sábado, 3 de abril de 2021

Musitar tras la catástrofe. Sobre "Las arpas rotas" de Sebastián Núñez Torres.

 

 

Las arpas rotas (2020, Bajo la lluvia ediciones) de Sebastián Núñez Torres.

Las arpas tensando su canto hasta el extremo. Acto de consumación más que de hipérbole. Símbolo del refinamiento y del amaneramiento de la alta cultura, las cuerdas del arpa elevan su canto hasta el desgarro, haciendo de la ruptura consolidan su máxima expresión: el estruendo. Por eso, el arte occidental, incluida su carga inconsciente y órfica, la poesía y la mitología grecolatina, no pueden ya disimular su alianza con la máquina depredatoria del capitalismo: ambos conforman un mismo sistema. El estruendo de las arpas es el grito de gloria del capitalismo llevado a su máximo extremo, hiperproductivo y gozoso de consumo estético y capaz de mercantilizar todo lirismo. La lira de Orfeo, el arpa erigida en medio de la orquesta y el contacto sublime con la naturaleza son fases estéticas absorbidas por un mismo flujo de desarrollo extractivista en manos del capitalismo:

“A la hora presupuestada

 acudieron los monarcas de la materia.

Trayendo la Guerra eterna el Gólgota de las bestias

para los hijos de América

la que respira con dificultad entre bostezos de fábricas

y ríos vaciados entre los páramos del atardecer.”

(en El arribo, p. 9)

Máquina de tortura y estandarte fálico del “Gran Reino Transnacional”, destino final de una civilización construida a partir de la explotación de los hombres, del exterminio de las culturas periféricas y de la expoliación de la naturaleza, Occidente declara su carácter sistémático. En efecto, con un lenguaje ahora más mesurado, Occidente muestra su rostro, apareciendo como Unidad, un Todo integrado donde la religión y la alta cultura desnudan su naturaleza: un instrumento en beneficio de la civilización en cuanto sistema de dominación. Pero en un intertanto, tras un segundo de descanso en medio de esa dominación, se presenta una luz suspendida, un claro abriéndose para una añeja nostalgia:

“Occidente, luces decrépito

cuando te arrodillas a beber

en tus riberas desoladas.

entre las cúpulas del ocaso

se desmoronan los siglos

que te ignoran. Y estás solo

en tu festín, en tu hecatombe

de miradas vacías

en la mesa donde ya nadie

volverá a responder

el llamado de la madre.”

(en Preludio, pp. 13-14)

Sebastián Núñez Torres -poeta chileno y candidato a Doctor en Literatura por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso- ha publicado el poemario Las arpas rotas (Bajo la lluvia Ediciones, 2020), contagiado por la vibración irascible y destituyente que atraviesa a la revuelta chilena. Pero también, lo ha hecho desde una delicada, sutilísima, poética –como se evidencia en el segundo conjunto de poemas reunidos en la obra-.

Así, este poemario no se limita a ser una simple denuncia de Occidente o de su decadencia. Es cierto, apunta y enrostra a esta máquina depredatoria, automatizada en sí misma y emancipada de todo control humano que es el capitalismo; pero también enuncia su fin. Fin entendido tanto en calidad de finalidad destinal y como en calidad de conclusión temporal. De aquella catástrofe, de esta crisis donde la máquina occidental convulsiona sobre sí misma, implosiona ahogada por su propia hiperproductividad, florece, casi en el mutismo de la gracia, del don inesperado, un lenguaje nuevo. El neobarroquismo escritural en medio de un contexto de luchas sociales -esto es, en tiempos de revueltas a nivel mundial- representa los primeros engranajes de la máquina en saltar por el aire. Y estos engranajes, no líricos sino contaminados, sólo pueden ser fotografiados –siempre de perfil- por la poesía, y por los delirantes cuerpos que la enarbolan:

“Ebrios de miradas desafiantes y puños levantados,

al borde de autopistas con el sol burlesco en las espaldas

en los intersticios de noches pétreas, demencia,

luz gestándose en el útero del neón

en parque bajo el aliento cansado de faroles

y la danza de semáforos en las orquestas de la esquizofrenia.”

(en Preludio, pp.14-15)

Un tono similar al del Neruda más metafísico, aquel que se angustia ante la modernidad y que queda plasmado en Residencia en la tierra, es el que se respira en este deambular errante por la ciudad devastada. El poeta, así, resiste a la catástrofe en la medida que deviene desmesura y testimonio: el poeta se vuelve, al mismo tiempo, testigo y vidente.

Pareciera ser que después de los primeros poemas, donde se expresa estridentemente el colapso, a través de una verborrea apocalíptica y de la sobreadjetivación de imágenes que acompañan el vaticinio de derrumbe de Occidente, el hablante se replegara en un lirismo tibiamente melancólico o en una suerte de pureza diáfana, carente de todo rencor y mala consciencia:

“Como viejos árboles

de pronto afectos a su peso,

se desplomaron los sacramentos

el estatuto del alabastro,

la mueca pretenciosa

en los labios de la Ley;

se vaciaron las clepsidras

y en las manos

el agua se escurrió

como las horas vacías

donde el destino se sumerge.”

(en La caída, p. 16)

Como si trazara el itinerario de un forzado viaje espiritual, donde la virtud del poeta consiste sólo en seguir siendo poeta, Núñez Torres descubre savia nueva bajo la corteza corrompida del cemento civilizatorio. La tierra originaria renace para ser única, nuevamente única: los amores vuelven sobre un recuerdo que no encaja en los ojos de la mujer amada, el hermetismo y los silencios significan algo por primera vez esbozado, un gesto nunca del todo traducible. Sin saber cómo, la inocencia del mundo ha sido recobrada; donde recobrar es sinónimo de apreciar –sin desear poseer- un tenue musitar posterior a la catástrofe y anterior a las certezas:

“Pero hoy te digo que olvides

las rutas conocidas del sosiego

y que no cometas el error de Orfeo

de mirar atrás,

pues iremos tan lejos

que nos adelantaremos a la causalidad

y los hechos ocurrirán antes que los motivos.”

(en Tendencia, p.25)

Hacia el final del poemario, como si nos susurrara una canción de cuna al oído para acunarnos bajo un universos ya sin días y sin noches, Núñez Torres escribe desde lo amoroso para ir más allá de lo amoroso:

“En tu premura yo podría ser

un remanso de calma

para cuando estés

saturada de tempestades,

un puerto que te rescate de Caribdis

y el humor apenas turbulento

de la memoria cuando se afana

en quien nunca nos querrá

de la misma forma.”

(en Poema 11, pp. 28-29)

El último estertor del poemario se hunde en la serenidad y en el reflejo de la no-repetición: promete la esperanza de transitar por el camino desandado.