lunes, 20 de septiembre de 2021

Reseña a "Relicario", de Julio Rodajo. La respiración del respirar.

 


En los intersticios de una respiración profunda. Así parece haber sido escrito Relicario (Buenos Aires Poetry, 2021). Se trata de un poemario sobrio, sin pretensiones barroquistas, el cual genera sentido más gracias a la atmósfera ingrávida de lo que insinúa antes que a la sobreabundancia o banalidad del decir. Por cierto, a través de la mayoría de sus poemas, el mundo se presenta suspendido en la respiración de un lenguaje que nunca alcanza a abrazar los objetos que invoca. Respiración que constituye ella misma distancia, pero también aliento, alma, cuerpo descorporalizado y sediento de espíritu.

En Relicario prima una atmósfera metafísica. Se trata del aire sagaz que sobrevuela el abismo. Claro, no es el aire filoso del suicida que cae vertiginosamente por dicho abismo, ni tampoco el aire roto, catastrófico y estridente, del hombre desafortunado quien, producto de un accidente, azota su cabeza contra las rocas; ni la voluntad de sufrimiento y sacrificio del primero, ni la anecdótica y macabra casualidad del segundo. Relicario no habla ni de lo que el poeta tiene a la mano, ni de aquello que estallará frente a su vista. Más bien, con un ritmo reposado, Rodajo pule el aire, navega el vacío, respira su propia respiración en una cadencia infinita y siempre ávida de eternidad. El poeta habla de lo que no se puede hablar, de lo que no se alcanza a hablar (¿Dios? ¿El olvido? ¿La muerte?). Esa es la razón de que deba recurrir al susurro y al suspiro, a un tono menor, a veces deprimente, pero siempre extensivo, como todo lo grande, como todo lo profundo.

Así, ya desde el primer verso, en Exordio, se deja entrever, tal cual balbuceo agudo, la tensión radical entre finitud y la trascendencia:

Desde las ramas comienza el cielo

¡Gimen sus pájaros sin alas! (p. 11)

En un movimiento de opuestos, el oxímoron de impotencia expresa la imposibilidad del deseo de absoluto. En el poema siguiente, Acordes de obertura, Rodajo extiende esta tonalidad anímica, mostrándose culposo y circular:

Perdonen la demora.

Me he detenido en pensamientos vacíos

creyendo que luego del ocaso lograría dormir,

pero el insomnio me trae

nuevamente a cantarles mi agonía. (p.12)

Aquella imposibilidad metafísica y existencial a la hora de acceder a lo absoluto, cuenta con su correlato moral en la solicitud de perdón por la demora. El poeta, así, intuye que su esencia es aquella: la condena de morar, solitario, lo que demora: Hurto un mundo en mi hoja delirante / Soy deudo de mi duda, dueño de la Nada. (p.17)

En esta suspensión sobre la Nada, Rodajo continúa invitándonos a respirar los estertores largos de las planicies. Por ello, la dimensión óntica del mundo –en términos de Heidegger- se revela superflua, intrascendente y en permanente quietud, ausente u olvidada de cualquier origen:

Permanecen huellas de arenas

en los pies del que no camina

y un solo eco del silencio

viene desde una sombra ausente

para acostarse en esta tumba abierta. (p.25)

La desolación se ha entrañado en las vértebras del hablante. Tanto que, en una ráfaga de lúcida herejía, derrocha sus últimas energías para maldecir lo absurdo y lo enajenante contenido ya en los orígenes de la Creación: Hombre a quien todo lo humano le es ajeno, / lo contrario de Adán: / Nada. (p.29)

En medio del hastío, la figura de la amada -a ratos maldita bajo el rostro de Anabel, a ratos presa de un destino trágico-, se vuelve un faro que permite explorar otros parajes e intensidades. En este caso, se juega, casi cruelmente, con una esperanza de salvación mitológica, la cual tiende a desvanecerse en el absurdo:

No preguntes si hay alguien

solo entra al laberinto.

