miércoles, 4 de diciembre de 2019

Contra las tinieblas: afirmación de sí, descenso y afirmación del ser. Mozart y sus tres últimas Sinfonías (II: Sinfonía 40 en Sol menor, K. 550)


Escuchar a Mozart hoy en día implica aceptar la necesidad de un descenso, de un retraimiento. ¿Un retraimiento? ¿Acaso a la manera de un  intimismo vital que bordea, sin nunca terminar de caer, el abismo de los límites de la vida? Sí. Pero, ¿cómo?¿Como el general nazi -dibujado por Hannah Arendt- que, luego de desatar su ira afirmativa y genocida, se sienta a los pies de su cama para escuchar a Mozart y así continuar teniendo fe en la alegría de Dios? ¿O de otra forma? ¿Con la intimidad absoluta del niño que juega a los dados sin saber que está jugando, ese niño a quien nada le importa porque nada es más grave que el sonido de los dados? Puede ser. Pero desde hoy: desde un hoy, cercano a un mañana, pero hoy, más de 200 años después de Mozart, en un país lejano y agitado por antorchas y revueltas, donde la intimidad no es más que el pliegue dispuesto a precipitarse ante un porvenir que la sobrepasa. Así, como ese yo, nuevo y abierto, ese yo que hoy somos muchos -quiero creerlo-, se retrajo Mozart a la hora de componer su sinfonía 40.


Mozart ha concluido su sinfonía 39 e inmediatamente emprende la composición de la 40. Al menos dos hipótesis para comprender tal celeridad: una pragmática y otra romántica. La precariedad en que el genio de Salzburgo se encuentra ese verano de 1788 lo obliga a trabajar con miras a generar futuros ingresos una vez iniciada la temporada y estabilizadas las consecuencias económicas de la situación bélica en Viena. Su trabajo actual implica la futura sobrevivencia y, mordiendo esa nube de desesperación que lo rodea, Mozart saca, instintivamente, lo mejor de sí: su genialidad. Hipótesis contraria: romántica. Mozart huele el humo de la muerte en esa misma nube de desesperación. No la mastica para poder comer de ella, sino para internarse en sus sombras como el artista y niño que es. Ya no se trata de una desesperación por el pavor que le despierta la muerte como quien se aferra con uñas y dientes a la vida, a lo conocido, por miedo a lo desconocido, a lo que vendrá; sino de una melancolía profunda, la cual acepta lo indescifrable de la muerte desde una nostalgia que implica el irse despidiendo de la vida. En síntesis: no es terror a la muerte, sino apego a la vida, es decir, nostalgia.


Por eso, la sinfonía 40 solamente puede darse cuando Mozart ya compone su canto de cisne, cuando logra la afirmación de su identidad en la sinfonía anterior: porque se ha superado a sí mismo e indaga en las leyes de Otro (Universo, compositor u hombre) que habita en su interior. Se sabe que es una Sinfonía en Sol menor, única, junto a la número 25 K.183, escrita en esa tonalidad, tan lúgubre como escasamente mozartiana.


Apreciemos cada uno de los movimientos.


Sinfonía 40 en Sol menor K.550


1° Movimiento: Molto Allegro


La sinfonía se abre desde abajo, con un murmullo de pianissimo, como un hombre caminando sobre cadáveres. Un murmullo controlado y certero de las cuerdas anticipa el terreno ignoto que se pisa. Tal cual ha afirmado Leonard Bernstein, existe un balance clásico entre las divagaciones cromáticas propias de la superficie y el respaldo de una estructura Tónica-Dominante sobre la cual deslizamos los pasos. Hay una fuerza contradictoria, bellamente hilvanada, entre ese cromatismo delicado, suave, hasta vacilante en la sumatoria de los vientos, y la rudeza de la diatónica, la aspereza de los cráneos y los huesos que, como sepulturero a la deriva, vamos recogiendo desde una fosa común al mismo tiempo que nos hundimos en ella. El corazón de Mozart se expande y contrae sin cesar en este movimiento, girando sobre su propia finitud. El acompañamiento del clarinete y el oboe no logra más que marcar leves destellos de salidas que permanecen soterradas por las cuerdas. La intrepidez que a ratos alcanza el tema central vuelve a caer presa de los giros sin rumbo hasta resolverse en una coda rauda, dando la impresión que emergiera de improviso, como la aparición de una mano entre los huesos de la fosa. Esa mano es la firma que hace de esta sinfonía una obra capaz de dialogar con el poder arrebatador de la muerte.


2° Movimiento: Andante


Las violas y los violines enriquecen la expresividad el Andante. Es un movimiento sereno, que proyecta más luz que el anterior. O al menos plantea los reflejos de esa luz. Mozart medita. Baja un aire ligero con aroma a incienso. Durante el tema de los vientos Mozart evoca su infancia, a su padre, a su amada, a sus hijos. Le parece obsceno que toda la metafísica de la vida termine por hundirse en la fosa que se encuentra pisando. A ratos el ataque de los violines se empeña por resucitar a todos, por ir en busca de la vida eterna, por luchar contra la muerte. Pero la muerte, haciéndole un gesto con la mano emergida desde los huesos, lo calma nuevamente: la vida es así, no hay nada que hacer. Entonces volvemos a la rotación de la serenidad nostálgica, a los laberintos de los recuerdos: Mozart se domina, los temas ascendentes de las cuerdas marcan un declive y un soplido de los vientos se pierde tras los montes.


3° Movimiento: Minuetto, Allegretto – Trio


El minueto sombrío se contrapone al trío un tanto más alegre, conformando un tejido, un último soporte antes de la resignación. La muerte y Mozart se dan la mano y hablan cara a cara. El diálogo se nota áspero y rítmico. Hasta que la muerte, con desnuda honestidad, palmotea la espalda de Mozart. La melancolía se hace presente con un hálito cada vez más tenue de los vientos, como si se tratase de un espejismo, débil y cálido a la vez. Mozart llora sin quererlo. A ratos siente un poco de rabia por estar pisando el cementerio donde muy pronto él y todos los suyos irán a ahogarse, sin siquiera ser enterrados. El contrapunto teje sus sinuosidades: ¿serán tan distintas la vida de la muerte? Un encanto pastoral se oye a lo lejos, es el trío con su bella inocencia. La muerte se levanta y le da la espalda a Mozart, mientras mira el horizonte. Paulatinamente el movimiento retoma su candor expresivo y se cierra dejando la escena en un esperanzador suspenso. Mozart no se atreve a rezar.


4° Movimiento: Allegro assai


El último movimiento guarda una armonía con el primero, dándole sentido y redondez a la obra. La fuerza rítmica es imponenete y reiterativa. Los stacattos de las cuerdas parecen huesos agudos que rajan los pies de Mozart hasta hacerlos sangrar. La muerte huele esa sangre. Es la hora de aceptarlo. El tema central avanza despiadadamente, dejando atrás toda esperanza. Las cuerdas huyen, los vientos se ausentan de la primera línea, una fuerza arrebatadora se impone. Mozart ha escrito esta obra codo a codo con la muerte, y sintiendo, más que miedo ante ella, nostalgia por el descenso de la vida.