sábado, 27 de febrero de 2016

Sobre "Cristo destruye su cruz" de Orozco.

"Cristo destruye su cruz" (1943) de José Clemente Orozco.


La ira de Cristo se desata contra los símbolos que consagran su dolor en pos de la supuesta Redención de la humanidad. Es una ira de fuego. Es una ira que quema hasta el éxtasis. Pero también es la ira que destruye las cadenas que apresan a la humanidad misma. Destruye a la religión y su ideología de debilidad, de sometimiento ingenuo, de esperanza ya podrida y cansada de esperar el supuesto advenimiento de un “supramundo” donde esos mismos débiles serán, invertidamente, vestidos de dichosos.

En efecto, al pintar la ira de este Cristo que desata una tormenta de fuego y destrucción contra la pesada joroba de la cruz, contra los pilares de un Templo de papel y papeles a seguir, contra Las Sagradas Escrituras y su lectura literal, contra los miles de libros escritos con palabras vacías que intentan fundar la vida en un insulso más allá, en contra de todo eso José Clemente Orozco arremete decididamente. Es decir, arremete en contra de las corrientes de catolicismo más conservadoras del México de los primeros años del siglo XX –y las cuales sigue formando, lamentablemente, una de los puntos más oscuros de nuestra heredada identidad Latinoamericana-. Así, el pintor mexicano, posicionado desde una postura marxista que aboga por un cambio social radical en este mundo, condena las lecturas contemplativas y reaccionarias de las corrientes católicas que favorecen, en tanto ideología de representación del mundo y de práctica cómplice con los intereses de los poderosos, la predominancia del orden de explotación del hombre sobre el hombre. Y todo porque el mundo, tal como lo señalara Marx, se debe transformar de una buena vez antes que interpretarlo mil veces.

Si ese Cristo que dentro de su humanidad sufriente y doliente, iracunda e irreductible, se rebela contra el destino impuesto metafísicamente es porque en él está palpitando la fuerza de la carne como dimensión primordial de la revolución marxista: tiene a la experiencia como soporte. Es verdad que no hay práctica revolucionaria sin teoría revolucionaria, sin embargo pareciera ser que toda teoría florece desde una extraña materialidad que delinea las formas de dicha teoría hasta hacerla regresar, para cargar de nuevos bríos y posibilidades, de fuerza y horizontes de sentido, a esa misma materialidad. Por ello, la vida material, como carne y dolor, está en la base de la historicidad marxista y de la experiencia humana: desde allí se proyectarán los límites y los alcances de la revolución.

En última instancia, la fuerza expresiva que logra generar Orozco en una tela donde impera el más mínimo juego cromático se debe justamente a que en ella todo es acción y evidente actualización temporal de lo simbólico. La expresión viene dada por la explosión de un acontecimiento que incuba en sí mismo una significación capaz de rebasar cualquier preciosismo formal, tal como si se tratase de una “pintura literaria”: el contenido ha superado a la forma. Y esta “Pintura literaria” ha bebido de lo más profundo de la historia humana. Ha bebido de ese hito –el cristianismo-  que, al devenir otra máscara más de la misma explotación del hombre por el hombre, también termina por dejar en evidencia su más miserable gesto: el de ocultarse ella misma tras la máscara de un perdón incapaz de reconocer sus propios pecados históricos. Y sólo la acción radical engendrada a partir de esa ira puede cambiar el mundo sin enmascararlo una vez más.

jueves, 25 de febrero de 2016

Sobre Kant y su Filosofía de la Historia.

Kant es bastante claro a la hora de expresar que la Historia yace gobernada por finalidades ocultas a los ojos de los individuos. Así, para Kant la historia tiende a un fin teleológico. Este fin teleológico tendría por hipotético contenido la consumación de la libertad humana al amparo de un sistema jurídico-político republicano. Es decir, la naturaleza como fuerza motora y providencial del devenir histórico regularía el acontecer de los hechos con el objetivo de cumplir una especie de plan divino, de cumplir una misión providencial inaccesible al individuo agente de dicha Historia. Este plan o misión providencial se caracterizaría por el perfeccionamiento progresivo de la especie en vía ascendente hacia dicha libertad. Libertad que, obviamente, no se desarrollaría a nivel de individuos, sino que lo haría a nivel de especie humana.