Serás redentora de ese otro

que soy a veces. (p.40)

Una páginas más adelante, se reaborda el tópico amoroso, pero adquiriendo ribetes místicos influenciados por Rilke. En efecto, Rodajo, a la hora de su despedida, pareciera estar comprometiéndose tanto con la amada como con Dios: Aprenderé que amar es tener manchas solares en los ojos. // Por ahora me despreocuparé del infinito / intentando no soñarte. (p.50)

Vale apuntar que cuando Rodajo aspira a lo absoluto, sólo encuentra preocupación por el infinito. De ahí que el deseo de trascendencia lo queme, como el éxtasis místico, con todas las manchas solares del universo. A su vez, aquejado por este dolor ante una trascendencia impotente, el poeta se torna incapaz de asumir una lucha perdida de antemano, y sólo intenta encontrar descanso en lo contrario al descanso mismo: en la voluntad de no soñar. El siguiente poema, Cantiga sin ti, insistirá en la figura amatoria de la ensoñación reiterativa, pero manifestando un dejo de obsesiva ternura:

Hay vestigios de tus pasos en mis sueños.

Eres sonrisa de niña que juega a perseguirse

Sonrisa de niña que juega a perseguirse

Nadie más espera que te encuentres

 

Cierro los ojos y ¡despierto! (p.53)

 

Ya hacia el final, el poemario intercala ritmos de pequeña aceleración, pero los cuales terminan ahogándose en el mar de nihilismo reinante como telón de fondo. Con una especie de cita oculta a Van Gogh, y con la grandeza de no nombrarlo ni nombrarse, Rodajo se (d)escribe a sí mismo, a modo de soliloquio:

Me entierro el pincel en el oído

¿Lo oyes?

A nadie más hemos amado.

Solos, tan solos

como una roca huérfana.

Trémulo, interrumpo el habla y la existencia.

 

Somos ya un tiempo ultimado

que repite siempre el mismo eco. (p.73)

 

El poema que cierra la obra, no hace más que mantener la prolongación metafísica. Sin embargo, luego del viaje, el poeta pareciera haber recuperado, al menos, la dimensión del cuerpo como idea o flujo interior, logrando concebirse desde la sangre pese a su soledad espiritualizada:

Aplauso solitario para lo que viene.

Seguro seguirá siendo sangre. (p. 79)

Al final, nos encontramos con la voz más personal de Rodajo, quien, proyectado desde una mismidad sacrificial, prepara la salida de escena mientras su eco permanece rebotando contra los bordes del abismo.

Una reliquia de poemario. Y un Réquiem para (el silencio de) Dios.

Sobre el autor:     

Julio Rodajo Ureta (Santiago de Chile, 1994). Poeta de oficio. Realizó sus estudios de Lengua y Literatura por la Universidad Alberto Hurtado y actualmente es estudiante de Magíster en Estudios de la Imagen (UAH).

Publicó los primeros poemas en su libro Vaivenes (Isidora Cartonera, 2013). Estuvo a cargo de Kaydara: cuaderno de literatura y arte (2016-2017). Ha participado en varias antologías y revistas de poesía, tanto en Chile como en Argentina y México. Fue panelista de la primera tempora de En busca del tiempo perdido (Radio Federación, 2017). Durante el 2018 se presentó como expositor en el Congreso Internacional de Literatura y Ecocrítica en Segovia, España, con su tesis de pregrado sobre El viento de los reinos de Efraín Barquero.

sábado, 18 de septiembre de 2021

La patria ha muerto

 

No se trata de festejar, sino de la avidez de la fiesta. Claro está: no hay nada que festejar. La Independencia, en cuanto discurso de la oficialidad, ha sido depuesto de toda épica justamente porque jamás la tuvo. Hoy nadie muere por la patria, porque la patria ha quedado desnuda en su más cínico balbuceo. La patria ha muerto; nació muerta. Hoy se constata la eterna descomposición de su cadáver.

