupo cultural (heterogéneo o no, ellos lo habrán de determinar desde sus propios labios) que ha sido ultrajado por nuestras propias manos, pero que gracias a Guayasamín, a su cósmica encarnación de la angustia y la culpa, lo empezamos a mirar de una forma nueva: como un otro que marca el advenimiento de un nos-otros caleidoscópico, pluricolor, multicultural.