jueves, 4 de septiembre de 2014

Sobre Descartes y la subordinación de las pasiones a la razón.

Se torna una tarea casi imposible hablar del nivel afectivo de las pasiones en Descartes sin recurrir como marco contextual a la época en que desarrolló su pensamiento. En efecto, la modernidad filosófica se abre con Descartes principalmente gracias a su intento de desvincularse del dogmatismo religioso, por un lado, y del escepticismo epistémico, por otro. Así, lo que busca empedernidamente Descartes es fundar el conocimiento en pilares tan sólidos como indubitables, es decir, que toda validez del conocimiento debe estar erigida sobre los cimientos de la razón como terreno seguro desde el cual legitimarlo.

Descartes sostiene, tanto en sus "Meditaciones metafísicas" como en "El discurso del método", que el procedimiento ideal que debería llevar a cabo la razón consistiría principalmente en examinar los fenómenos a través de la representación de ideas claras y distintas. Por ende, es la razón misma la que aseguraría por medio de dicho método, y teniendo como referencia el modelo de las matemáticas, la validez del conocimiento del mundo exterior.

No obstante, para llegar a aquella seguridad del conocimiento es necesario encontrar, como habíamos dicho, un soporte, un cimiento tan sólido como irrefutable. Ese cimiento, obviamente, no corresponde en Descartes a una cualidad propia de los fenómenos (lo cual estaría más emparentado con el empirismo), sino a un estrato que se presenta a nivel interior: la conciencia. En efecto, la conciencia entendida bajo la frase “cogito ergo sum”, o sea “pienso, luego existo”, remite a una dimensión de transparencia, apodicticidad e inmediatez en la relación del sujeto consigo mismo. Ya no serán los fenómenos los que posean un estatuto ontológico en sí. Al contrario, será la conciencia la que permita la existencia del mundo objetivo. No hay mundo si es que no hay una conciencia en la cual el mundo haga su aparición. Esta lectura un tanto exagerada y parcial de Descartes lleva al exceso del solipsismo, esto es, a evaluar como único campo de conocimiento seguro a la misma certeza inmanente, ya sea de las ideas o de las percepciones, que se dan a la conciencia. En dicho solipsismo, por lo tanto, la existencia de las representaciones propias del mundo serían rasgos inmanentes a la conciencia misma: no podrían existir objetos con independencia del sujeto que les concedería su existencia.

En contrapunto a esta tesis Descartes orienta su mirada en el conocimiento del mundo exterior. De este modo, busca romper con el solipsismo al incluir la figura garante de Dios como aquello que, en contraposición al escepticismo del genio maligno el cual representa la hipérbole de la duda metódica, permite que exista un correlato real entre nuestras representaciones subjetivas y la validez de los objetos que aparecen a nuestras conciencias: Dios, dada su naturaleza benévola, impide que el corpus de las cogitaciones sea vana ilusión apariencial; Dios nos otorgaría seguridad trascendente allí donde la razón solo puede enunciar certezas inmanentes. Así, estas dos dimensiones estarían articuladas corporalmente gracias a un órgano: la glándula pineal. En efecto, esta glándula operaría de un modo tal que sería capaz de unir de modo armónico la dimensión propia de la “res cogitans”, la mente, y la “res extensa” la materialidad de los cuerpos físicos. Unidas ambas dimensiones se entiende que llamemos a esta época del pensamiento, en la cual se instala incipientemente la modernidad, como propia de un paradigma mecánico-fenoménico.

Ahora bien, el rol que cumplen las pasiones en Descartes es el de ser afecciones perceptivas que impactando primeramente los sentidos del cuerpo -al incitar a los espíritus sanguíneos- cuentan con la facultad de poder internarse en el alma. Descartes distingue entre pasiones y acciones: las primeras son afecciones dominadas por un mecanicismo; las segundas dependen de la voluntad del hombre. Así, la idea de Descartes a través del "Tratado de las pasiones del alma" es replicar el método científico-racional: comienza desde lo más simple, la mecánica fisiológica, en ascendencia a las ideas más complejas para, de esta manera, concluir en un tratado de moral. Tratado de moral que justamente es en parte deudor de la ética aristotélica, ya que integra la noción de “justo medio” propia de la prudencia como elemento regidor. Por lo mismo, Descartes designará a las pasiones, además de involuntarias, como peligrosas si uno se deja avasallar por ellas: las pasiones excesivas nublan la razón, nos entregan a una fuerza que nos domina y hace que extraviemos nuestra propia identidad. Lo que se debe hacer, según Descartes, es someter a las pasiones a términos racionales, o sea reparar tanto en la dimensión de utilidad que podamos extraer de ellas como en los beneficios de índole emocional.


Sin embargo, hasta ahora sólo nos hemos referido al sometimiento de las pasiones a la razón desde el plano moral. ¿Qué nos dice Descartes de las pasiones a nivel filosófico? Pues bien, en este plano Descartes, quien es un fiel seguidor de la razón en su versión más rígida y fría, tiene en mente un desvincularse de toda pasión que no se ponga al servicio del conocimiento. Es decir, para Descartes el conocimiento a través de ideas claras y distintas es lo medular y la finalidad de la filosofía. Por ello, podemos señalar que el Descartes epistémico no tiene más que como compañera secundaria el tema del pathos filosófico. No hay un sentimiento, a excepción de la prudencia entendida como calma y falta de pasión, que sea característico tanto de las consecuencias del pensar filosófico, como motivador de éste mismo. El pathos filosófico, el animus, el cuerpo mismo queda subordinado y hasta negado en la empresa de búsqueda de la verdad filosófica.

miércoles, 6 de agosto de 2014

Sobre la relación entre arte y verdad en Nietzsche.

No es casualidad que Nietzsche considerara impúdica la aspiración moderna, de fuertes valores metafísicos, consistente en el acceso por parte del hombre al conocimiento total del sentido de la existencia. Esta inaccesibilidad al todo, esta reticencia a inspeccionar en la última huella del abismo, es el único modo de hacer frente a la tragedia del sinsentido. En efecto, si el conocimiento trágico nos enseña, a través de la oscura sabiduría del Sileno habitante de la ruralidad griega, que lo mejor para el hombre es no haber nacido y que una vez nacido lo mejor es morir cuanto antes, entonces la única forma de encarar la agudeza de dicho sinsentido es a través del arte. Sólo el arte permite encarar la verdad sufriente de la existencia sin recurrir a ilusiones religiosas ni metafísicas. 

Por lo mismo, el arte no intenta reducir conceptualmente esa verdad de la existencia, no hay en él un afán metafísico de por sí, como tampoco hay verdad más allá de la interpretación pues, como dice Foucault, gracias a Nietzsche se plantea la primacía de la interpretación y la pérdida de lo interpretado. Lo que el arte hace es prepararnos para soportar el dolor desde el dolor mismo: entrar a la lucha que nos obliga a afirmarnos a nosotros mismos en cuanto hombres atados al flujo del devenir. Las fuerzas activas y reactivas constituyentes de la voluntad de poder se plasman en el arte como éxtasis y sufrimiento, como capacidad del artista de estamparse en su obra y al mismo tiempo como un hombre que examina lo espantoso del mundo abismal. Soportar lo insoportable desde la agudeza del sufrimiento, embelleciéndolo sin negarlo sino afirmándolo una y mil veces, es esa la labor del auténtico artista. Esta afirmación artística se basa en un crear sin aferrarse a lo creado, en un destruir sin odiar lo destruido, en un amar las ruinas como huellas de un horizonte ya ido y en constante devenir. Y ese sufrimiento, ese mirar a los ojos a la huidiza tragedia de nuestro sinsentido, es parte de la verdad de nuestro ser, de nuestra finitud que empieza recién a reconocerse como tal. Sólo un arte sincero, un arte honesto, un arte que dice “sí” a las oscilaciones de la vida, que es capaz de amar tanto la jovialidad de la superficie como el dolor de la profundidad, sólo un arte viajero puede hacerle frente a la verdad. Es aquí donde el filósofo transmuta en artista. Y es aquí donde se respira el primer soplo de aire renovado, la brisa ligera que anuncia el advenimiento del superhombre.

jueves, 24 de julio de 2014

Sobre Nietzsche y sus "Escritos de Turín".