¿De dónde emerge esta idea?

Es aquí donde Kant opera bajo el principio de analogía. En efecto, lo que realiza el filósofo de Königsberg es una analogía entre los órganos y facultades que la Naturaleza deposita en los hombres, ninguno desprovisto de propósito, y la orientación hacia la cual la misma Naturaleza hace tender a la razón, esto es, hacia la libertad. O sea, así como poseemos distintos órganos y cada cual se halla determinado para cumplir una función específica, la Naturaleza también al dotar al hombre de razón lo hace para que ésta se desarrolle con miras a un determinado fin, el cual sería la libertad enmarcada en un sistema político republicano.

Ahora bien, es bastante evidente que en este sistema de concebir la Historia sigue imperando el mismo modelo dicotómico con que Kant idea su teoría del conocimiento enmarcada en su filosofía crítica. Esto significa que Kant escinde la Historia entre el plano fenoménico de ésta, vale decir, lo que se muestra o aparece a nivel de experiencia y sucesos históricos de los individuos, y el plano nouménico de la misma, o sea, la “cosa en sí” -en este caso el plan de la Naturaleza- que estructura secretamente el devenir histórico de acuerdo a su providencia de libertad racional. Así, si siempre el reino de lo nouménico, de la “cosa en sí”, se presenta como velado al hombre puesto que lo único que somos capaces de conocer son meramente los objetos circunscritos bajo las formas puras propias de nuestra estructura categoríal, es decir, los objetos susceptible de tiempo y espacio, entonces bien podemos decir que en su filosofía de la historia Kant intenta ir más allá de lo que su propio modelo le permite. Y este ir más allá sólo es capaz de lograrlo en calidad de simple esbozo de “la cosa en sí” precisamente gracias a la labor que cumple el principio de la analogía entre la Naturaleza como motor y la Historia humana.

Finalmente, vale plantear un par de preguntas. Se sabe que Kant es el filósofo de la libertad racional. Se sabe también que, dado este plan providencial de la Historia, el determinismo histórico aparece como un problema. ¿No será justamente esta dualidad entre libertad y determinismo, a primera vista imposible de zanjar, lo que decante en una especie de sistema moral como el que Kant postula en sus obras prácticas?


Me explico. La filosofía moral de Kant señala que el hombre a la hora de actuar libremente debe autolegislarse a través de una máxima universal: el imperativo categórico capaz de superar cualquier consecuencialismo egoísta. Este imperativo categórico pregona que debemos obrar sólo según aquella máxima que haría que nuestra acción también esté, al mismo tiempo que legitimada para nosotros, legitimada universalmente, en todo tiempo y espacio y para cualquier ser racional. En otras palabras, toda autonomía requiere de una legislación; toda libertad requiere de ciertos límites: legislación y límites que la propia razón otorga. Por lo mismo, y dado el carácter formal del imperativo categórico, ¿no sería la filosofía práctica de Kant una especie de fusión armónica y aplicada que surge a raíz de la combinación entre los problemas ya presentes en su Filosofía de la Historia, esto es, entre determinismo y libertad? ¿No sería esa necesidad por el deber basada en la autonomía racional del imperativo categórico una manera de autodeterminar nuestra propia libertad y, por ende, hacer florecer a nivel individual la dirección racional del perfeccioamiento propio del telos histórico?

miércoles, 10 de febrero de 2016

Sobre "Virgen con el Niño y seis ángeles" de Botticelli.

"Virgen con el Niño y seis ángeles" (1500, aprox.) de Sandro Botticelli.


