miércoles, 25 de marzo de 2015

Sobre el desierto.

El desierto se abre infinito, impenetrable, originario. Por sus grietas eternas que el sol azota diariamente, por la aspereza de sus piedras en que se esconden las horas, por sus laberintos carcomidos que resistirán para siempre cualquier intento de fuga (¿de quién?), se desliza, como si no fuese de este mundo, un silencio pavoroso. Sí. Se trata de un silencio enloquecedor de hombres, de un silencio que marchita a todas las mujeres, de un silencio capaz de angustiar a los niños. La soledad del desierto nos impone un encuentro forzado con todo aquello que odiamos pero que a su vez siempre seguiremos siendo: nos hace asumir nuestra condición de precariedad enrostrándonos la nada. Así, todo hombre, mujer o niño que se interna en el desierto y logra retornar a la civilización, en verdad nunca puede salir de él: vuelve siempre demente como un filósofo, destruido como una santa, poseso como una bestia. Y eso se debe a que en el desierto se consuma en un solo acto la contemplación y la encarnación de la verdad: el sinsentido de la existencia consistente en el devenir sin finalidad, en la vanidad inalcanzable de todo presunto Paraíso.

Después de beber de las pupilas de aquel rostro abandonado que es el desierto, después de bajar por las grietas abismales en que la vida se hunde, ya todo lo que hagamos da igual. Ésa es la verdad que nunca deberíamos saber, la verdad que no estamos preparados para soportar, la verdad que, en fin, sólo un Superhombre de voluntad corporal, es decir, sin aspiraciones metafísicas, podría reír y bailar.

lunes, 23 de marzo de 2015

Sobre el solipsismo. Vergüenza y orgullo como vías de escape.

En un mundo dominado por la vulgaridad del sentido común parece bastante normal el que entablemos constantemente relaciones intersubjetivas sin reparar en el plano de complejidades que se esconden tras ellas. En efecto, cuando nos dirigimos hacia otra persona, ya sea a través de una conversación sustentada en  la significación del lenguaje o bien en un gesto de cariño expresado por medio de un abrazo, creemos que somos comprendidos por dicha persona que recepciona nuestro mensaje, que en la danza armoniosa del debate, que en la tierna fricción de las pieles, todo el acto comunicativo se consuma. Sin embargo, resulta tan problemático como imposible saber de modo absoluto (eso que en filosofía moderna se llama de forma “apodíctica”) si esa otra persona posee en su interioridad un “yo-para-sí” tal cual como el “yo-para-mí” que ciertamente me constituye. Es decir, nada sabemos de la interioridad de ése prójimo: en el ardor de la conversación, en el sutil encuentro de un abrazo, bien puede ser que me esté relacionando con meros objetos, con autómatas capaces de dominar a la perfección la lógica del discurso, autómatas capaces de levantar una emotividad falsaria en la calidez del abrazo, y también capaces de hacer de ambos eventos una farsa con tal de engañarnos, con tal de hacernos creer que no estamos solos, que no yacemos encerrados en nuestra conciencia.

Ante la envergadura de aquel problema solipsista, el cual descansa claramente en la rigurosa dicotomía moderna de sujeto – objeto, Sartre propone dos vías de escape que residen en la experiencia emocional a la hora de ser observado por un otro: la vergüenza y el orgullo. Estas vías de salida al solipsismo si bien no lo superan desde el plano racional, sí lo hacen desde el vivencial: son el testimonio que viene a dar cuenta de que la mirada del prójimo se compone de un trasfondo, de una subjetividad, de una interioridad, que me envuelve y arrebata.

Así, en la experiencia de la vergüenza es justamente el prójimo que me observa quien creo que tiñe su mirada de un desdén hacia mi persona, puesto que dicha mirada se encuentra totalizando un simple plano de mí que no deseo que se identifique plenamente conmigo mismo. La vergüenza es un sentimiento de inferioridad ante la mirada del otro, pero cuyo deseo del avergonzado se compone de una aspiración a la igualdad: sólo se avergüenza quien le concede al prójimo un lugar de superioridad transitorio producto de un error, de una caída, de algo que infelizmente es parte mío pero que no debería serlo, o por lo menos que siendo parte mío no es sinónimo exacto de mí, que no me agota ni reduce a su significación.