Los "Escritos de Turín" (1888) concentran las últimas palabras que Nietzsche emitiera antes de caer en el abismo de la locura. En ellos se expresan alusiones fragmentadas a las problemáticas que marcaron la etapa postrera de su pensamiento filosófico. En efecto, allí sigue latiendo el diagnóstico sobre la decadencia de la cultura occidental, decadencia que posee como síntomas más notables, como fenómenos palpables de una enfermedad invisible pero existente, al Cristianismo, a la cultura y educación alemana, al gusto por Wagner y a la corrupción estilística de un arte escrito para masas que impera en Europa. Todos estos temas, sin lugar a dudas, están tratados por Nietzsche en sus obras precedentes. No obstante, la fuerza, la intensidad, la euforia formal con que ellos son abordados en estos "Escritos de Turín" refieren a una visión particular. Tanto el rigor estilístico de su otrora gran prosa poética como la aguda profundidad de sus antiguas ideas yacen debilitados en estos textos. La tartamudez de la pasión predomina por sobre el contenido y belleza de su pluma. Así, los últimos fragmentos de Nietzsche son testimonios de un hombre que se halla al borde del abismo, de un hombre que se escribe a sí mismo con tal de aclarar las cuentas pendientes que mantiene con aquellos temas ya mencionados, pero que en dicho acto de intentar ordenar el mundo, su propio mundo interior se ve trastocado de raíz. 

La mayoría pensará que la consecuencia lógica de la relación de Nietzsche con su obra consistía en devenir locura, en la aniquilación del continente orgánico (la mente, el cuerpo, el cerebro) ya incapaz de abrazar la falta de sistematicidad y belleza expansiva de su escritura, ya incapaz de contener las ideas sacrílegas que anunciaban el advenimiento de un (súper) hombre nuevo, ya incapaz de aclarar en plenitud las cuentas pendientes con su ídolo caído, con Wagner. Y que estos "Escritos de Turín" serían la versión ya deteriorada, los agónicos estertores donde se evidenciaría la caída de Nietzsche. En fin, ellos, la mayoría, pensarán que fue demasiado martirio para un solo hombre. Que Nietzsche sufrió más de lo que pudo soportar. Yo tiendo a pensar lo contrario. Nietzsche, herido en ese cuerpo tan rebosante de espíritu, se burló de todos nosotros. De nosotros que nos encontramos sobre el abismo, salvaguardados ante la caída, y que somos incapaces de acceder a su fondo, a la verdad trágica del existir que yace en los más recóndito de tal abismo. Nietzsche, ya sin requerir el cuerpo, se burla, ríe y baila. Tan sólo nos es posible percibir los ecos grises, las sombras mudas que suben desde aquella hermética dimensión –la locura- con dirección hacia la superficie en la cual nos encontramos todos los presuntamente saludables, los centrados, los hijos de la razón. Tal vez ese Nietzsche ya no necesita ni el cuerpo para danzar: ensimismado en su ensoñación se menea al compás macabro de Dionisos. Quizás Nietzsche habite, por fin, más allá del bien y del mal, más allá de la dicotomía razón – sinrazón. Esos diez años de locura antes de su muerte e inmediatamente posteriores a los "Escritos de Turín" bien podrían ser la consecuencia lógica de su obra, pero visto desde otro prisma. Consecuencia lógica entendida como la consumación máxima de un pensar-sentir que se proyecta hacia lo absorto del soñar; consumación donde, después de que la filosofía se transformó en cuerpo, el cuerpo metamorfoseó en un signo de interrogación del que, tal cual como de Dios, nosotros no podemos hablar.

sábado, 28 de junio de 2014

Sobre el fútbol de selecciones (o el erotismo de la forma).

Desde una perspectiva sistémica podemos decir que en un mundo como el que habitamos actualmente, es decir el mundo propio de una (pos) modernidad caracterizada por los fenómenos que operan a través de la globalización, se torna medianamente fácil evaluar la importancia del fútbol. En efecto, si la globalización implica un potente acto de homogeneización mundial en lo que a sistemas económicos y prácticas culturales se refiere, entonces el fútbol como deporte organizado federativamente representa aquel espacio donde aún logra sobrevivir los últimos resabios de la pasión nacionalista a escala masiva. Tras la crisis del Estado-Nación, y la consecuente caída de ese discurso identitario (¿patria?) capaz de otorgarle sentido de pertenencia, cohesión cultural y valor a una idea articuladora de los habitantes de una determinada geografía, el fútbol emerge como un dispositivo de control que no sólo posibilita la organización y sublimación de las pulsiones sociales, sino también como un deporte susceptible de movilizar masas y cumplir, por lo menos en términos prácticos, ese rol que antes era consagrado a la patria: el de crear similitudes al interior de la nación y distinción al exterior de dicha misma nación, o sea la distinción en relación a otras naciones. 

Sin embargo, a pesar de que ambos modelos patrióticos tienden a asemejarse a nivel práctico, guardan potentes diferencias en lo que al contenido se refiere. Así, el discurso identitario de una nación siempre contó con el soporte de un relato fundacional que buscaba integrar de modo medianamente coherente (aunque no espontáneo) las partes dentro del todo, los quehaceres con los saberes, la práctica con la teoría, en el contexto de una cultura oficial (las creaciones artísticas, por ejemplo, iban de la mano con el embellecimiento de hitos históricos y tradiciones, o también con la exaltación de lugares geográficos, todo esto para enfatizar el concepto de unidad cultural de carácter monolítico). Estos diversos fenómenos idealmente debían estar atravesados por un denominador común, por un concepto que fuese capaz de aglutinar e hilvanar los distintos fenómenos culturales entre sí. En otras palabras, la construcción de identidad nacional, en su versión más alta, no era más que una idea puesta al servicio de la materia, es decir, una idea que contara con la flexibilidad de adecuarse a las distintas prácticas culturales y ver reflejada su esencia en el significado de dichas prácticas. De esta manera, no es casual, por ejemplo, que el concepto identitario oficial de lo que significaba ser chileno descansara durante tanto tiempo en la “valentía” (supuestamente heredada de nuestros guerreros pero flojos ancestros mapuches y su conjunción con los gallardos pero delincuentes ancestros españoles de ascendencia visigótica) puesta en relación con un paisaje indómito y, a su vez, que el intento de arte chileno del Siglo XIX junto a la literatura canónica quizás hasta el “Canto General” de Neruda, hayan privilegiado esta idea articuladora.

El fútbol a nivel de selecciones, en contraste, no introduce un discurso a modo de relato fundacional: es el fútbol quien se cuelga de aquel relato como un parásito más. No obstante el fútbol cuenta con la fuerza de hacer estallar incluso aquello de dónde nació, realizando un gesto en que nos obliga a olvidar su origen, emancipándose como un hijo sin padre y portador de su propia gloria. En efecto, el fútbol a nivel de selecciones ejerce aquel rol práctico que ya mencionamos (funcionalidad de cohesión social y último vestigio identitario movilizador de masas), pero la verdadera gracia del fútbol consiste en que logra realizar todo esto sin recurrir a ningún mensaje explícito, sin recurrir a discursos ni a relatos manifiestos que él haya puesto erigido: el fútbol es un juego que ha llegado a ser mucho más que eso, una pasión de multitudes que ha trascendido la mera diversión, un opio del pueblo que visto a gran escala cumple la función de hacernos sentir dichosos partícipes de no sabemos qué. Así, el fútbol de selecciones se caracteriza por ser una exaltación de la forma e invisibilización del contenido, por ser un constante signo sin significado, por ser una cáscara vaciada de cualquier savia espiritual, por ser, en fin, un juego fugaz que llegó para quedarse y cuya potencia no se da, como en el caso del arte, a través del sentido simbólico-interpretativo que acontece en él, sino gracias a la reiteración de las imágenes espectaculares, de los espejismos de gloria, del inaprensible vapor del triunfo, por los cuales yace constituido. Sin embargo, no se debe ser ingenuo, puesto que el fútbol de selección es el relevo olvidadizo, el heredero amnésico, de aquello que nos ha llevado a las peores guerras desde hace más de un siglo: el tema de creer que sólo nos reducimos a ser la proyección de la tierra a la cual estamos atados. Finalmente, el fútbol siempre es más que fútbol. En este caso, desde el prisma sistémico-social, me parece que el fútbol es puro erotismo: persuade sin discurso, convence sin retórica, moviliza sin motivos. En una palabra: seduce.

jueves, 19 de junio de 2014

Sobre el fútbol (el inicio).