La técnica de Botticelli es prodigiosa. Sin embargo, y al contrario de otros grandes maestros del Renacimiento, el énfasis de su pincelada no está puesta al servicio de la aprehensión visual que se desprende de las sinuosidades cromáticas de una escena determinada –como sería el caso de Leonardo con su sfumato-, sino en la narración simbólica de la historia, en la develación de un relato subyacente capaz de unificar todas las partes de la obra gracias a la intensidad y homogeneidad de los colores y a la estricta delimitación de las líneas.

¿Qué es lo que nos narra Botticelli en su “Virgen con el niño y seis ángeles”? En una primera instancia resulta bastante evidente: nos narra la historia de la futura Pasión de Cristo. Por ello, los cuatro ángeles más cercanos a nosotros, los cuales rodean las zonas laterales de la estructura piramidal compuesta por la Virgen y el Niño, levantan sobre sus manos los elementos que marcarán la muerte carnal de Cristo. Allí están desde la flecha que se incrustará en su costado hasta la corona de espinas con la que se intentará avergonzarlo, pasando también por la esponja remojada en vinagre y por los tres clavos de la cruz. Todos estos vendrían siendo los elementos propiamente mundanos que marcarán la Pasión de Cristo en tanto instrumentos de tortura.

¿Pero qué acción llevan a cabo los dos ángeles que yacen en la cúspide del triángulo? Ellos nos abren la escena de la ternura divina existente entre la Virgen y el Niño, la cual se encuentra determinada por la expresión de majestuosidad que representa la corona. Así, esos dos ángeles nos están dando a conocer un aspecto atemporal: abren las cortinas en señal de apertura y desocultamiento de lo divino. De lo divino de toda la escena. De lo divino en cuanto eterno y profético: la Virgen, el Niño y su camino venidero se alzan como estando allí, detrás del telón, desde siempre.

Si lo que caracteriza, como ya dijimos, el arte de Botticelli en general es su notable facultad narrativa, esto es, su utilización simbólica de los elementos puestos a disposición de una historia digna de ser desplegada en el tiempo, entonces bien podemos afirmar que en “Virgen con el niño y seis ángeles” su arte, el sentido profundo de lo representado no hace más que referir a la narración entendida como profecía.

En efecto, la profecía se distingue del pronóstico por el carácter adviniente de la primera en contraposición al tono escalonado del segundo: la profecía emana desde el futuro y se dirige inexorablemente hacia nosotros; el pronóstico proviene desde el más acá, desde el aquí y el ahora para ir consumándose gradualmente, paso a paso. Esto, en síntesis y aplicado a la obra de Botticelli, quiere decir que el oleo posee como fundamento significativo la conjugación de lo eterno propio del contenido de la profecía con lo temporal de su narración a nivel formal. Por ello será justamente el tiempo en su doble dimensión, como sucesión de acciones narradas, por un lado, y como anulación de sí mismo con miras a la eternidad, por otro, lo que se ponga en tensión a través de esta obra.

Así, antes de ser una expresión pietista de la Pasión de Cristo, pietismo en el cual el cuerpo y la sangre cobrarían un rol de piedad relevante, esta obra representa la sublimación apolínea de lo que simboliza dicha misma Pasión a niveles de contenido y forma: la amalgama perfecta entre la dimensión de lo eterno en tanto profecía adviniente y los modos mundanos de acceso a aquella profecía, esto es, la estructura narrativa de la temporalidad. 

viernes, 5 de febrero de 2016

Sobre la amistad y el enamoramiento.

Según el gran pensador francés Maurice Blanchot en el fenómeno de la amistad, al contrario que en la experiencia del enamoramiento, no hay flechazo.