En contraste, en la experiencia del orgullo yo mismo he reducido mi ser a aquello que el prójimo deseo que contemple. Y es eso que él deseo que contemple, un elemento con el cual me identifico, lo que, con añoranza, debe permanecer en su interioridad. El orgullo es un sentimiento de superioridad ante el otro, pero el cual se funda en la igualdad puesto que sólo puedo sentir orgullo ante aquellas personas que poseen el “valor” de comprender el sentido de lo que me enorgullece, o sea, sólo siento orgullo en tanto yo mismo considero valiosas a dichas personas en las cuales habitará mi orgullo. Por ende, en este último aspecto, también tiende a ser transitorio, al igual que la vergüenza.


En resolución, ambos sentimientos extremos, el de la vergüenza y el del orgullo, presuponen de alguna manera la interioridad del prójimo ante el cual me avergüenzo o ante el cual me enorgullezco y, por ello, se vuelven una forma de escape del solipsismo, ya que tal prójimo no sólo se torna mero receptor de aquellos afectos –la vergüenza y el orgullo-, sino que se alza como la razón de ser misma, la raíz profunda desde donde emanan tales padecimientos. En otras palabras, la inmediatez del orgullo y de la vergüenza, la posesión de la cual soy presa por tales afecciones anímicas capaces de consumir momentáneamente mi “yo”, sólo son posibles en cuanto derivan de la eventual interioridad de un semejante que es concebido por mí en calidad de prójimo, es decir, como constitutivamente igual a mí. Por ende, no sólo desde el lugar de la cotidianeidad del sentido común el solipsismo se presenta como un absurdo, sino que también lo hace desde el plano de nuestros padecimientos afectivos, padecimientos afectivos que cuentan por condición necesaria el conceder, incluso antes de que nos pregunten, el espacio a la intersubjetividad.

jueves, 19 de marzo de 2015

Sobre Heidegger y su retoma de la pregunta por el sentido del ser.

La problemática con la cual Heidegger nos introduce a su obra "Ser y Tiempo" parece encauzada por una radicalidad tan extrema que nos reclama realizar un ejercicio que vaya más allá de lo exclusivamente intelectual. En efecto, cuando Heidegger señala que retomará la pregunta que desde los griegos yace olvidada, esto es, la pregunta por el sentido del ser, no sólo alude a su reiteración en clave reproductiva sino, más que eso, a su necesidad y vigencia. Necesidad, por un lado, dada a partir de la relevancia con que se constituye la ontología misma en su calidad disciplinar: el cuestionamiento destinado a desentrañar las estructuras que configuran lo real. Vigencia, por otro lado, dada paradójicamente por el carácter de opacidad que ha recubierto el resplandor y la vibración de esta pregunta originaria, la pregunta por el ser, a través de prejuicios acuñados en la tradición filosófica.

Así, lo que Heidegger intentará manifestar a la hora de plasmar esta necesidad y vigencia de la pregunta por el sentido del ser consistirá, antes que todo, en ponernos en la tonalidad anímica, en la disposición afectiva, propia de la radicalidad que la pregunta demanda. Por ello no es casual que el Prefacio de "Ser y Tiempo" esté dedicado a Platón y su estado de aporía tras no poder dilucidar lo que se comprende por el ser: “Porque manifiestamente vosotros estáis familiarizados desde hace mucho tiempo con lo que propiamente queréis decir cuando usáis la expresión ente; en cambio, nosotros creíamos otrora comprenderlo, pero ahora nos encontramos en aporía.” Y esta falta de casualidad se debe principalmente a que Heidegger, en dicha frase seleccionada del Diálogo platónico "El Sofista", realiza un juego no sólo enunciativo, sino también performativo: por una parte anticipa, en un sentido literal, la pregunta que tendrá que ser retomada por él mismo (sentido enunciativo) y, por otro lado, instala nuevamente la aporía en tanto sentimiento correlativo de perplejidad o asombro ante la, hasta allí, incapacidad de respuesta certera de tal pregunta (sentido preformativo). En otras palabras, lo que ejecuta Heidegger en su Prefacio es un cierto vínculo con el mundo griego como origen de la problemática que abre y fundamenta la ontología (la pregunta por el ser), pero también realiza un intento de volver a hacer vibrar a la aporía misma y a su correlato anímico, o sea, a la perplejidad o el asombro. Esto se debe a que una tarea tan radical como la emprendida por Heidegger rebasa con creces la mera discursividad de un "decir algo sobre algo", de describir una situación o estado de cosas en el mundo con la lejanía de quien meramente teoriza sobre ello. Puesto en lenguaje heideggeriano: no se trata sólo de un hablar más de un fenómeno común en clave intramundana, sino de encarnar con la seriedad merecida la pregunta más originaria y abarcadora de todas, la pregunta fundamental de la ontología, es decir, de ponerse uno mismo en juego, arrebatado por la perplejidad, ante la pregunta por el sentido del ser. Pregunta de respuesta huidiza, problemática, aporética, pero sin la cual el Dasein sólo estaría condenado a una vida de inautenticidad y de mera banalidad. Por lo mismo, la pregunta por el ser no está nunca dada de antemano, sino que se debe conquistar: para que el Dasein vibre asombrado por ella debe imponerse, por sobre la comodidad de la cotidianeidad, el sentido de inseguridad y horror radical en la pregunta total que conjuga el existencialismo con la ontología: ¿por qué el ser y no la nada? Sólo así, barajando la falta de necesidad de la propia existencia, la fragilidad del sinsentido, podemos acceder al estado de perplejidad aporético que reclama la pregunta por el ser en tanto encarnación de ella.