Crecimos creyendo que el fútbol latía entre los poros acaramelados de todos los hombres de este esférico planeta. Entonces nos dedicamos a gozar. Danzábamos al son de viriles remates y astutas gambetas, de goles que desgarraban la garganta y atajadas asfixiantes de aquel orgasmo sin pecado. Pero no. Nunca es tan fácil. El cuerpo siempre es más que cuerpo: el fútbol trasciende su dimensión meramente deportiva para tornarse desde poesía hasta política, desde sentimiento privado en el cual se plasman las vivencias de la infancia, hasta instrumento público de dominio y alienación social. 

Hoy, que es el día que Chile venció a España en el Maracaná, comenzaré por realizar un breve recorrido en torno a lo majestuoso del fútbol. En este caso, me hundiré en la primera vertiente que he mencionado, es decir, la poética. Los próximos días, conforme avance el Mundial, intentaré introducirme en distintos temas, más bien relacionados con el Mundial mismo, pero manteniendo mi prisma escritural característico.

EL INICIO

Recuerdo la primera vez que papá, sin mucha convicción, me llevó al Nacional. Después de una discusión de casi media hora en casa, mi madre terminó de convencerlo para que me mostrase el que sería el futuro motivo esencial de toda mi infancia y juventud. Llegamos al entretiempo del partido de la U contra Palestino. Glorioso invierno del año 94. Perdíamos por 0 a 1 y finalizamos dando vuelta el marcador ganando el encuentro 2 a 1; llevábamos 25 años sin títulos y concluimos el Campeonato derrotando al equipo más poderoso económicamente de toda la década del 90’, la Católica de Gorosito y Acosta dirigida por Pellegrini. Tal vez ese partido y ese Campeonato funcionaron a modo de arquetipo en mi persona. Por eso tiendo a pensar que todo lo que vino después en mi vida se funda en dicha experiencia de fanatizarme con la U. Todo lo que vino después, digo, no es más que una siempre nueva puesta en escena de aquel mismo libreto originario, una actualización constante de aquella huella dormida, la cual yace significada por ser de la U, por ser un sufriente, incluso un fracasado, pero que ese sufrimiento y fracaso sea posible llevarlo a cabo de modo auténtico e inconfundiblemente propio, es decir, con estilo. En efecto, para ser de la U hay que aprender a tener estilo y saber sacar a relucir el espíritu. Gracias a que soy de la U me he vuelto quien soy. Sólo es genuinamente de la U, o sea verdadero romántico viajero, quien posee una sensibilidad y fuerza especial: quien se torna susceptible a ser remecido por el dolor pero nunca sepultado por éste, quien tiene la carne firme para soportar fracasos y a su vez posee la profundidad de espíritu para embellecer estilísticamente sus frustraciones, de colorearlas de mil modos distintos y enigmáticos, de sublimar estéticamente el sufrimiento de una realidad, realidad estúpida y carente de sentido, que no valdría nada sin la ficción que la trastoca. Eso es lo que caracteriza al romántico: el viaje oscilante entre la gloria y el dolor, y que en ambos casos conserve aquel estilo distintivo capaz de darle sentido y profundidad tanto a uno como a otro accidente, a dicha gloria y a dicho dolor. Para decirlo en una palabra: ser de la U es sinónimo de devenir artista.

Vuelvo a ese domingo cubierto por un cielo gris e indiferente. Subo las ruinosas escaleras de la antigua puerta once (puerta que eligió mi papá por el número del gran Leonel) y de pronto, como un golpe bien dirigido, el intenso sudor del pasto húmedo, la verde vibración de su esperanza, se impregnan entre los pliegues de mi existencia para no irse más de allí. Y, extasiado por la fuerza de tal impacto, contemplo el segundo tiempo, mientras un joven Marcelo Salas nos hace, a mi papá y a mí, abrazarnos por primera vez y para siempre. Los de Abajo, mítica y, en dicho tiempo, aún noble barra de mi equipo, corea saltando sobre descascarados tablones de madera la emergencia de un nuevo Ballet Azul. Ahora que veo hacia atrás, creo que si hay una imagen metafórica capaz de condensar lo que fue mi infancia es ésa: el frío cielo de un Santiago triste y muerto que no logra envolverme ni sepultarme debido al calor que se irradia al interior mis nacientes arterias de sangre azul.

sábado, 14 de junio de 2014

Sobre "Nietzsche contra Wagner".

Se sabe bien que el texto Nietzsche contra Wagner fue el último escrito que el filósofo alemán destinó a ser publicado en vida. Pese a su carácter marcadamente íntimo y personal, con claras alusiones a temas autobiográficos – los que junto con desnudar también problematizan su relación con Wagner a escala psicológica- Nietzsche reviste dicha dimensión personal de una serie de argumentos que van en sintonía con su pensamiento tardío. Este gesto es llamativo debido, particularmente, a que en él se realiza un movimiento en el cual se logran hilvanar temáticas de orden particulares y vivenciales con otras de índole universales y filosóficas. En efecto, ese oscilar constante de Nietzsche entre la superficialidad y lo profundo, entre lo experiencial y lo universal, entre lo que ha vivido él mismo y lo que interesa a todo hombre fuerte, en fin, entre su propia carne y el espíritu de todos los hombres, es un oscilar que recoge dentro suyo tanto miserias como grandezas. En otras palabras, lo que Nietzsche pone en ejecución a través de esta última obra es una especie de "vivencia arquetípica": no sólo yacen aquí experiencias aisladas y justificaciones teóricas de su ruptura con Wagner, sino que se logra atisbar un proceso de peregrinaje, proceso en que nuestro autor debe enfrentar el sufrimiento de la soledad tras haber crucificado, a golpes de martillo, a su ídolo, sobre todo después que el músico se postrara ante el cristianismo en su ópera Parsifal. 

Pero, ¿por qué decimos que se trata de una vivencia arquetípica? Quizás porque tal cual como Nietzsche debe superar la enfermedad que constituye Wagner a través de aquel peregrinaje de soledad interior, es decir, tal cual como Nietzsche se termina tornando un convaleciente y no un arrepentido, también se vuelve un modelo a seguir de todo ser que busca enfrentarse cara a cara con sus dolores sin recurrir a espejismos de tonos metafísicos. Sin embargo va más allá de eso. Nietzsche, que posee al cuerpo como centro de gravedad, recurre, así, a la psicología, en tanto preámbulo del método genealógico, para autoexaminarse y dejar testimonio de esa convalecencia ante la enfermedad representada por su antiguo amor por Wagner. El arquetipo, o sea aquella categoría que remite a esa huella mítica-originaria capaz de reproducirse y actualizarse innumerables veces en la vida de los sujetos, en el caso de Nietzsche yace cifrado en el permanente intento de lograr superar el sufrimiento, de vencer el dolor trágico de la existencia diciéndole “sí” a la vida. Por lo mismo, cuando Nietzsche cree poder convalecer de la “enfermedad Wagner”, cuando cree superar la adicción al “narcótico Wagner”, justamente allí se encontrará ad portas de la locura. El arquetipo, o sea el sufrimiento, se ha metamorfoseado en trauma, en exceso de sí mismo, en locura: Nietzsche tal vez por fin haya tocado fondo. Y allí donde Nietzsche toca fondo, en la desmesura de la locura, en lo que ya no se puede acuñar en conceptos, allí la danza imaginaria, el cuerpo como delirio, han triunfado sobre toda lógica de la modernidad basada en la evidencia racional. Nietzsche accede a una dimensión, la locura, en la cual la modernidad es incapaz de penetrar ¡Oh, Nietzsche, soñador sudoroso!, ¿acaso encontraste allí tu más dulce sueño?

martes, 10 de junio de 2014

Sobre la derrota.

