domingo, 18 de julio de 2010

Música experienciada: entre la amnesia dionisiaca y la anestesia apolinea.


Glenn Gould, especialista en Bach.

El otro día fui a un concierto. No se me ocurre ninguna experiencia más íntima que estar en silencio, a oscuras, sentado en medio de la nada que conforman mil personas religiosamente atentas escuchando un no se qué melódico que ha traspasado siglos. No creo que haya algo más cercano a eso que normalmente llamamos "espíritu" que la música. El arte conjura la muerte. La música, en su carácter de arte temporal, es el espíritu que aparece como huella desplegada en el tiempo: huella de la inmortalidad vital de un artista del pasado; huella porque su pisada ya se marchó pero antes de marcharse nos dejó su impresión (la música como fantasmagoría, como presencia de algo ido).

La música siempre es más que audición. La música, también, siempre es más que danza. El problema es saber precisamente qué más es. Cuando escuchamos una obra no solamente movemos el pie para seguir el ritmo o levantamos y bajamos rápida y ridículamente las manos como dirigiendo la orquesta. La música es una huella: es la presencia de un ausente: la música puede hacernos imaginar y recordar a la vez. La afección de una obra musical apolínea despierta en nosotros una reacción mucho más que física: nos hace representar (nos) una imagen abstracta, un sueño dirigido, y gozar con esa ensoñación. Cuando, por ejemplo, escuchamos la Pastoral de Beethoven vemos la delicadeza fraternal de los campesinos que se reunen en torno al arrollo. Allí están, podemos verlos, podemos construirlos: Beethoven pone la forma y nuestra imaginación detalla la materia. Beethoven nos dice qué imaginar y nosotros decidimos cómo imaginarlo. Eso que distingo como forma y materia tal vez podría ser equiparable a lo que en fenomenología artística se conoce como la distancia entre la representación y lo representado.

En el goce que despierta una obra musical tenemos, a lo menos, dos formas antagónicas de experiencia estética. Por un lado podemos disfrutar de una audición dionisíaca, en la cual el ritmo de la composición se impone a la melodía y posee al auditor en un acto de pérdida de conciencia, de entrega total al frenesí musical. Es en esta experiencia dionsíaaca donde la música se presenta como amnésica (el olvido de los eventos): no es necesario imaginar ninguna representación figural ya que el ritmo consume al sujeto en una catarsis corporal. Cuando, por ejemplo, escuchamos Las Variaciones Goldberg por Gould al piano somos presa de su endemoniado tarareo, caemos extasiados en una sensualista red contrapuntística que nos resta la posibilidad de imaginar algo, cualquier cosa: el mensaje de la música queda reducido a su puro pathos, a la afección sobre el cuerpo; la música se encarna en danza macabra, en un tarareo demoníaco. Justamente por aquella efervescencia del cuerpo hay una amnesia, un olvido del contenido, el significado de la música se diluye, el exceso de pasión obliga a una relación inmediata con la música que impide la representación de cualquier imagen psíquica. La música se ve imposibilitada de transfigurarse en pintura, escultura o poesía, imposibilitada de ser traducida a cualquier otro modelo de representación. La temporalidad ha absorbido cualquier representación espacial más allá de la danza. Dicho semióticamente: la experiencia musical dionisíaca vuelve a todo la música significante absoluto y carente de signicado: no hay distancia entre la representación y lo representado porque no hay nada que representar. Allí Dionisio (o Glenn Gould, da igual) endemoniadamente poseído, tararea y danza el baile del kosmos, del flujo universal, de la llama heraclitea que unifica toda la existencia.

En la experiencia apolinea aparece el mundo. El ya mencionado ejemplo de Beethoven en la Pastoral es clarificador. La imagen de los campesinos se erige como mediadora entre la música y nosotros. El cuerpo yace suspendido. Por eso mismo podemos llamarla una experiencia anestésica (olvido del cuerpo). Esta es la vertiente metafísica de la música: ante nuestros ojos se levanta un mundo alegórico e imaginario donde la representación florece. Es aquí cuando la música puede desdoblarse semióticamente: lo auditivo es el significante y lo imaginado pasa a ser significado. Así, nuestra imaginación posee un gran marco representativo: la música es una invitación, una alegoría a ser representada en la privacidad simbólica de cada sujeto. Decodificamos las notas en imágenes y lo que nos emociona es el poderío de las imágenes que nosotros mismos (y nuestro incosnciente) hemos construido. En la experiencia musical apolínea nos hacemos partes activos de un mundo. Pero, como bien lo divisó Nietzsche, esa actividad es metafísica, idealista, es decir una negación de los impulsos vitales de la ritmicidad dionisíaca. La anestesia nos postra en la cama y ya no nos permite bailar: lo único que nos queda, pues, es imaginar. En ese mundo privado, y de cierta manera incompartible, es donde habita la encrucijada de la inteligibilidad musical: la distancia entre la representación (lo que nos imaginamos, lo que vemos) y lo representado (aquel concepto universal que el compositor puso allí, en la música y en nostros, como alegoría).

viernes, 9 de julio de 2010

Terremoto: lo horrible, lo hermoso y lo honesto.

