miércoles, 16 de diciembre de 2020

A 250 años del nacimiento de Beethoven, el transgresor

 


Si bien gran parte de los musicólogos dividen la obra de Beethoven en tres grandes períodos (el temprano, caracterizado por la influencia de los grandes compositores clásicos que le anteceden; el maduro, donde predominan los valores heroicos; y el tardío, en el cual se evidencia un lenguaje musical personal y rupturista), tal segmentación organizativa, pese a su asidero, no deja de ser, en último término, una reducción.

En el corpus de la obra de Beethoven, sus nueve sinfonías juegan un rol central; su triple concierto, sus cinco conciertos para piano y su concierto para violín son de un refinamiento y expresividad impresionantes; sus 32 sonatas para piano (junto al Clavecín bien temperado de Bach) constituyen la cima del instrumento; su música de cámara sobrepasa la función de ser simple acompañamiento o telón de fondo; su ópera Fidelio, resplandeciente en dramatismo, ocupa un lugar digno de ser recordardo; la Missa Solemnis no se puede omitir para todo aquel que tenga cuentas pendientes con Dios; la Obertura Egmont –en poco más de 10 minutos- extrae el elixir más singularmente épico de Goethe…hasta en las Bagatellas, obras menores y con función de divertimento, se manifiesta un halo de densidad, refinamiento, sofisticación e incluso profundidad trágica gracias a los compases sombríos y fraseos melancólicos con que su naturaleza liviana es matizada.

A lo que voy. Beethoven es un compositor que no tiene obras menores, pues, encarnando un ideal romántico y, por lo mismo, llegando a trascender lo meramente ideal, se entrega con todo su ser en cada composición. Beethoven siempre vierte lo mejor de sí en cada obra suya que escuchamos. No sé trata de un compositor funcional, que calcule sus obras y reserve energías; no fue un hombre servicial a los dulces deseos cortesanos, que volvían a los artistas siervos obsesionados con la recepción por sobre el proceso y la experiencia creativa. Beethoven fue independiente, rebelde y autoafirmativo en toda su complejidad. Es gasto y antieconomía: el derroche de energía que expresa lo hace ir siempre en pérdida de su físico, de su salud, de su cuerpo biológico. Dentro de sus obras, varían las miradas, las tonalidades, los tratamientos melódicos, los timbres, la tendencia al stacatto o la búsqueda existencial. Con todo lo pluriforme de su producción, su obra irradia autenticidad. Autenticidad que –y esto es importante- nunca es sinónimo de identidad. La identidad cree poseer los elementos interna que identifica (A=A), manteniéndose cerrada en sí misma, clausurante del devenir en función de una idea de mismidad que conjura todo riesgo. La autenticidad de Beethoven, en cambio, conecta al genio creativo con la sublevación, con la rebeldía ante los poderes establecidos de sus tiempos y de todos los tiempos, con una revolución de los sentidos (sensoriales) que abre un sentido nuevo (metafísico): Beethoven es Beethoven y más, mucho más; es un vértigo de extremos en tensión, lucha entre polos contrarios, oxímeron de fuego, fricción y ficción, inagotable inventiva, auténtica autenticidad, apertura y abismo.

En Beethoven se respira espíritu, se huele espíritu, se toca y se suda espíritu. La trascendencia no es un escape, una cobarde huida religiosa, sino una intensidad creativa, una angustia y la expresión de lucha contra la tragedia. Puede ser leída –como lo hizo Wagner- en términos biográficos: lucha contra la tragedia de la sordera. Pero es mucho más que eso. Consiste en la lucha de quien, sabiéndose vencido, continúa luchando (no por dignidad ni menos por vergüenza: por sobreabundancia), logrando abrir nuevos campos de disputa, campos originalísimos (como son los últimos cuartetos de cuerda o la sonata para piano opus.111) para, desde la propia inmanencia y finitud, desde el dolor y la aspereza sucia de esta vida, transgredir los límites y trascender hacia el eterno retorno de la esperanza y la inocencia (como proyecta, en ferviente búsqueda, la Séptima Sinfonía; como se vislumbrará, unos años después, en el abrazo suspendido y glorioso de la Coral).

El heroísmo de Beethoven es capaz de trascender gracias a que deja de reproducir y de remitir a las nociones explicativas del pasado, a la linealidad melódica coherentes (en sus últimas obras) y a la fuerza de una identidad cerrada sobre su propia biografía: Beethoven no sigue órdenes; plurifica y subvierte el orden. Beethoven deviene lucha, más allá de toda victoria o toda derrota; más allá de toda vida o toda obra posibles, desmaterializando las superficies y profundizando el tiempo. En una palabra, Beethoven (en un gesto similar al que palpita en la última sinfonía de Mozart) deviene devenir: música, imaginación y potencia.