Para Carlos Cantuarias L., 
compañero en tantas derrotas ajedrecísticas.

Si siempre apostamos por el triunfo, si todos queremos vencer antes que ser vencidos, entonces no se me ocurre un acto de mayor inadecuación entre la voluntad del “yo” y la facticidad del mundo que el caso de la derrota. Sin embargo, todo acto de sincera derrota implica una apertura a un estado anímico tan profundo que ni la más gloriosa de las victorias puede asemejársele. La victoria tiende a ser banal y unívoca: se resume en un esperar lo esperado, en un lograr lo deseado, en una posesión de lo querido. En contraste, toda verdadera derrota es capaz de imponer desesperación y, a su vez, de encararnos con el amargo espesor del sufrimiento, con una dolorosa angustia imposible de remediar sin un largo y tormentoso peregrinaje interior. En efecto, la derrota no sólo nos obliga a reinventarnos a la luz del mundo exterior, sino también nos obliga a reconfigurar nuestra relación del “yo” consigo mismo. Cuando somos derrotados a cabalidad, es decir, cuando el peso de la realidad se rebela contra nuestros perpetuos afanes de triunfo hasta trastornar lo más profundo de nuestra alma, es allí donde nos internamos en la dimensión auténtica del ser: emerge la desesperación por no poder llegar a ser el “yo” que deseo ser, por querer ser otro "yo" en desacuerdo al que los hechos confirmaron que soy. Así, bien podríamos decir que toda constatación de genuina derrota abre la senda a un nuevo campo de batalla que ahora girará en torno a la justificación sobre nosotros mismos. Campo de batalla en el que, ya cansados por haber sido derrotados en la externalidad del mundo, habremos de librar una última lucha contra nuestra propia idea de quiénes somos. Pero casi siempre terminamos arrancando de esa última batalla, la auténtica, la batalla destinada a clarificar las opacidades del “yo”, para ir a sumergirnos nuevamente en la guerra que yace allá lejos, en la guerra sin importancia y de la cual sí soportamos salir derrotados.  

domingo, 1 de junio de 2014

Sobre la muerte de Dios

El "Dios ha muerto" emitido por Nietzsche implica una pérdida de todo aquel horizonte de sentido metafísico constituido en la cultura occidental desde el apogeo del platonismo. Así, si el platonismo se esforzó en separar el mundo de lo sensible del de lo inteligible, tildando al primero como el reino del error y la falsedad, de la apariencia y lo equívoco, mientras que el segundo –el de lo inteligible- contaba con la garantía de mantener la inmutabilidad propia del ser, de lo esencial y real en cuanto verdadero gracias a las ideas, el cristianismo fue heredero de aquel sistema teórico de índole idealista. De este modo, la religión cristiana, en su calidad de religión erigida a partir de Pablo, logró repensar el platonismo con la especificidad de que, ahora, estuviera dirigido hacia el pueblo. Por ende, logró cifrar el valor de la existencia en un más allá, en un mundo trascendente, mundo que no vemos ni palpamos pero que, según el cristianismo, es el real en cuanto de él emana la verdad del ser. 

Ahora bien, el derrocamiento de la visión metafísica del mundo, es decir, la muerte de Dios, trae aparejado un proceso en el cual sobreviven las estructuras formales sobre las que reposaba aquel Dios, aquella concepción metafísica del mundo. De esta forma, no se acaba todo con haber matado a Dios, con haber sido nosotros sus asesinos: resta emanciparse de su cadáver, del podrido peso de su hedor, de los valores y creencias propios de su sombra  que en el mundo secularizado siguen operando subyacentemente.

Dicho lo anterior bien cabe preguntarse algo: ¿qué es la ciencia, en tanto sistema de conocimiento, sino la versión secularizada y presuntamente atea de los mismos dispositivos ordenadores de la existencia? ¿Acaso la idea de neutralidad científica no remite también a aquel “ojo de Dios” que es capaz de ver el mundo fuera del mundo mismo? Y, cuestionándonos el asunto de un modo genealógico, ¿no será lo mismo eso que esté a la base de la ciencia y de la religión: el terror a lo desconocido e incondicionado, el pavor ante los fenómenos de la naturaleza, lo horroroso del devenir, el traumático sentimiento de agobio por un mundo que se nos escapa y nos amenaza?

sábado, 31 de mayo de 2014

Sobre la superación de la enfermedad.

La superación de la enfermedad, al contrario del arrepentimiento, supone la relación con el cuerpo más que con el alma. Si el arrepentido utiliza su voluntad contra sí mismo con tal de olvidar una acción que llevó a cabo, es decir, renegándose, queriendo ser otro, para que la cara del mundo emerja con un sentido nuevo capaz de sepultar su remordimiento, el que yace convaleciente, en cambio, ha pasado por un proceso tal que es la afirmación de su cuerpo y de su propio “yo”, la voluntad de querer volver a ser él mismo, la que se pone en operación en todo ese proceso. El arrepentimiento no deja marcas en el alma; la enfermedad esculpe cicatrices en el cuerpo. Y serán justamente estas cicatrices las que no nos permitan contemplarnos ante el espejo en grado de pura renovación, sino como habitantes de un pasado al cual podemos criticar pero del que no podemos escapar ni arrepentirnos. De esta manera, la convalecencia incluye la enseñanza dejada por la enfermedad misma a pesar de que sea capaz de superar a ésta. En la convalecencia la enfermedad ya ha pasado pero hay algo que se queda para siempre acuñado en el cuerpo: la cicatriz como el perenne recuerdo de un aprendizaje sin nombre.

domingo, 20 de abril de 2014

Sobre "Cien años de soledad".

Todos los que hemos leído “Cien años de soledad” aquilatamos a lo menos una escena, una frase, un personaje, un episodio de ese libro capaz de desplegarse en los momentos más inusitados de nuestra vida. Eso es el realismo mágico: la misteriosa encarnación en lo vivencial de aquellas ficciones que competen a la imaginación. Así, García Márquez introduce en sus lectores, como una especie de epidemia ilusoria pero no por ello menos real, aquella misma sustancia de la cual se constituye su literatura: un extraño modo de movernos, una manera particularmente circular de sentir el tiempo, en fin, una forma bellamente ilógica de experienciar la soledad.

En cuanto me concierne no puedo dejar de atesorar, como el gélido y a la vez ardiente recuerdo de aquel hombre frente al pelotón de fusilamiento, un pensamiento sobre la relación de la vida y la muerte emitida por una de esas gordísimas bailarinas verbales que “Cien años de soledad” sacó a la luz. El pensamiento refiere a que hay una disyuntiva universal a la hora de afrontar la muerte: o la tomas con miedo ante el incierto futuro que vendrá, o bien la tomas con melancolía producto del apego a la vida, es decir, con miras al pasado. Y ahí se acaba. No hay más teorización. Quizás ese sea uno de los rasgos característicos de García Márquez: el describir candentemente, el amor por los hechos, el fuerte impulso a lo concreto dentro de lo mágico. No hacen falta elevadas discusiones en abstracto sobre lo que meditan los personajes; la acción repleta de ritmo y habla coloquial es la que impera.


Por eso mismo “Cien años de soledad” es una obra doblemente fundacional. Funda, primero, al mítico Macondo y con ello al realismo mágico en su dimensión literaria. Sin embargo, también funda la (auto) conciencia de nuestra propia idiosincrasia latinoamericana: el darnos cuenta sin seriedad, como aquel hombre envejecido contempla accidentalmente las grietas de los años en el espejo pero decide seguir viviendo, de esa peculiar manera de configurar un mundo de mixturas y hechizos, de violaciones y placeres, de lluvias y calores, de espejismos y revueltas, de ser y no ser. Peculiar manera de vivir tan propia de todos los que somos, en mayor o menor medida, parte de este mito llamado América Latina y que miramos, con un ojo hacia el norte, el tentador progreso moderno y, con el ojo opuesto, lloramos nuestras raíces ahogadas en el río circular de un Macondo del cual siempre deberíamos retornar a beber.

martes, 4 de marzo de 2014

Sobre la ciencia moderna.

