jueves, 24 de julio de 2014

Sobre Nietzsche y sus "Escritos de Turín".

Los "Escritos de Turín" (1888) concentran las últimas palabras que Nietzsche emitiera antes de caer en el abismo de la locura. En ellos se expresan alusiones fragmentadas a las problemáticas que marcaron la etapa postrera de su pensamiento filosófico. En efecto, allí sigue latiendo el diagnóstico sobre la decadencia de la cultura occidental, decadencia que posee como síntomas más notables, como fenómenos palpables de una enfermedad invisible pero existente, al Cristianismo, a la cultura y educación alemana, al gusto por Wagner y a la corrupción estilística de un arte escrito para masas que impera en Europa. Todos estos temas, sin lugar a dudas, están tratados por Nietzsche en sus obras precedentes. No obstante, la fuerza, la intensidad, la euforia formal con que ellos son abordados en estos "Escritos de Turín" refieren a una visión particular. Tanto el rigor estilístico de su otrora gran prosa poética como la aguda profundidad de sus antiguas ideas yacen debilitados en estos textos. La tartamudez de la pasión predomina por sobre el contenido y belleza de su pluma. Así, los últimos fragmentos de Nietzsche son testimonios de un hombre que se halla al borde del abismo, de un hombre que se escribe a sí mismo con tal de aclarar las cuentas pendientes que mantiene con aquellos temas ya mencionados, pero que en dicho acto de intentar ordenar el mundo, su propio mundo interior se ve trastocado de raíz. 

La mayoría pensará que la consecuencia lógica de la relación de Nietzsche con su obra consistía en devenir locura, en la aniquilación del continente orgánico (la mente, el cuerpo, el cerebro) ya incapaz de abrazar la falta de sistematicidad y belleza expansiva de su escritura, ya incapaz de contener las ideas sacrílegas que anunciaban el advenimiento de un (súper) hombre nuevo, ya incapaz de aclarar en plenitud las cuentas pendientes con su ídolo caído, con Wagner. Y que estos "Escritos de Turín" serían la versión ya deteriorada, los agónicos estertores donde se evidenciaría la caída de Nietzsche. En fin, ellos, la mayoría, pensarán que fue demasiado martirio para un solo hombre. Que Nietzsche sufrió más de lo que pudo soportar. Yo tiendo a pensar lo contrario. Nietzsche, herido en ese cuerpo tan rebosante de espíritu, se burló de todos nosotros. De nosotros que nos encontramos sobre el abismo, salvaguardados ante la caída, y que somos incapaces de acceder a su fondo, a la verdad trágica del existir que yace en los más recóndito de tal abismo. Nietzsche, ya sin requerir el cuerpo, se burla, ríe y baila. Tan sólo nos es posible percibir los ecos grises, las sombras mudas que suben desde aquella hermética dimensión –la locura- con dirección hacia la superficie en la cual nos encontramos todos los presuntamente saludables, los centrados, los hijos de la razón. Tal vez ese Nietzsche ya no necesita ni el cuerpo para danzar: ensimismado en su ensoñación se menea al compás macabro de Dionisos. Quizás Nietzsche habite, por fin, más allá del bien y del mal, más allá de la dicotomía razón – sinrazón. Esos diez años de locura antes de su muerte e inmediatamente posteriores a los "Escritos de Turín" bien podrían ser la consecuencia lógica de su obra, pero visto desde otro prisma. Consecuencia lógica entendida como la consumación máxima de un pensar-sentir que se proyecta hacia lo absorto del soñar; consumación donde, después de que la filosofía se transformó en cuerpo, el cuerpo metamorfoseó en un signo de interrogación del que, tal cual como de Dios, nosotros no podemos hablar.

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