miércoles, 20 de julio de 2016

Sobre dos tipos de paradojas.

A veces se producen paradojas. Paradojas tan rígidamente elaboradas (¿por quién?) que se nos torna difícil ahondar en ellas, difícil el habitar en sus intersticios, extremadamente complejo el explorar sus aristas. Esas son las paradojas de la lógica. Por ejemplo, Bertrand Russell y su “Paradoja del Barbero” con todas esas eventuales soluciones de autorreferencialidad. Pero no pasan de ser un divertimento, un divertimento que inquieta, allá a lo lejos, a ciertos jugadores de cartas bajo la manga.

Sin embargo, hay otra clase de paradojas tan tenues como la nieve que acaricia la mirada infantil y que, por eso mismo, debido a su tersa ambigüedad, debido a su frágil carácter de anunciación, no advertimos más que cuando nos detenemos con asombro en un punto de crisis. A esas paradojas sólo las vemos allí cuando se nos nubla la vista cotidiana, cuando el sentido común se eclipsa y perdemos la ingenuidad segura que tan robustamente habíamos construido o nos había sido dado en el mundo de quehaceres prácticos. Esas son las paradojas existenciales, las que nos dejan estupefactos más allá del mero divertimento. No son, como las paradojas del lenguaje lógico, fórmulas que dicen algo sobre algo, sino que son paradojas encarnadas en la existencia del hombre.  Estas últimas paradojas son las que implican al sujeto en su acontecer, las que reconfiguran sus posibilidades en este mundo y que, incluso, trastornan la raíz misma desde donde emanan los posibles sentidos, reformulando al propio ser, aterrorizándolo en el pavor de su padecimiento ante un sinsentido momentáneo o absoluto. Estas paradojas existenciales advienen a nuestras espaldas, se engendran allí donde todo lo voluntario cede terreno a una dimensión opaca que no somos capaces de prever. Son paradojas que, como diría Kierkegaard, sólo se pueden superar dando un salto de fe y no a partir de una discusión teórica de argumentos.

La paradoja que desgarra, la paradoja del hombre que sale a la noche mínimamente alumbrada por el parpadeo de estrellas que ya se desvanecen, y que, así y todo, se sigue preguntando por el valor de una vida sin sentido, es una paradoja existencial. La paradoja que erosiona los pilares del alma justamente yace enraizada en esos pilares mismos: todo asombro –que es una de las modalidades que adopta el acontecimiento- es un asombro de la existencia confrontada ante la nada, y al mismo tiempo un espacio de nada que se acuna en la existencia para darnos, paradójicamente, una imagen anticipada del vacío. Nada y vacío radicales en el cual nos vemos refugiados y desheredados del flujo de una cotidianeidad adormecida, de un anestesiado sentido común que se preocupa de cosas mundanas. Así, por ejemplo, el asombro con que se observa la paradoja del magnífico orden del cosmos ante la falta de sentido y valor de mi propia vida ya sin Dios, es decir, sin trascendencia, no hace más que confirmar la fata de “necesidad” de nuestro existir. Y para que ello se muestre con tal intensidad es necesario que nos distanciemos de esa cotidianeidad enajenante del sentido común.


La irresolución de esta última paradoja nos puede llevar, como a muchos lo ha hecho, al suicidio –único problema filosóficamente relevante según Camus-,  mientras que nadie se suicidaría por la irresolución “Paradoja del Barbero” de Russell. En conclusión, el pathos de una y otra paradoja, la afección desde la cual se encuentran motivadas, es contrariamente divergente precisamente por sus distintas maneras de remecernos, de implicarnos, de hacernos partícipes de ellas. Las paradojas de la lógica nos demandan tan sólo la tonalidad anímica propia de una diversión lejana, de un juego, mientras que las paradojas existenciales exigen la encarnación vital de la problemática, la identificación de quien piensa y lo pensado.

lunes, 18 de julio de 2016

Sobre la Historia en tiempos actuales.

El mundo actual se encuentra fuertemente remecido por los efectos que se han venido desprendiendo del fenómeno de la globalización. Esta globalización no sólo trae consigo, como todos lo sabemos, la transformación de las relaciones económicas a nivel mundial, sino también la trasformación de los antiguos medios de comunicación y, con ello, de la concepción del tiempo y del espacio tanto en un estrato empírico como imaginario al interior de la vida social.