La ciencia moderna es capaz de otorgarnos una multiplicidad de respuestas sobre los fenómenos del mundo gracias al soporte empírico en el cual descansa. No obstante, y a pesar de la coherencia interna de tales respuestas, la ciencia moderna se torna impotente al momento de responder las preguntas esenciales de la especie humana, las preguntas por el sentido. Por ejemplo, hemos podido llegar a saber sobre la composición físico-química de ciertas estrellas que quizás ya dejaron de respirar hace millones de años en lejanas galaxias, hemos establecido modelos teóricos que describen las lúdicas regularidades en el comportamiento de los electrones al interior de los átomos, sin embargo dicho conocimiento no aporta nada sobre las inquietudes de índole existencial que aquejan al ser humano. Esas últimas preguntas se refieren a la naturaleza del bien y del mal en clave mundana, a la esperanza ante la posibilidad de trascendencia ultraterrena, a la bella perplejidad que emana de una Cantata de Bach, en fin, a la realidad de quiénes somos en tanto sujetos encarnados.

Así, con la emergencia de la ciencia moderna se da algo que el bueno de Kant ya había presagiado: la diferencia entre el “pensamiento” y el “entendimiento”. En efecto, si el primero apunta a significados incognoscibles, el segundo lo hace a verdades cognoscibles; si el primero es un eterno diálogo del alma consigo misma en busca del sentido, el segundo, en cambio, es un sometimiento de la razón a los límites del conocimiento basados en la contrastación empírica. 

Por todo lo anterior, me parece que la primacía del discurso científico en nuestro contexto epocal nos hace correr un fuerte riesgo: el de situar al “cómo” en el lugar del “por qué”. Es decir, el riesgo de hipotecar el pensar sobre el sentido último de la existencia en manos de aquel tipo de conocimiento que tan sólo se encarga de develar la mecánica de fenómenos particulares.

sábado, 1 de marzo de 2014

Sobre el sentido común.

En nuestro mundo cotidiano se suele decir que hay cosas obvias. Cosas sobre las cuales no vale la pena preguntarse nada. Cosas que yacen inmersas bajo la desgastada tela del sentido común, de lo evidente, de lo presupuesto. Un beso siempre será un beso; un beso siempre remitirá al amor. Eso, se cree, nadie lo cambiará. No obstante, si Descartes no hubiese luchado contra tal sentido común, la filosofía moderna no se habría constituido en tal pues el Cogito jamás se hubiese presentado, debido a su manifiesto grado contraintuitivo, como pilar de verdad indubitable. Otro ejemplo: si Galileo no hubiese llevado a cabo empíricamente su experimento en la Torre de Pisa, la física moderna nunca habría visto la luz. Así, muchas veces la única manera resignificar y avanzar en el conocimiento (aunque, para evitar confusiones epistemológicas, este avanzar no sea necesariamente sinónimo de progreso ni de conocimiento acumulativo) es aplicar un fuerte escepticismo en su vertiente metódica: dudar de las teorías que se presentan en primera instancia como demasiado obvias, como tejidas a partir de la claridad de lo meramente dado. Sin embargo, dicho proceso de duda siempre trae consigo una fe o por la razón (Descartes) o por los sentidos (Galileo). Obviamente un beso siempre será un beso; un beso siempre remitirá al amor. Pero Judas también besó. Y quizás también amó.


martes, 25 de febrero de 2014

Sobre Flaubert y "Madame Bovary".

La célebre afirmación de Flaubert,“Madame Bovary soy yo”, posee ciertas complicaciones. La relación del autor con su obra, obviamente, no es lineal ni directamente autobiográfica: no hay casi nada en la “bio” de Flaubert que pueda asemejarse a la “grafía” de su novela. Sin embargo, Madame Bovary es él. Entonces, ¿cuál es el sentido de esta aseveración?

Me parece que lo que Flaubert pretende decir a la hora de señalar dicha frase es algo que sólo se puede entender a la luz de la densidad psicológica que se va forjando al interior del personaje de Emma. Así, los tormentos que asedian a Emma Bovary, es decir, la monotonía de una vida burguesa provinciana en la cual la mujer yace oprimida por una serie de patrones sociales, despojada de cualquier realización propia en la esfera pública, condenada a un mundo privado que se repite y reproduce incansablemente sobre sí, producen en el alma de ella una fuerte angustia. Angustia que si bien no podríamos calificar de existencial, pues no yace en juego el despliegue del ser en términos universales, sí es una angustia social debido a que precisamente descansa en el orden determinado de un conjunto de prácticas humanas instaladas en un tiempo y espacio contingentemente determinado. No obstante, como reacción a esta angustia social, y dada la naturaleza subversiva del alma de Emma, ésta es capaz de buscar horizontes de sentido, rutas de escape, puntos de fuga ante los cuales poder evadir el tedio de esa monotonía gris configurada por su cotidianeidad. Y justamente allí aparece la literatura romántica –las novelas de Walter Scott, por ejemplo- en tanto medio de resistencia, en tanto lectura deseosa de ser plasmada en la realidad. Pero si la imaginación de Emma es lo que la salva transitoriamente, lo que evita su muerte, será  su deseo el que la llevará al ocaso final: toda voluntad de traducir en términos concretos lo que se presentaba en las novelas, todo intento de hacer realidad con su amante, Rodolphe, los sueños de trascendencia idílica que se expresaban estéticamente, se desencadenarán hacia el fracaso, hacia un crudo colapso, hacia el abismo, hacia la muerte.

Es en este punto donde se podría enlazar la visión de Flaubert ante la sociedad burguesa de la Francia provinciana de la primera mitad del XIX, tan repleta de miserias y mezquindades, tan caracterizada por la vacuidad burocrática y la ingenua creencia en el progreso, con la mirada de Emma Bovary. En efecto, lo que Flaubert detesta es lo mismo que Emma. La diferencia, sin embargo, reside no tanto en la lectura que hacen uno y otro, sino en la escritura: Flaubert es capaz de escribir, Emma no. Esto significa que, desde el prisma psicoanalítico, Flaubert puede sublimar su neurosis de un modo tal que no lo lleve al suicidio o la locura. En cambio Emma está condenada a la realidad. Está condenada, como alma indómita, al deseo de presenciar la encarnación del romanticismo literario en su vida y, consecuentemente, a poner todo de sí para materializar dicho deseo. Todo con consecuencias trágicas.


Por último -y en preliminar conclusión- la frase que emite Flaubert, “Madame Bovary soy yo”, podría entenderse en un sentido de semejanza psicológica. Emma Bovary comparte con él las mismas críticas y sentimiento de odio y desprecio ante la sociedad burguesa provinciana pero con el añadido de que Flaubert es capaz de exorcizar los demonios que le despiertan tal sociedad transformándolos en obra de arte, o sea -dicho muy escolarmente- es capaz de sacar un bien reconocido por otros sujetos (la novela realista) a partir del egoísmo de un mal que vive en intimidad (el desprecio por la realidad), todo gracias a la producción literaria. Es así que Flaubert, padre del realismo moderno, realiza la operación de movilizar a un no-dicho, a una dimensión que no es propiamente real, al momento de escribir su Madame Bovary. No-dicho que se refiere a la dimensión de los instintos, del desprecio, del tedio y del odio ante tal realidad social, pero también al posterior acto de denuncia contra la estupidez de esa misma realidad. Por ende, si nos atenemos a la frase de Flaubert aquí analizada, no deja de resultar curiosamente circular que en el origen del realismo literario ya se presente este fenómeno de represión, por un lado, y de tácita denuncia, por otro, del objeto a ser representado: la represión de los propios instintos ante la realidad como condición de posibilidad de la misma realidad que posteriormente se construirá en tanto obra a ser (pre) juzgada.

domingo, 23 de febrero de 2014

Sobre el asombro y la envidia.

