No se trata de festejar, sino de la avidez de la fiesta. Claro está: no hay nada que festejar. La Independencia, en cuanto discurso de la oficialidad, ha sido depuesto de toda épica justamente porque jamás la tuvo. Hoy nadie muere por la patria, porque la patria ha quedado desnuda en su más cínico balbuceo. La patria ha muerto; nació muerta. Hoy se constata la eterna descomposición de su cadáver.
Si durante todo el siglo XIX y gran parte del XX la patria constituyó esa narrativa épico-poética, ese imaginario homogéneo y monolítico difundido desde las clases dominantes, capaz de generar efectos de cohesión social y amistad cívica al “espiritualizar” la administración del territorio bajo el sueño de la República, hoy ya no es así.
La patria se ha desangrado porque ella siempre fue violencia y degradación. Como una irónica mímesis platónica, la degradación del ideal patrio es explicable: siempre se trató de un modelo a seguir a partir del deseo de un original externo; jamás fue un original, pues siempre deseamos ser lo más parecido al original (al conquistador español, primero; a la alta cultura francesa, después; incluso a las formas inglesas, al final). Concretamente, esta mímesis se basó en dos esquemas. Primero, destacar el tono heredado de las tradiciones hacendales, propias de la zona central de Chile, con el fin de extender el poder de la aristocracia, ahora a nivel del imaginario social, marcando una suerte de “chilenidad” continuista con el período colonial. En este sentido, la relación con el modelo original, la Corona Española, operaba por derivación. Segundo, producir una imagen asociada a la alta cultura francesa (con personajes ilustres como Andrés Bello, Bilbao, Lastarria, etc.) para incorporarse al discurso moderno de manera armónica, esto es, contando con una autoconsciencia identitaria susceptible de incluirse bajo la “idea de progreso” propia del mundo civilizado y en oposición al oscurantismo de la barbarie tercermundista. En este sentido, la relación con el original operaba por aspiración.
Así, de un lado fuimos los “hijos-huachos” del “conquistador-violador”, que en el intento desesperado de ser aceptados por el padre ausente, tachamos nuestro origen materno-americano, travistiendo y absolutizando la figura de dicho padre para denomina a España la “madre-patria”. Nos aferramos a un pasado mítico buscando reconocernos en tal pasado: la reiteración incesante del evento traumático. Por otro lado, el aspirar a la posición del civilizado, a aquella luz prístina de una razón que lava toda suciedad y barbarie: la República y el proyecto de una sociedad laica. Escapismo, huida frenética hacia el ídolo que no es el padre-violador-conquistador, sino el francés, el libertador, el héroe de la historia, la finalidad civilizatoria, el telos del progreso alumbrado por la razón.
Pero jamás hubo independencia. Sólo el espejo espermático, las hazañas del padre escuchadas tras la puerta o el complejo de ser aceptado por el héroe. Toda la casta oligárquica hizo del sueño de su nobleza su mayor bajeza: la de la explotación económica, bélica y cultural del pueblo a manos de un imaginario patrio. Jamás hubo independencia.
Siglo XX. Dependencia. Primero, y como resabio del siglo anterior, dependencia del eurocentrismo con la carga teleológica del ideal de progreso y de la importancia la sociedad civil, civilizada o blanqueada (la República moderna). Después, dependencia del neoliberalismo a partir de un Estado dispuesto a supeditarse a los designios del mercado (el Estado subsidiario). Entre ambos momentos, un paréntesis, un imposible, un suspiro, una lucha, un abrazo, un golpe y los caídos y lxs caídxs: Allende y su espectro. Como elementos transversales a todos los momentos, sólo retazos, pinceladas dispersas en el imaginario de la patria, desde el melodrama de la empanada y el vino tinto hasta el delirio de creerse los ingleses de Sudamérica, desde el orgullo costumbrista y maloliente del “roto chileno” hasta la supuesta reserva moral de un ejército vencedor y jamás vencido (sobre todo cuando se alza contra su propio pueblo, el cual en realidad nunca ha sido su pueblo). ¡Vaya! Sólo eso era la patria.