Esto significa que la amistad ocurriría por un soterrado despliegue temporal, por una silenciosa y subyacente comunión entre los amigos antes que por la irrupción de un encantamiento posible de ser identificado en el tiempo por dichos amigos. En el inicio de la amistad no hay pruebas. La amistad, por ende, llega siempre antes que nosotros: cuando somos conscientes de que el prójimo se ha transformado en nuestro amigo la amistad ya se había forjado. ¿Cómo? Por sí misma. A lo más, podemos alzarnos como testigos del inicio de la amistad y nunca podemos afirmar con propiedad desde cuándo somos amigos de aquella persona. En el inicio de la amistad ocupamos un mero rol de actores secundarios. La amistad se autorrealiza. El inicio de la amistad no se elige; nuestra constatación sobre el amigo siempre nos sorprende. No es usual saber desde qué momento mi amigo se transformó en tal. En el fondo, al inicio de la amistad siempre llegamos con retraso. La misma alteridad que nos conforma es la que se encarga de erigir la más honesta amistad con el prójimo. Así, la amistad revela algo de maravilloso a la vez que de inquietante: nunca somos dueños a cabalidad de nosotros mismos.  

En contraste, si en la experiencia amorosa del flechazo podemos sostener que nos enamoramos de una mujer de golpe, ya sea por la significación de su belleza gestual o por el contenido inefable de su mirada inundando nuestra interioridad, esto se debe a que allí, en el enamoramiento, opera la irrupción de un evento que junto con remecernos nos obliga a responder, nos despierta y nos invita a mantenernos despiertos. La intensidad del flechazo amoroso es tal que nos sacude y, con ello, vitaliza cualquier posible cotidianeidad adormecida. En otras palabras, gracias al enamoramiento toda nuestra voluntad se vuelve presa de una finalidad: la finalidad que impone el objeto deseado movilizando nuestro propio deseo hacia él. En la experiencia del enamoramiento despertamos abruptamente, y por medio de un golpe de estupefacción, desde la más desinteresada cotidianeidad hacia la voluntad obsesiva del deseo. Podemos dar cuenta de estar enamorados de ella y saber incluso el momento exacto en que se grabó aquel instante súbito en el cual adquirimos la voluntad de conquista o el reposado placer de desear contemplarla por siempre. El flechazo es, en definitiva, el punto en que nuestra vida cobra un giro radical, a la vez que la posibilidad de poder nacer de nuevo en la medida que nos abocamos a la conquista o contemplación de un prójimo que nos sobrepasa.


En resolución, ambas experiencias, la del enamoramiento y la del inicio de la amistad, si bien se contraponen en muchos de sus elementos constitutivos también dejan traslucir la propia esencia de ser y saberse afectado: la acogida de lo Otro, la capacidad de hablar el idioma de lo involuntario y romper, de modo casi irracional, con la mismidad de un hombre absorto en sus propias cavilaciones para dar paso a los acontecimientos.

miércoles, 3 de febrero de 2016

Sobre la filosofía en general.

En las primeras páginas de su obra “La Filosofía” Karl Jaspers sostiene que la fundación histórico-etimológica de dicha disciplina se basa en una oposición con el ideal del sabio.

En efecto, si el sabio se caracteriza por ya poseer un saber y traducirlo a términos prácticos, es decir, por atesorar y poner en operación una determinada verdad, el filósofo, al constituirse como amante del saber (según la raíz griega philo: amor, y sophos: saber), cuenta con una actitud totalmente distinta: para el filósofo el conocimiento jamás llega a ser del todo hallado. Así, la filosofía es un ir en camino a la verdad, pero sin nunca llegar a poseerla, sin nunca cosificarla ni abrazarla con la frialdad dogmática de lo inmutable. La filosofía es, en última instancia, un ir en camino de la verdad, pues, como señalara Sócrates en el Diálogo platónico “El Banquete”, sólo se puede amar aquello que deseamos pero nunca es propiamente nuestro.