Si la experiencia del asombro representa la toma, la posesión, el arrebatamiento radical de la conciencia de un sujeto por aquella alteridad que le afecta en tanto admiración, la envidia, en cambio, se caracterizaría por un exceso de yo en aquel mismo fenómeno de admiración. En efecto, el asombro comparte con la envidia el sentimiento de admiración por el objeto externo. No obstante, la diferencia fundamental reside en que en la experiencia del asombro lo admirado es capaz de hacer que el sujeto se pierda en aquel objeto. Así, cuando salimos a la soledad nocturna y contemplamos estupefactos el cielo estrellado sobre nosotros, como si en él se presentase una tenue ráfaga, un hálito, un pequeño soplido de un posible Dios invitando a nuestra finitud hacia lo trascendental, entonces somos absorbidos por el fenómeno del asombro: lo que admiramos nos toma de raíz dejándonos perplejos y sin opción de dirigir la mirada hacia otro lugar. En pocas palabras, cuando nos asombramos dependemos de la duración de lo que provoca admiración, es decir, ya no somos dueños de nosotros mismos, nuestra voluntad yace impotente: el cielo estrellado, lo que siempre ha estado allí, despierta un eco de trascendentalidad en nosotros que sólo cesa en el momento en que lo otro, la alteridad inundante, lo determina.

En oposición a ello, la experiencia de la envidia posee un fuerte tono egocéntrico. La envidia tiene como soporte de lo admirado justamente al sujeto mismo: el sujeto se siente interpelado por aquello que le genera admiración pero es incapaz de despojarse de su yo. De este modo, a pesar de que el objeto de la admiración pudiese ser el mismo en ambos casos, el sujeto que envidia, al no poder desprenderse de su yo, está condenado a la desesperación de buscarse siempre a él mismo detrás del objeto admirado. Kierkegaard ya fue bastante lúcido para visualizar tal fenómeno. Para él todos somos presa de la enfermedad mortal consistente en la desesperación. Algunos desesperamos por querer ser uno mismo mientras que otros desesperan por evitar serlo, por anhelar convertirse en otro yo. No importa. El tema aquí es que el envidioso busca incansablemente ser él el origen de lo admirado. Y es precisamente esa búsqueda lo que lo lleva a la desesperación por desear ser él mismo; por desear ser alguien que no es. De este modo, si en el caso de la experiencia del asombro es la propia conciencia sumergida en lo admirado, en el caso de la envidia es precisamente el yo quien desea ser el autor de eso que admira.

Finalmente -y dejando el tema abierto para otra reflexión- el asombro supone ir más allá de autores, más allá de sujetos, más allá de individuos, incluso más allá del origen: el asombro unifica toda la existencia en la intensidad del momento. Es a lo que William Blacke se refería cuando acuñó la frase “la eternidad yace en un instante”. En oposición, la envidia aún se mueve en el plano de los sujetos que son autores de aquello que es admirado: el envidioso no posee la capacidad de sumergirse cabalmente en el objeto admirado, sino que se pregunta por el autor de aquel objeto para, en un salto inmediato, compararlo consigo mismo, con su propia medida.

martes, 18 de febrero de 2014

Sobre el perdón.

¿Hasta dónde cobra real valor el perdonar si es que no existe una petición de perdón, es decir, un verdadero arrepentimiento en quien es perdonado? 


Si nos parece que sólo se puede perdonar allí donde hay arrepentimiento, o sea donde el ofensor solicita el perdón del ofendido, estaríamos cercanos a una posición que, a primera vista, se contempla como razonable: al arrepentirse el ofensor ha lavado sus culpas y se haría merecedor de nuestro perdón. Sin embargo, aquí surgiría el problema consistente en que ya nada se está perdonando a la hora de perdonar debido a que la falta quedó reparada precisamente con el arrepentimiento. 

En contraste, si siempre estuviésemos dispuestos a perdonar sin que nos fuese implorado el perdón, o sea sin arrepentimiento previo ni petición de quien es perdonado, creo que toda acción se volvería perdonable de antemano y, por ende, el perdón carecería de sentido puesto que no implicaría ningún esfuerzo extraordinario en quien es perdonado. Éste es el problema, por ejemplo, de algunos tipos de cristianismos que fundan su comportamiento ético en el discurso del amor incondicional: el perdón se torna solipsista, pues no necesita de un otro que lo solicite. 

Así, y en conclusión, la condición estructurante del perdón expresaría una doble aporía: la de un perdón vacío, por un lado, y la de un perdón enclaustrado, por otro. Finalmente el perdón, como nos dirá Derrida, descansaría en la dimensión del "quizás" antes que en la del "es": tal vez exista, pero no sabemos sobre el origen de su ser. Y, de este modo, la gracia del perdón radica en que nos impone siempre una encrucijada: la de no saber si perdonamos lo meramente perdonable o si perdonamos lo imposible de ser perdonable, lo imperdonable.

viernes, 14 de febrero de 2014

Sobre la potencia del lenguaje.

¿Habrá algo más inocente que el lenguaje? Ya Holderlin señalaba que el rol del poeta, el cual obviamente trabaja a base de palabras, es la más inocente de todas las ocupaciones. El lugar donde hunde sus raíces aquella ingenua aseveración se encuentra relacionado, al parecer, con la incapacidad del lenguaje de afectar la realidad, es decir, de transformarla. Sin embargo, el lenguaje al mismo tiempo de ostentar esa supuesta inocencia a la hora de influir en la realidad también puede llegar a ser el más potente instrumento: el lenguaje al servicio de una voluntad, de una determinada intención, de un deseo. En efecto, si, por ejemplo, a través de la violencia física un sujeto puede forzar a otro a realizar actos en contra de su voluntad, por medio del lenguaje, en cambio, dicho último sujeto receptor del mensaje no sólo podría realizar ese acto sino también querer hacerlo, o sea realizarlo voluntariamente, gracias a la persuasión. Así, el lenguaje podría ser visto en tanto móvil que opera no sobre los hechos directamente, sino como operante en un nivel más profundo: en la conciencia.

De esta forma, y sin ir más lejos, los regímenes totalitarios del siglo XX supieron valerse de aquel lenguaje, a modo de relato articulador de todo un sistema social con miras a un modelo de hombre y comunidad, para instaurar sus modelos políticos. Más potente, más permanentemente efectivo que cualquier violencia física, el lenguaje pesaba como el elemento central bajo el cual se supeditaban todos los restantes: el carácter profundamente arraigado a nivel de conciencias, capaz de hacer que un hombre se inmovilice por el terror político o que entregue su vida por la pasión a una causa social, sólo puede ser posible si es que el lenguaje entra en juego, sólo es posible allí donde hay discurso a modo de relato ideológico. De ahí la imposición por parte de estos regímenes totalitarios de lo que se conoce como “cultura oficial”, como la poética de la política.

Seguramente Holderlin era demasiado inocente. Pero no por ser poeta.

lunes, 10 de febrero de 2014

Sobre la noción de "cambio" en Aristóteles.

Quizás el tema filosófico que más atormentó a los presocráticos fue el del cambio. En efecto, la relevancia de tal problema queda plasmada en la obra de todos quienes se esforzaron por llegar a hallar un elemento originario que viniese a fundar la existencia de la “physis-moira” (naturaleza legal) a un nivel cosmológico (de orden universal). Así, en última instancia y por debajo del tema del cambio, lo que se encontraba en juego era el problema del ser.

No obstante pasaron los siglos hasta que llegó alguien sosteniendo que si todos los fenómenos del mundo yacían gobernados por la dictadura del cambio (lo cual implica un paso del ser al no-ser), dicho cambio sólo podría explicarse bajo la figura del binomio acto-potencia. En otras palabras, Aristóteles realiza un giro teleológico, es decir, una lectura de la realidad de acuerdo a fines: el fin de la semilla es constituirse en árbol, pues en ella reside la tendencia hacia tal finalidad; en la semilla ya está el árbol en potencia. A su vez, esta tendencia de cada ente hacia su propia finalidad poseería un correlato ético a la hora de hacer tender a los hombres a su propia felicidad en armonía con el bien y la virtud social.