domingo, 15 de marzo de 2015

Sobre los dos tipos de asombro.

Según la lectura que el filósofo alemán Klaus Held hace de Heidegger, el asombro pre-filosófico se puede expresar en, a lo menos, tres situaciones: el “maravillarse” frente a algo nuevo; la “admiración” ante una persona excepcional; y la “fascinación” frente a lo sublime. Lo común entre sí de estos distintos modos de asombro pre-filosófico es justamente que se dirigen a eventos singulares o intramundanos, o sea, a eventos que se deslizan por la superficie del mundo. Así, nos podemos maravillar ante un avance tecnológico que marque una nueva utilidad dentro de nuestras posibilidades de uso; nos puede suscitar admiración la rectitud moral de una persona y la consecuencia con sus ideales; y nos podría fascinar la belleza de una experiencia estética como la consistente en reencontrarse con el encanto de la naturaleza. Sin embargo, todos estos tipos de asombro son pre-filosóficos porque se enmarcan dentro de las mismas coordenadas del mundo. El sentido global de nuestra existencia no se ve afectado de raíz, sino que mantiene su configuración siendo los elementos asombradores meros fenómenos que roban el foco de nuestra atención dentro de un trasfondo estable que es el mundo.


En contraste, el asombro filosófico es capaz de trastocar el horizonte universal del mundo, es decir, subvierte el tejido profundo que configura todos los sentidos del existir. De este modo, si el asombro pre-filosófico deja intacta la cotidianeidad y habitualidad del sentido justamente por darse a partir de entes intramundanos particulares, el asombro filosófico, en cambio, provoca una crisis que trastoca la arquitectura del mundo y, con ello, se instala como una experiencia que rompe con la cotidianeidad hasta darle una nueva significación. En otras palabras, el asombro filosófico se da en clave de acontecimiento: no sólo se presenta como una nueva posibilidad dentro de todas las posibles, sino que hace que emerja el mundo con un nuevo rostro a nivel existencial, propiciando, así, un sentido totalmente novedoso e inesperado. Y tal mundo donde se despliega dicho sentido novedoso e inesperado no es más que el manantial desde donde emanan todos los posibles, esto es, el origen tanto de nuestra experiencia como de nuestra existencia. Por lo mismo, no hay manera en que podamos planificar ni anticipar ese asombro filosófico. No hay técnicas ni estrategias para hacerse permeable a él. El asombro filosófico, en tanto acontecimiento y presencia de un sobresentido, nos abre a la posibilidad de ser tocados y tomados, de limpiar la mirada, de volver a sentir la existencia en toda su grandeza (por el evento que nos trasciende) y angustia (por nuestra propia miseria en relación a lo que nos trasciende). De esta manera, el asombro filosófico se presenta como el arrebato de una posesión que nos hace vivir bajo el prisma anímico del "ser" en tensión con la "nada": nos hace habitar en la belleza de contemplar el sobresentido que adviene al mismo tiempo que angustiarnos de la seguridad cotidiana que perdemos. En definitiva, el filósofo encarna el asombro filosófico como un místico: con el fuego universal que junto con extasiarlo lo reduce a cenizas, que junto con mostrarle la emergencia de esa grandiosa profundidad de la existencia a la vez diluye toda certeza y seguridad cotidiana.