Esto significa, según mi lectura y siguiendo la comparación, que el sabio cierra su mirada al cuestionamiento y conmoción problemática del mundo una vez que encuentra el piso esencial en el cual sostener la existencia. En contraste, el hombre devoto de la filosofía no bebe de ella por asuntos de índole práctica, esto es, no va en busca de soluciones, sino que se siente arrebatado por el horizonte de sentido que ella abre, por la vibración del asombro y la erosión terrorífica de la duda. Por ello la filosofía porta consigo una promesa imposible de ser cumplida: la filosofía es puro exceso de sí misma, es puro pensar en el resplandor de las preguntas cuyas respuestas se transforman en otras preguntas. Así, pareciera ser que la filosofía es una especie de huella que han dejado estampada los dioses en nosotros: la aspiración a lo absoluto. Sin embargo, al mismo tiempo la misma filosofía transparenta la incapacidad del hombre por poder responder a cabalidad, por dar un golpe final y concluyente a esa idea de lo absoluto: la filosofía es razón limitada y finita, razón humanamente encarnada que se cuestiona por el ser y su sentido, por algo que va más allá de la razón misma. La filosofía, en resumen, sintetiza ambos polos más distintivos de la estructura de la existencia: la grandeza divina de nuestras aspiraciones en tanto promesa de sentido y la fragilidad de nuestra razón a la hora de resolver tal respuesta por el sentido.


En última instancia me parece que la filosofía es una actitud. Es decir, la filosofía es una emanación de los más profundo y originario del ser humano. En ella no hay respuestas fáciles ni definitivas; todo resulta problemático y el conocimiento que de ella se desprende se justifica transitoria o epocalmente para luego volver a cuestionarse de modo racional por la belleza del pensar. Y esta actitud incontrolable, esta actitud que nos hace inquirir mil veces sobre el sentido de la existencia, esta actitud que es la ciencia de las ciencias, lo más general dentro de lo particular, lo más universal contenido en el tiempo y el espacio, es un arrebato, un estar-tomados, un ser-poseído por lo que nos asombra y que habla en la medida de dicho asombro: la filosofía como el estar arrojados al camino de la verdad en cuanto deseo por el sentido. Y sólo siendo poseídos por ese Otro que es la promesa de verdad del sentido podemos encarnarnos en nosotros mismos, llegar a ser quienes somos, llegar a develar nuestra profunda constitución antropológica: la del desear hasta lo imposible con hermosa y frustrada lucidez.

lunes, 1 de febrero de 2016

Sobre el cubismo.

"Las señoritas de Avignon" (1907) de Picasso.


La supresión de la perspectiva que realiza el cubismo es plenamente dinámica, ya que pone en ejecución la noción del tiempo como posibilidad de recorrer el objeto representado por sus múltiples caras.

Lo que caracteriza al cubismo es realizar una operación pictórica de desplazamiento visual a partir del observador. Este desplazamiento consiste en que ya no jueguen un rol determinante dentro del lienzo los factores convencionales de la pintura moderna en lo que al espacio respecta, esto es, los principios de la extensión y la perspectiva. En efecto, el cubismo pondrá de relieve un elemento esencial al cual se someterá el espacio: el tiempo. Dicho de manera más gráfica, en "Las señoritas de Avignon" (cuadro, por cierto, protocubista) de Picasso ya late tenuemente la utilización de la dimensión temporal: el artista posee la capacidad de dominar el tiempo y gracias a ello captura elementos del mundo, del motivo al que representa la tela, como quien rodea una escultura por todos sus ángulos para llevar luego al lienzo bidimensional lo que su mirada recogió. Es justamente ese factor, el del dominio del tiempo en tanto prisma móvil que permite inspeccionar el objeto representado a través de sus ángulos seleccionados, el que se torna central dentro de dicho movimiento de vanguardia, desplazando con ello al espacio a un rol ya no hegemónico, sino dependiente y subordinado de una acción temporal tácita.

Así, la falta de perspectiva en el cubismo yace relacionada con la conquista de la temporalidad por parte del artista, quien se concibe capaz de abordar su obra pictórica recorriendo el objeto que representará -debido a esa extraña manera de plasmar “lo escultural” en la propia tela-  antes que la  adherencia mimética al instante fotográfico de la representación misma.