Sin embargo, ¿quién o qué haría operante el movimiento mismo, aquello que hemos definido como dictadura del cambio, sin que tengamos que caer en un retorno ad infinitum de causas eficientes? O, como se preguntaba Borges, con esa estupefacción metafísica, en su famoso poema sobre el ajedrez:

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios, detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?

La respuesta de Aristóteles es sagaz: lo hace un motor inmóvil. O sea, una entidad que posee la capacidad de provocar movimiento sin moverse ella misma, tal cual como el objeto del deseo mueve al deseante hacia él sin necesidad de él mismo moverse. Dicho con una metáfora: es como cuando vemos a la mujer de nuestra vida. A mí me tocó verla una tarde de verano perdida entre piezas de ajedrez ; a ti, tal vez, leyendo una obra de Bolaño apoyada contra la puerta trasera del vagón de metro. No importa, pues en ambos casos ellas, sin siquiera proponérselo, nos atrajeron a su ser, movilizaron nuestro deseo desde lo estático de su divinidad, al igual como lo hace lo hace el motor inmóvil que concibió Aristóteles con todos los fenómenos del mundo.


Así, siempre que compito en un torneo de ajedrez recuerdo al viejo Borges, tan amante de este juego sin diversión; recuerdo al bueno de Aristóteles, tan amante del asombro que se filtra hasta en las cosas más simples; recuerdo a mi novia, tan amante de estas letras y del motor que las pone en tránsito.

lunes, 20 de enero de 2014

Diario de México VII (Museo de Arte e Historia de Guanajuato. Sorolla: mirar y admirar).

"Niños en la Playa", 1910, Joaquín Sorolla.


No supe de la exposición de su obra hasta ayer en la mañana. Y como consecuencia lógica de aquella noticia intempestiva tuve que presentarme en el Museo de Arte e Historia de Guanajuato un par de horas después. La obra pictórica del español Joaquín Sorolla nos esperaba a todos los escasos detractores de la Feria de León, lugar ícono del México superficial, para ir a sumirnos en la presunta universalidad de la Alta Cultura.

Si mi estadía en México se ha tornado paulatinamente una dolorosa caída contra las paredes de mi abismo interior; si he salido a recorrer calles con mariachis para perderme a mí mismo con la ingenua esperanza de que en algún punto pueda volver a encontrarme renovado; si siempre utilizo el viaje, lo otro, como una excusa para hablar de mis propios tormentos, de mi propias miserias; entonces, si hago todo eso de manera tan constantemente narcisista, ya es tiempo, me dije, de poner en operación la experiencia opuesta. Me refiero principalmente a la experiencia del mirar, la experiencia de respeto ante la obra de un artista, obra que está destinada principalmente no sólo a ser mirada, sino ad-mirada. Así, si todo mi viaje ha sido, dicho de modo muy escueto, un mirar para mirarme, la experiencia del Museo consistía en lo opuesto: un mirar para admirarse. La primacía de la grandeza del arte quizás consista en eso: nos arranca de nuestra cotidianeidad, de nuestros problemas superfluos del día a día, para impulsarnos a una dimensión en la cual predomina lo sublime entendido como dicha admiración ante algo que se me presenta en tanto Alteridad, en tanto exceso de sentido, en tanto eterna trascendencia de mí mismo, es decir, algo que no puedo rodear del todo, algo que siempre me sobrepasa.

Pues bien, hagamos el intento de dejar de hablar de mí. Joaquín Sorolla se inserta dentro de los pintores que reaccionan ante la marcada objetividad del realismo social del Siglo XIX, a pesar de conservar el interés por retratar las tradiciones más típicamente identitarias de España. En otras palabras, Sorolla se aleja del método de representación propio del realismo con tal de introducir el elemento central de su obra, previa herencia del impresionismo: la luz. Justamente por eso el movimiento en el cual el artista español se circunscribirá será el luminismo.

Lo que hay de maravilloso en Sorolla es su fidelidad a la realidad en cuanto fugacidad del instante. O sea, Sorolla es un artista que yace obsesionado con la posibilidad de capturar la luz, entendida ésta como el elemento que delinea el contorno material y emocional de los objetos a ser representados. De esta manera, nos atrevemos a decir que Sorolla es un pintor que, más allá de su exquisita técnica de trazos sueltos, de su impecable dominio cromático, de su capacidad para construir dimensiones, es un pintor de la agonía justamente por ser un pintor de la felicidad. El optimismo de Sorolla radica en su maestría para captar la luz como correlato de alegría: luz que envuelve cientos de escenas tan dulces como los niños que juegan en un devenir sin ocaso en las costas mediterráneas. No obstante dicha alegría que queda plasmada en sus obras de la época madura yacen gobernadas por una agonía no-dicha, una agonía que no se expresa nunca en el cuadro: la agonía consistente en la fugacidad misma, en lo efímero del instante, en que la realidad precisamente no se condice con la obra de arte por más que un segundo. En el realismo decimonónico, en cambio, al poseer el pintor una mirada ingenuamente objetiva, el arte es realidad: arte y realidad caminan de la mano por la eternidad (Courbet es claro exponente de aquello). En contraste, al ser totalmente distintos los métodos de absorción de la realidad en el luminismo, bien podemos decir que el arte no comulga con la realidad más que por los instantes en que la luz, en su constante cambio, en su transmutación casi divina, ejerce una epifanía como es al amanecer o en el ocaso. De ahí se sigue la agonía de Sorolla: si al realismo lo que le interesa es estampar aquello que hay allá afuera, el objeto que permanece idéntico a sí mismo más allá de la luz que lo abrace, al luminismo de Sorolla le interesa aquel filtro, aquel elemento que hace vibrar al objeto representado y que es la música de los ojos, la luz en tanto intermediario fugaz, sutil y agónico. Debido a esto cada producción de Sorolla es una lucha contra el modelo a retratar: el deseo de plasmar la realidad como instante se convierte en el impedimento de retratar la realidad tal cual se ve. La lucha del pintor por una representación de la luz.


Finalmente bien puedo que afirmar que esa lucha, ese agonismo, se debe a que Sorolla –al igual que yo a él- no mira la realidad, sino que la admira.

domingo, 19 de enero de 2014

Diario de México VI (Feria de León)

Llevábamos algo más una hora de caminata y ninguno de los dos se atrevía a empezar una conversación seria. Conversación que, por otra parte, ambos sabíamos que tenía que darse, pues además de ser necesaria era urgente. Sin embargo, tan sólo nos limitábamos a comentar, de manera escueta y falsamente espontánea, la diversidad de olores que nos azotaban la nariz en cada esquina, olores emanados de los distintos puestos de comida mexicana se incrustaban en los rincones ajados, en las grietas vaporosas de la Feria de León. No era que no nos agradara dicha comida, sino más bien que el sensualismo característico de mi padre, es decir su pronta renuncia al sentido de la existencia a cambio de los placeres temporales, y mi interés burdamente antropológico de experimentar los sabores de otras culturas, se hallaban debilitados a raíz de los últimos sucesos. Quizás, en el fondo, dichas características nunca fueron auténticamente nuestras 

Ahora, por así decirlo y más allá de la Feria de León, la vida nos invitaba a cierta retirada, a un pálido repliegue del presente en función de delinear un punto de fuga, una suerte de salida de escape, un ágil salto hacia quién sabe dónde. Esa direccionalidad del salto lo teníamos que conversar. Debíamos definir qué ser y qué hacer. Y no, no se trataba meramente de cuándo retornaríamos a Chile. Se trataba más bien de ritualizar el fracaso con la única finalidad de que volviéramos a ser quienes somos: constructores de imágenes. Si el rito corresponde a un poner en ejecución vivencial el sentido del mito, entonces nuestro rito sólo consistía en llevar a cabo un acto, tan sutil como profundo, que junto con aprehender el fracaso también fuese capaz de superarlo: era imperioso que nos reinvetáramos. Tal producción de sí mismo, por ende, era la piedra fundacional desde la cual se edificaría el nuevo relato mítico sobre nosotros mismos, relato con el que nos arroparíamos para poder soportar nuestra miserable desnudez, nuestra irremediable cobardía, nuestra vergonzosa mirada ante el espejo solitario.