Centro de Valdivia tras terremoto de 1960


Los terremotos son impredecibles. No se puede pronosticar qué día, cuál hora, con qué intensidad, en cuál lugar precisamente se engendrará el caos. Hay mucho horrible en eso. Hay otro tanto de hermoso. Y quizás un poco de honesto.
Lo horrible es que una facticidad, en un tiempo donde la tecnología parece inundar todas las prácticas humanas y naturales, nos amenaza con destruir lo que hemos levantado, nos amedrenta a volver al origen: si la edificación de la cultura se caracteriza por romper con la naturaleza de lo dado, y si la filosofía, desde Descartes, nos habla de un sujeto moderno constituido en un cogito autorreflexivo, el terremoto es la voz de ese caos primordial, la aparición de lo mítico y lo incondicionado, de lo primitivo irreductible a la razón. La superación de cualquier predicción y la destructibilidad de la amenaza hacen del terremoto algo horrible.
Al final de sus años Heidegger dio una entrevista que se publicó póstumamente. En un momento le preguntan por la técnica. El entrevistador lo encara de modo hiriente: le señala que a pesar de lo crítico que el filósofo puede ser con la técnica tendrá que reconocerle un valor: la técnica funciona. Heidegger contesta en concordancia con la descripción de su entrevistador, pero no con su juicio: le responde que justamente ese es el problema de la técnica: que funciona. Heidegger apunta a la pérdida de experiencia, a la cosificación y olvido del ser que conlleva un mundo tecnificado. A través del imperio de la técnica , de su consolidado funcionamiento, la vida queda sumida en una anestesia de los sentidos vitales donde los fenómenos se leen en coordenadas de objetos instrumentales, predecibles y reducidos a su mera utilidad. Si es que hay mucho de horrible en un terremoto también hay mucho de hermoso. En cierta medida se produce una aletheia (des-ocultamiento) del ser: al no funcionar la técnica en el terremoto el mundo parece genuino y puro nuevamente, capaz de sorprendernos y arrebatarnos de toda avaricia. Danzamos un solo baile con el mundo; aparece lo hermoso del límite de la vida, lo que no puede ser de otro modo: el miedo que provoca estar cerca de la muerte. Allí se devela lo hermoso del sentido prístino de unidad entre el hombre  como ser de apertura y la naturaleza como sobresentido. El terremoto nos asombra a pesar de aterrorizarnos: demuestra que la existencia aún puede poseernos, que la naturaleza aún respira por sobre nosotros.

La honestidad viene después. La gracia de la honestidad es que te muestras tal cual eres pudiendo no hacerlo, dándote chances para mentir y mentirte. El espectáculo de ver a cientos de personas hurtando no bienes de necesidad básicos sino televisores, plasmas, lavadoras de supermercados después del terremoto es, paradójicamente, la revelación de la honestidad de la naturaleza del hombre, se transparenta su esencia ética: ¿qué haríamos socialmente ante la obsolescencia de la sanción? ¿Si no hay castigo seguiríamos teniendo culpa? ¿Si no hay infierno volveríamos a pecar? Si Dios no existe todo está permitido. Fue precisamente allí donde se expresó lo que Hobbes llamaría "la egoísta naturaleza humana". Ante la supresión fáctica del Estado (Leviatán) después del caos del terremoto cada individuo actuó del modo más hedonista posible: en una sociedad de consumo lo material es sinónimo de felicidad, por lo tanto había que robar televisores. El terremoto y sus secuelas no sólo iluminaron la cara honesta del medio natural; también iluminó la honestidad de la naturaleza humana: su búsqueda del placer y disminución del dolor.

Los terremotos son impredecibles. Así que buscaré lo que yo sí dije, lo que escribí en Facebook esos días. Cuando no podemos mirar para adelante con claridad vale el consuelo de mirarnos un poco al espejo y contemplar con leve extrañeza aquel lunar, aquella cicatriz aún cruda que recuerda la herida. Dejo aquí mi testimonio, a modo de pequeño diario.
28 de Febrero 2010:
Hace años, en un libro usado, leí que uno de los significados etimológicos de la palabra "catástrofe" en griego era algo así como "poner lo que estaba arriba, abajo". Es decir, romper cierto orden preexistente. Si en este terremoto alguien ha roto algo, esa ha sido la naturaleza. Si en la naturaleza alguien ha roto más de algo, hemos sido nosotros, los racionales occidentales. Pongamos lo de arriba, abajo.
08 de Marzo 2010:
Y cuando el terremoto acaba sigue temblando tu alma. Te miras a lo que queda de espejo: tú, tus ojos y el espejo quebrados. A veces para de temblar por un rato. Vuelves a recorrer tu casa y notas que te gustaría meterte por unos cuantos meses en esa nueva grieta del baño esperando que todo pase en calma y oscuridad. La naturaleza tiene la virtud de hacerse temblar sin miedo, y de hacernos temer y temblar.