Es por lo mismo que la visión del hombre sobre su propio hogar en cuanto especie, es decir, sobre su pasado histórico tomado como memoria de largo aliento, también ha cobrado un giro. Y este giro dentro de la concepción histórica del hombre globalizado se ha caracterizado preliminarmente por agudizar una postura crítica ante la envolvente homogeneización producida por los procesos económicos y de comunicación. Si bien dichos procesos de homogeneización derivados de una economía globalizada y de la mayor conexión de los medios comunicacionales han implicado un cierto grado de aculturación, esto es, la pérdida de la identidad específica de cada cultura participante de la aldea global, también se han presentado mecanismos de resistencia como reacción a dicha presión que amenaza con homogenizar a las culturas circunscritas en el proceso de modernidad. Así, una serie de nuevas perspectivas de comprender el pasado histórico han salido a la luz, las cuales en su mayoría presentan una posición crítica ante la noción de Historia Universal y de los supuestos que ella contiene.

Interrogantes como las siguientes son las que han proliferado con mayor recurrencia: ¿Acaso podemos seguir confiando en la idea de progreso después de contemplar y sufrir las barbaries acaecidas durante el siglo XX? ¿Habrá una verdadera evolución histórica tendiente hacia la libertad y apoyada bajo la noción de racionalidad que nos oriente como especie para proseguir el camino? Y de ser así, de haber dicha evolución progresiva, ¿cómo constatarla? ¿De modo apriorístico como lo hacen algunos filósofos y religiones o a posteriori como lo podría realizar la historiografía tradicional? Y de no ser así, de ser la idea de progreso una mera entelequia, el flatus vocis de un metarrelato ya ajado, entonces ¿qué podemos hacer para no ahogarnos en este mar de sinsentido hacia el cual todos somos arrojados en tanto humanidad? Pero, es más, ¿habrá una sola humanidad con su correlato histórico de tonalidad monolítico: habrá una sola Historia Universal, habrá un solo modelo de hombre capaz de portar consigo la misma racionalidad en todo tiempo y espacio?

Dada la envergadura y actualidad de las preguntas antes planteadas creo que se torna indispensable intentar evaluar su peso y densidad, es decir, su la vibración abierta de su incertidumbre. En efecto, el fenómeno consistente en que la gran mayoría de los paradigmas históriográficos a través del siglo XX hayan tendido a estudiar la Historia bajo la dictadura de la empiria, esto es, bajo la primacía de los sucesos fácticos abalados tras la noción de “hecho histórico”, ha eclipsado la posible visión de una historia total y monolítica, con sus sentido y finalidad trascendentes a la concateación de meros hechos. Concretamente, la humanidad (que siempre fue la humanidad occidental y eurocéntrica) ha quedado desamparada a la inercia de su propio devenir y fragmentada en su composición. Aquel soporte que durante decenas de siglos otorgó la religión con su Plan Divino oculto a los ojos de los hombres, aquel optimismo especulativo que desde la modernidad temprana filósofos como Kant y Hegel representaron como una fuerza subyacente de características totalizantes y susceptible de donarle sentido a la humanidad por medio de un objetivo histórico, en fin, aquella naturaleza ascendente que gracias a la idea de progreso se concibió como una fuerza racional de la humanidad tendiente hacia una civilización universal alejada de todo primitivismo instintivo, todo eso se ve profundamente cuestionado hoy en día. Y podemos decir que tal cuestionamiento se encuentra justificado si asumimos que nos hallamos cruzados de raíz por un contexto epocal que se caracteriza tanto por la gradual retirada de las religiones de la esfera pública como por la agonía de la metafísica en los diversos círculos filosóficos.

Por lo mismo, respirar la vibración de las preguntas por la posibilidad del fin del sentido de la historia como un proyecto dirigido y dado de antemano se halla poderosamente emparentado con la muerte de Dios diagnosticada por Nietzsche, con la caída de la verdad en sentido universal y con la emergencia de los relativismos culturales y de los escepticismos epistémicos que, a lo que más aspiran en términos comunitarios, es a construir un consenso pasajero, regulador e inmerso en el flujo móvil de la historicidad misma en clave heterogénea. Este fenómeno trae consigo, en última instancia, un desplazamiento de la historicidad, el cual se basa en hacer del plano reflexivo de la disciplina historiográfica una extensión del dominio ético por sobre el epistémico. Pareciera ser, así, que el aprendizaje más elevado que nos puede brindar el saber histórico de raigambre empirista ya no será el ayudarnos a develar el sentido de la humanidad e, inductivamente, su calidad de idea rectora y verdadera, sino las enseñanzas basadas en la experiencia mundana, entitativa, óntica, de los propios aciertos y errores terrenales desplegados en diversas culturas temporalmente situadas e inconmensurables entre sí.