Y así, sin hablar, entre los olores mezclados de la Feria que cada vez se tornaban más irrespirables, como un hedor proveniente de vísceras podridas, nos fuimos hundiendo. Entre homogéneos rostros autóctonos poseídos por la risa que empezábamos a envidiar. Entre juegos que ya no proyectaban diversión, sino un extraño tipo de tortura. Entre peleas de gallos y música de Juan Gabriel, ambos fuimos sabiendo poco a poco lo marica que éramos. Sí. Maricas que nunca nos atrevimos a decir la verdad: lo egoístas que somos, lo apátridas, lo vendedores de sueños. Maricas travestidos con los golpeados ropajes de las mujeres a las cuales les succionamos la vida. Maricas de legañas tan sucias que ya se les torna imposible hablar mirando a los ojos. Maricas, no obstante y a pesar de todo, que yacen en la encrucijada vital: entre el orgullo de su necia autoafirmación y la merecida vergüenza como primer paso a un posible arrepentimiento.


Y lo que vino después fueron gritos y silencios. Azotes y llantos. Salivas, palabras e insomnio.

domingo, 12 de enero de 2014

Diario de México V (Desde mi alcoba).

Hoy ya no es tiempo de escribir sobre mi viaje a la Riviera Maya. Ya no es tiempo, digo, de retratar los mil rostros que me rescataron de la selva antes que terminara por hundirme en el fino tedio de sus arenas intentando descifrar lo que dicha selva era capaz de susurrarme al oído. Ya tampoco es tiempo de hablar de catástrofes: del regreso a León, de los gritos pavorosos que los hilos de mi destino producen cuando se entrecruzan con las espejosas pupilas de algún otro fracasado. Hoy solamente queda esperar sin esperanza. Hoy ya no convertiré el agua en vino ni dejaré que las sonrisas inunden mis arterias. Hoy sólo sentiré el salado respirar del cigarro que sostengo entre mis dedos temblorosos. Hoy ya no sé por qué escribo, pero escribo. Escribo inmerso entre las sábanas sucias. Escribo envuelto en un piyama de seda que se va impregnando de la miseria de mi sudor. Escribo sin pedir auxilio. Quizás escribo porque hoy, y sólo hoy, el escribir sea el único modo de soportar aquel peso de la cruz barroca que se me ha clavado a la espalda y sin la cual ya nada tendría sentido. Hoy sólo es tiempo de escribir, sin orgullo ni vergüenza, sobre mi estancado viaje interior, sobre la vida que sigue pasando sin que yo logre pasar por ella.

martes, 7 de enero de 2014

Diario de México IV (Riviera Maya, Bacalar).

Llegué a Bacalar hoy, una tarde de enero abriéndome paso entre el sudor que acaricia la selva y el sudor que avergüenza mi rostro. Vine a vivir una vida que no me pertenece, una vida ajena, una vida de botes inflables, de baños en lagunas de azufre fino, de insectos verdes que se posan sobre mi nariz, en fin, una vida que contempla desde un balcón del hotel el horizonte sin deseo de imaginar qué hay detrás de él. Pero no importa. A veces se debe ser otro. Y no quiero decir con ello que esté actuando, que sea un maldito hipócrita –aunque tal vez lo sea pero no por este motivo-, sino que a veces hay que jugar a encarnar múltiples personajes de ficción dentro de sí mismo: si la ficción, tal cual señala Vargas-Llosa, nos otorga la posibilidad de vivir las mil y una vidas que nos fueron negadas desarrollar, creo que en este viaje he podido traducir dicha esencia que define la ficción a mi propio existir, he podido sentirme extraño conmigo mismo al momento de abrazar al nuevo amigo entre palabras fugaces, extraño al momento de sonreír a muchachas de piernas frágilmente infinitas, extraño al momento de escuchar, con esforzada atención, el paso del tiempo vacío. Extraño como si fuese un personaje fruto de un invisible autor, personaje que obviamente no es dueño de sí mismo pero que de algún modo misterioso resulta ir apropiándose de experiencias aisladas, recortando sucesos, fotografiando fragmentos para teñirlos de un estilo único e inconfundible.

Y en esta involuntaria novela de mi vida, en esta construcción de no sé qué clase de Dios, Bacalar, lo que siempre ha estado allí, emerge de sus aguas como el escenario de autenticidad. Entre un viento que enronquece a medida que el ocaso transcurre, entre troncos curvos que flamean como banderas de un pueblo que no necesita patria, entre la maleza del lago que se enreda mordiendo mis piernas, Bacalar me mira a los ojos y, con esa honestidad tibia de un vaso de leche, con esa calidez transparente de los colores de su cielo, se acerca para susurrarme al oído palabras que hasta el momento no he logrado comprender. Bacalar me sobrepasa, es un exceso de sentido que no logro descifrar, y justamente por ello, por ese misterio abismal, me acompañará como nos acompañan por siempre la eterna belleza de las cosas simples.

lunes, 6 de enero de 2014

Diario de México III (Riviera Maya, Tulum).


El humo del último porro de marihuana permaneció flotando en la habitación por más del tiempo habitual. Ya no había ninguna excusa para terminar con todo. El amanecer se filtraba por la finísima rejilla colocada en la ventana del departamento logrando esquivar ciertos insectos estampados en ésta. Quizás en esos infinitos minutos de silencio alguno de nosotros pensó en aquellos insectos agonizantes como la proyección de su propia alma, como el reflejo oscuro de sus propios fracasos, de este miserable presente. No sé. La humedad del ambiente nos hacía temblar de vapor. Por esa misma ventana intenté penetrar con la mirada los ojos de la selva. Y vi cosas monstruosas. Cosas que sólo Dios sabe que existen: palmeras vomitando cemento, chozas extraviadas entre el vaivén de una lluvia púrpura, autos de papel dirigidos hacia abismos inexorables, pájaros clavados de heridas metálicas. Después vi más y mejor. Vi cicatrices entre la selva, curvas lágrimas putrefactas emanadas de los ojos de alguna divinidad maya, lunas efervescentes implorando auxilio. Y así, con la tenue paz que traen consigo las cosas irremediables, inundados mis pulmones de aquel soplo final con el que todos dejaremos este mundo, me decidí a voltear la cabeza para contemplar a mis amigos como el caminante que le otorga un último adiós a aquello que ya es, quiéralo o no, parte de su ser.

sábado, 4 de enero de 2014

Diario de México II (La mirada del insomnio).


¿Te acuerdas? Bueno, no tendrías por qué hacerlo. Pero yo sí lo recuerdo todo. No sé muy bien el motivo que me llama a recordarlo. Quizás sea esa misma atracción, esa misma magia, aquel mismo impulso oscuro emanado de tus ojos y que me arrebata para seguir dibujándote en el ebrio insomnio de Año Nuevo cada vez que cierro los párpados. Sí, eso debe ser: tus pupilas de una profundidad cósmica como el cielo maya; tus pupilas de una sequedad fría como el desierto nocturno; tus pupilas en las cuales esta madrugada me hundí y desde las que aún no logro emerger. Pero no importa. No importa porque cuando en la noche tú recuerdes esto que estás leyendo se te abrirá la sonrisa de viento blanco que yo veo ahora en mi propio recuerdo, y ahogarás la ternura de tu voz al interior de la hoja ligera que es tu cuerpo, y entonces yo me daré por satisfecho puesto que, de algún misterioso modo y tal vez por no más de un par de minutos, te devolveré el insomnio que tú me estás provocando aunque sólo sea para burlarte junto a tu almohada de las pinches pendejadas de este chileno que sabe con creces de cosas imposibles.