martes, 4 de marzo de 2014

Sobre la ciencia moderna.

La ciencia moderna es capaz de otorgarnos una multiplicidad de respuestas sobre los fenómenos del mundo gracias al soporte empírico en el cual descansa. No obstante, y a pesar de la coherencia interna de tales respuestas, la ciencia moderna se torna impotente al momento de responder las preguntas esenciales de la especie humana, las preguntas por el sentido. Por ejemplo, hemos podido llegar a saber sobre la composición físico-química de ciertas estrellas que quizás ya dejaron de respirar hace millones de años en lejanas galaxias, hemos establecido modelos teóricos que describen las lúdicas regularidades en el comportamiento de los electrones al interior de los átomos, sin embargo dicho conocimiento no aporta nada sobre las inquietudes de índole existencial que aquejan al ser humano. Esas últimas preguntas se refieren a la naturaleza del bien y del mal en clave mundana, a la esperanza ante la posibilidad de trascendencia ultraterrena, a la bella perplejidad que emana de una Cantata de Bach, en fin, a la realidad de quiénes somos en tanto sujetos encarnados.

Así, con la emergencia de la ciencia moderna se da algo que el bueno de Kant ya había presagiado: la diferencia entre el “pensamiento” y el “entendimiento”. En efecto, si el primero apunta a significados incognoscibles, el segundo lo hace a verdades cognoscibles; si el primero es un eterno diálogo del alma consigo misma en busca del sentido, el segundo, en cambio, es un sometimiento de la razón a los límites del conocimiento basados en la contrastación empírica. 

Por todo lo anterior, me parece que la primacía del discurso científico en nuestro contexto epocal nos hace correr un fuerte riesgo: el de situar al “cómo” en el lugar del “por qué”. Es decir, el riesgo de hipotecar el pensar sobre el sentido último de la existencia en manos de aquel tipo de conocimiento que tan sólo se encarga de develar la mecánica de fenómenos particulares.

sábado, 1 de marzo de 2014

Sobre el sentido común.

En nuestro mundo cotidiano se suele decir que hay cosas obvias. Cosas sobre las cuales no vale la pena preguntarse nada. Cosas que yacen inmersas bajo la desgastada tela del sentido común, de lo evidente, de lo presupuesto. Un beso siempre será un beso; un beso siempre remitirá al amor. Eso, se cree, nadie lo cambiará. No obstante, si Descartes no hubiese luchado contra tal sentido común, la filosofía moderna no se habría constituido en tal pues el Cogito jamás se hubiese presentado, debido a su manifiesto grado contraintuitivo, como pilar de verdad indubitable. Otro ejemplo: si Galileo no hubiese llevado a cabo empíricamente su experimento en la Torre de Pisa, la física moderna nunca habría visto la luz. Así, muchas veces la única manera resignificar y avanzar en el conocimiento (aunque, para evitar confusiones epistemológicas, este avanzar no sea necesariamente sinónimo de progreso ni de conocimiento acumulativo) es aplicar un fuerte escepticismo en su vertiente metódica: dudar de las teorías que se presentan en primera instancia como demasiado obvias, como tejidas a partir de la claridad de lo meramente dado. Sin embargo, dicho proceso de duda siempre trae consigo una fe o por la razón (Descartes) o por los sentidos (Galileo). Obviamente un beso siempre será un beso; un beso siempre remitirá al amor. Pero Judas también besó. Y quizás también amó.