Si durante todo el siglo XIX y gran parte del XX la patria constituyó esa narrativa épico-poética, ese imaginario homogéneo y monolítico difundido desde las clases dominantes, capaz de generar efectos de cohesión social y amistad cívica al “espiritualizar” la administración del territorio bajo el sueño de la República, hoy ya no es así.

La patria se ha desangrado porque ella siempre fue violencia y degradación. Como una irónica mímesis platónica, la degradación del ideal patrio es explicable: siempre se trató de un modelo a seguir a partir del deseo de un original externo; jamás fue un original, pues siempre deseamos ser lo más parecido al original (al conquistador español, primero; a la alta cultura francesa, después; incluso a las formas inglesas, al final). Concretamente, esta mímesis se basó en dos esquemas. Primero, destacar el tono heredado de las tradiciones hacendales, propias de la zona central de Chile, con el fin de extender el poder de la aristocracia, ahora a nivel del imaginario social, marcando una suerte de “chilenidad” continuista con el período colonial. En este sentido, la relación con el modelo original, la Corona Española, operaba por derivación. Segundo, producir una imagen asociada a la alta cultura francesa (con personajes ilustres como Andrés Bello, Bilbao, Lastarria, etc.) para incorporarse al discurso moderno de manera armónica, esto es, contando con una autoconsciencia identitaria susceptible de incluirse bajo la “idea de progreso” propia del mundo civilizado y en oposición al oscurantismo de la barbarie tercermundista. En este sentido, la relación con el original operaba por aspiración.

Así, de un lado fuimos los “hijos-huachos” del “conquistador-violador”, que en el intento desesperado de ser aceptados por el padre ausente, tachamos nuestro origen materno-americano, travistiendo y absolutizando la figura de dicho padre para denomina a España la “madre-patria”. Nos aferramos a un pasado mítico buscando reconocernos en tal pasado: la reiteración incesante del evento traumático. Por otro lado, el aspirar a la posición del civilizado, a aquella luz prístina de una razón que lava toda suciedad y barbarie: la República y el proyecto de una sociedad laica. Escapismo, huida frenética hacia el ídolo que no es el padre-violador-conquistador, sino el francés, el libertador, el héroe de la historia, la finalidad civilizatoria, el telos del progreso alumbrado por la razón.

Pero jamás hubo independencia. Sólo el espejo espermático, las hazañas del padre escuchadas tras la puerta o el complejo de ser aceptado por el héroe. Toda la casta oligárquica hizo del sueño de su nobleza su mayor bajeza: la de la explotación económica, bélica y cultural del pueblo a manos de un imaginario patrio. Jamás hubo independencia.

Siglo XX. Dependencia. Primero, y como resabio del siglo anterior, dependencia del eurocentrismo con la carga teleológica del ideal de progreso y de la importancia la sociedad civil, civilizada o blanqueada (la República moderna). Después, dependencia del neoliberalismo a partir de un Estado dispuesto a supeditarse a los designios del mercado (el Estado subsidiario). Entre ambos momentos, un paréntesis, un imposible, un suspiro, una lucha, un abrazo, un golpe y los caídos y lxs caídxs: Allende y su espectro. Como elementos transversales a todos los momentos, sólo retazos, pinceladas dispersas en el imaginario de la patria, desde el melodrama de la empanada y el vino tinto hasta el delirio de creerse los ingleses de Sudamérica, desde el orgullo costumbrista y maloliente del “roto chileno” hasta la supuesta reserva moral de un ejército vencedor y jamás vencido (sobre todo cuando se alza contra su propio pueblo, el cual en realidad nunca ha sido su pueblo). ¡Vaya! Sólo eso era la patria.