Por lo mismo, a partir del 2000, se instaló un peso. El peso de la nada. A medida que avanzaban los años y nos acercábamos al Bicentenario, más intuíamos que nuestra identidad no estaba extraviada ni que no la lográbamos identificar, sino que yacía sustraída de raíz, o bien que se reducía a lo absurdo de su búsqueda: nuestra identidad siempre fue la farsa y, justamente por eso, nos atormentaba tal búsqueda desesperada. La búsqueda frustrada de antemano era nuestra verdad inasumible. Al final, llegado el 2010, supimos que sólo hubo algo claro e irrefutable: nuestra identidad nacional era ese aire rancio que flotaba sobre las carnes heridas: buscar incansablemente nuestra identidad, empeñarse desesperadamente en cerrar la herida, lavar el tajo de la violación. Herida, tajo sangrante y deseante en su dolor, herida que supura un magma marino, como si se tratara de la fractura dejada por un terremoto. Entonces, recién allí, se desnudó la contradicción de nuestra voluntad: mientras más queríamos llegar a ser menos lográbamos ser. ¿Habría que conformarse con el siendo? ¿Con el extraño acto de no encontrar lo buscado, sino sólo de hallarse en la búsqueda?
Volvamos. Si intentamos esbozar una perspectiva analítica a partir de la historia reciente, podemos decir que hubo, al menos, dos factores determinantes en la muerte del ideal patrio. Dos elementos radicalmente distintos, sin parangón de clase alguna. Uno contextual, de escala mundial y sostenida; otro irreductible, ferviente e intempestivo; uno que se ha manifestado con la parsimonia de un proceso y otro que lo ha hecho con la cataclísmica irrupción de un acontecimiento: 1) La globalización y sus flujos económicos y comunicacionales cuyos efectos generaron un proceso de debilitamiento constante del Estado-Nación, al mismo tiempo que una acentuación del individualismo, de la desigualdad, de la precariedad de la vida y de la competitividad laboral y personal; y 2) la potencia imaginal de la revuelta octubrista, con todo su ímpetu de porvenir acuñado en el presente, la cual destituyó los hábitos e inercias sociales signados por la dictadura del mercado y la historia oficial, siendo capaz de abrir el “imaginario social-representacional” a la “imaginación popular-expresiva” gracias a la creatividad de los cuerpos derramados en el exceso y el martirio callejero. Ambos fenómenos, tan disímiles como incomparables, han dado muerte definitiva al ideal patrio en la medida que diluyen los límites inmunitarios de lo comunitario-social-nacional.
Así, no es de extrañar que hoy, en pleno proceso constituyente y mucho más allá de las limitaciones institucionales de la Convención-Asamblea Constitucional-Constituyente, afrontemos asuntos claves, que jamás pudieron ser contemplados en el ideal de la patria (ni tampoco en la abstracción de la Nación ni en el orden de la República). Entre ellos se encuentran -sólo por mencionar algunos- el debate sobre la interculturalidad-plurinacionalidad, en función del reconocimiento de los derechos de los pueblos originarios; las exigencias (históricas) de adoptar perspectivas de género y feministas a la hora de sentir, pensar y construir el mundo público y la cotidianeidad doméstica; la necesidad de descentralización burocrática del Estado, apuntando hacia un tipo de participación democrática que supere (¿y que incluya?) su dimensión representativa; la urgencia y complejidad, en medio de una grave crisis climática, de relacionarnos de otro modo con la naturaleza (lo que implica deponer los hábitos y niveles de consumo de las sociedades desarrolladas), y hacerlo del modo más ético posible.
La patria ha muerto. Y eso es lo que este 18 de Septiembre -sepámoslo o no- se ha festejado en las calles, casas y ramadas: la fiesta sin origen, la denegación del padre travestido, la fiesta por la fiesta, la carcajada, el cuerpo liberado de ritos, Te Deum y paródicas solemnidades. La patria ha muerto. Y pronto habrá que preguntarse si iremos por la independencia.
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