jueves, 4 de septiembre de 2014

Sobre Descartes y la subordinación de las pasiones a la razón.

Se torna una tarea casi imposible hablar del nivel afectivo de las pasiones en Descartes sin recurrir como marco contextual a la época en que desarrolló su pensamiento. En efecto, la modernidad filosófica se abre con Descartes principalmente gracias a su intento de desvincularse del dogmatismo religioso, por un lado, y del escepticismo epistémico, por otro. Así, lo que busca empedernidamente Descartes es fundar el conocimiento en pilares tan sólidos como indubitables, es decir, que toda validez del conocimiento debe estar erigida sobre los cimientos de la razón como terreno seguro desde el cual legitimarlo.

Descartes sostiene, tanto en sus "Meditaciones metafísicas" como en "El discurso del método", que el procedimiento ideal que debería llevar a cabo la razón consistiría principalmente en examinar los fenómenos a través de la representación de ideas claras y distintas. Por ende, es la razón misma la que aseguraría por medio de dicho método, y teniendo como referencia el modelo de las matemáticas, la validez del conocimiento del mundo exterior.

No obstante, para llegar a aquella seguridad del conocimiento es necesario encontrar, como habíamos dicho, un soporte, un cimiento tan sólido como irrefutable. Ese cimiento, obviamente, no corresponde en Descartes a una cualidad propia de los fenómenos (lo cual estaría más emparentado con el empirismo), sino a un estrato que se presenta a nivel interior: la conciencia. En efecto, la conciencia entendida bajo la frase “cogito ergo sum”, o sea “pienso, luego existo”, remite a una dimensión de transparencia, apodicticidad e inmediatez en la relación del sujeto consigo mismo. Ya no serán los fenómenos los que posean un estatuto ontológico en sí. Al contrario, será la conciencia la que permita la existencia del mundo objetivo. No hay mundo si es que no hay una conciencia en la cual el mundo haga su aparición. Esta lectura un tanto exagerada y parcial de Descartes lleva al exceso del solipsismo, esto es, a evaluar como único campo de conocimiento seguro a la misma certeza inmanente, ya sea de las ideas o de las percepciones, que se dan a la conciencia. En dicho solipsismo, por lo tanto, la existencia de las representaciones propias del mundo serían rasgos inmanentes a la conciencia misma: no podrían existir objetos con independencia del sujeto que les concedería su existencia.

En contrapunto a esta tesis Descartes orienta su mirada en el conocimiento del mundo exterior. De este modo, busca romper con el solipsismo al incluir la figura garante de Dios como aquello que, en contraposición al escepticismo del genio maligno el cual representa la hipérbole de la duda metódica, permite que exista un correlato real entre nuestras representaciones subjetivas y la validez de los objetos que aparecen a nuestras conciencias: Dios, dada su naturaleza benévola, impide que el corpus de las cogitaciones sea vana ilusión apariencial; Dios nos otorgaría seguridad trascendente allí donde la razón solo puede enunciar certezas inmanentes. Así, estas dos dimensiones estarían articuladas corporalmente gracias a un órgano: la glándula pineal. En efecto, esta glándula operaría de un modo tal que sería capaz de unir de modo armónico la dimensión propia de la “res cogitans”, la mente, y la “res extensa” la materialidad de los cuerpos físicos. Unidas ambas dimensiones se entiende que llamemos a esta época del pensamiento, en la cual se instala incipientemente la modernidad, como propia de un paradigma mecánico-fenoménico.

Ahora bien, el rol que cumplen las pasiones en Descartes es el de ser afecciones perceptivas que impactando primeramente los sentidos del cuerpo -al incitar a los espíritus sanguíneos- cuentan con la facultad de poder internarse en el alma. Descartes distingue entre pasiones y acciones: las primeras son afecciones dominadas por un mecanicismo; las segundas dependen de la voluntad del hombre. Así, la idea de Descartes a través del "Tratado de las pasiones del alma" es replicar el método científico-racional: comienza desde lo más simple, la mecánica fisiológica, en ascendencia a las ideas más complejas para, de esta manera, concluir en un tratado de moral. Tratado de moral que justamente es en parte deudor de la ética aristotélica, ya que integra la noción de “justo medio” propia de la prudencia como elemento regidor. Por lo mismo, Descartes designará a las pasiones, además de involuntarias, como peligrosas si uno se deja avasallar por ellas: las pasiones excesivas nublan la razón, nos entregan a una fuerza que nos domina y hace que extraviemos nuestra propia identidad. Lo que se debe hacer, según Descartes, es someter a las pasiones a términos racionales, o sea reparar tanto en la dimensión de utilidad que podamos extraer de ellas como en los beneficios de índole emocional.


Sin embargo, hasta ahora sólo nos hemos referido al sometimiento de las pasiones a la razón desde el plano moral. ¿Qué nos dice Descartes de las pasiones a nivel filosófico? Pues bien, en este plano Descartes, quien es un fiel seguidor de la razón en su versión más rígida y fría, tiene en mente un desvincularse de toda pasión que no se ponga al servicio del conocimiento. Es decir, para Descartes el conocimiento a través de ideas claras y distintas es lo medular y la finalidad de la filosofía. Por ello, podemos señalar que el Descartes epistémico no tiene más que como compañera secundaria el tema del pathos filosófico. No hay un sentimiento, a excepción de la prudencia entendida como calma y falta de pasión, que sea característico tanto de las consecuencias del pensar filosófico, como motivador de éste mismo. El pathos filosófico, el animus, el cuerpo mismo queda subordinado y hasta negado en la empresa de búsqueda de la verdad filosófica.