Por lo mismo, a partir del 2000, se instaló un peso. El peso de la nada. A medida que avanzaban los años y nos acercábamos al Bicentenario, más intuíamos que nuestra identidad no estaba extraviada ni que no la lográbamos identificar, sino que yacía sustraída de raíz, o bien que se reducía a lo absurdo de su búsqueda: nuestra identidad siempre fue la farsa y, justamente por eso, nos atormentaba tal búsqueda desesperada. La búsqueda frustrada de antemano era nuestra verdad inasumible. Al final, llegado el 2010, supimos que sólo hubo algo claro e irrefutable: nuestra identidad nacional era ese aire rancio que flotaba sobre las carnes heridas: buscar incansablemente nuestra identidad, empeñarse desesperadamente en cerrar la herida, lavar el tajo de la violación. Herida, tajo sangrante y deseante en su dolor, herida que supura un magma marino, como si se tratara de la fractura dejada por un terremoto. Entonces, recién allí, se desnudó la contradicción de nuestra voluntad: mientras más queríamos llegar a ser menos lográbamos ser. ¿Habría que conformarse con el siendo? ¿Con el extraño acto de no encontrar lo buscado, sino sólo de hallarse en la búsqueda?

Volvamos. Si intentamos esbozar una perspectiva analítica a partir de la historia reciente, podemos decir que hubo, al menos, dos factores determinantes en la muerte del ideal patrio. Dos elementos radicalmente distintos, sin parangón de clase alguna. Uno contextual, de escala mundial y sostenida; otro irreductible, ferviente e intempestivo; uno que se ha manifestado con la parsimonia de un proceso y otro que lo ha hecho con la cataclísmica irrupción de un acontecimiento: 1) La globalización y sus flujos económicos y comunicacionales cuyos efectos generaron un proceso de debilitamiento constante del Estado-Nación, al mismo tiempo que una acentuación del individualismo, de la desigualdad, de la precariedad de la vida y de la competitividad laboral y personal; y 2) la potencia imaginal de la revuelta octubrista, con todo su ímpetu de porvenir acuñado en el presente, la cual destituyó los hábitos e inercias sociales signados por la dictadura del mercado y la historia oficial, siendo capaz de abrir el “imaginario social-representacional” a la “imaginación popular-expresiva” gracias a la creatividad de los cuerpos derramados en el exceso y el martirio callejero. Ambos fenómenos, tan disímiles como incomparables, han dado muerte definitiva al ideal patrio en la medida que diluyen los límites inmunitarios de lo comunitario-social-nacional.

Así, no es de extrañar que hoy, en pleno proceso constituyente y mucho más allá de las limitaciones institucionales de la Convención-Asamblea Constitucional-Constituyente, afrontemos asuntos claves, que jamás pudieron ser contemplados en el ideal de la patria (ni tampoco en la abstracción de la Nación ni en el orden de la República). Entre ellos se encuentran -sólo por mencionar algunos- el debate sobre la interculturalidad-plurinacionalidad, en función del reconocimiento de los derechos de los pueblos originarios; las exigencias (históricas) de adoptar perspectivas de género y feministas a la hora de sentir, pensar y construir el mundo público y la cotidianeidad doméstica; la necesidad de descentralización burocrática del Estado, apuntando hacia un tipo de participación democrática que supere (¿y que incluya?) su dimensión representativa; la urgencia y complejidad, en medio de una grave crisis climática, de relacionarnos de otro modo con la naturaleza (lo que implica deponer los hábitos y niveles de consumo de las sociedades desarrolladas), y hacerlo del modo más ético posible.

La patria ha muerto. Y eso es lo que este 18 de Septiembre -sepámoslo o no- se ha festejado en las calles, casas y ramadas: la fiesta sin origen, la denegación del padre travestido, la fiesta por la fiesta, la carcajada, el cuerpo liberado de ritos, Te Deum y paródicas solemnidades. La patria ha muerto. Y pronto habrá que preguntarse si iremos por la independencia.