domingo, 29 de noviembre de 2015

Sobre la Quinta Sinfonía de Shostakovich.

Dimitri Shostakovich jugando ajedrez.

El contexto en el cual Shostakovich empieza a componer su Sinfonía N°5 (1937) es riesgoso. Si hasta hacía una década el compositor era visto por parte de la jerarquía estética stalinistas como el niño símbolo de la identidad musical soviética, dicho sitial empezaba a erosionarse a partir de la ópera satírica que había engendrado pocos años atrás, Lady Macbeth de Mtsenks (1934). En tal ópera nuestro Dimitri parodiaba ciertas actitudes de desprecio y aversión ante la burguesía adquiridas en Rusia posteriormente a la Revolución Bolchevique. Esto, sumado a elementos musicales vanguardistas e innovadores que fueron declarados como decadentes y burgueses, hicieron que los altos dirigentes de la estética soviética junto al propio Stalin fijasen su mirada en los próximos pasos musicales a seguir por Shostakovich.

En efecto, en medio de un clima tan hostil para un artista como el que imperaba en la Rusia de los años 30, esto es, con una política estatal de control sobre  las obras de arte, las cuales estaban obligadas a enmarcarse dentro de los cánones del realismo socialista (sencillez formal, comprensibilidad del mensaje, transmisión de voluntad social, veneración temática a la causa histórica, etc.), Shostakovich da luz a su Quinta Sinfonía. Esta obra, a primera vista, no sólo establecerá una transitoria reconciliación entre el músico y la alta jerarquía oficialista por yacer circunscrita dentro de los cánones exigidos, sino también llegará a ser un hito dentro de toda la URSS, una especie de himno apropiado por el proletariado soviético capaz de reflejar el espíritu victorioso y superador, la concreción de la finalidad última consistente en la supresión de las clases sociales y la transformación real de la utopía marxista.

Por lo mismo, no resulta extraño que esta Sinfonía pueda ser leída como una obra que solamente llega a triunfar en el último movimiento, en la gloriosa majestuosidad de los bronces y timbales que concluyen la merecida victoria que el hombre mismo se ha ganado luego de un mar de sangre, de dudas y de angustias derramada a través de los movimientos precedentes. Ésa, la lectura histórica, es la que vincula a Shostakovich con el realismo socialista. Allí, en el primer movimiento, están las descripciones de las marchas grotescas y satíricas con que el poder militar de ejércitos vendidos han servido los intereses miserables de élites burguesas. Posteriormente, en el segundo movimiento, el juego de los vientos al cual luego se integran las cuerdas deviene pura conciencia cínica, puro ideología, banal religiosidad, la cual se encuentra representada por un lirismo melódico que desemboca en unos últimos compases enérgicamente graciosos. Pero allí, cuando acaba la religión, cuando concebimos la finitud humana en su mera inmanencia, cuando el ateísmo se hunde en su propio abismo, es decir, durante el tercer movimiento, emerge la duda y el cansancio, la fatigosa mirada que instala la crisis de la materialización redentora de la utopía marxista. El tercer movimiento es el más desgarrador. En él las líneas melódicas y los stacattos anteriores han dado pie para la aparición de una confusión radical: ¿valdrá la pena luchar? De alguna manera Shostakovich escenifica el riesgo del nihilismo negativo: ya que Dios ha muerto, ya que nada tiene valor por sí mismo, ya que no hay un fundamento externo que garantice el sentido de la humanidad, ya que todas las cosas se diluyen en el viento que las envuelve como palabras vacías, ¿valdrá la pena luchar? Así, los compases de este movimiento se terminan de extinguir en una nada informe, llena de oscuridades, dudas y silencios. Será por ello que el último movimiento contará con toda una agudeza psicológica que, partiendo con la enérgica tensión de las cuerdas, tendrá que desarrollar estas temáticas presentadas en el tercer movimiento de un modo ascendente hasta lograr el triunfo final representado por la primacía absoluta de los bronces redoblados por los timbales. Es la historia del hombre de la cual el hombre mismo se ha apropiado: el proletariado ha subvertido su otrora carácter de clase dominada y ahora se alza victorioso en el lenguaje de la acción musical, se torna “en” y “para-sí” como sujeto que forja los designios del acontecer histórico.

Sin embargo, a pesar de lo plausible de esta lectura histórica (la cual de seguro fue la que satisfizo a los inquisidores soviéticos), de todos modos valga la siguiente interrogante: ¿por qué Shostakovich no compuso esta sinfonía como una obra programática? Es decir, al no haber ningún sustento literario de base a la música, se especula que Shostakovich dejó un margen de acción para plantear su inconformismo con la cercenadora política estética stalinista. Esta disconformidad se expresaría a través de ciertos angustiosos y desoladores pasajes del tercer y cuarto movimientos, en los cuales se transmite ese aire de opresión tan representativo en sus obras posteriores.

En fin, si el debate sobre el verdadero sentido de esos pasajes intercalados sigue abierto es porque una obra de arte tan sublime como la que Shostakovich nos donó con su Quinta Sinfonía admite una multiplicidad de interpretaciones conceptuales, lo cual, desde ya, marca el fracaso de toda política estética que intente coaccionar la polisemia artística.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Sobre dos tipos de ocio.

En nuestras sociedades contemporáneas marcadas por la hegemonía de la productividad económica y donde todo conocimiento teórico es reconocido en plenitud solamente allí cuando logra traducirse a términos prácticos, la experiencia del ocio ha sufrido una profunda mutación.

En efecto, si en tiempos de los griegos el ocio era visto como una de las condiciones de posibilidad necesarias para la emergencia de la filosofía (tal cual lo dejó expresado Aristóteles), principalmente gracias a la imposición de una tonalidad del alma caracterizada por lo contemplativo, actualmente la misma experiencia del ocio no cuenta con dicha disposición anímica que desemboque en lo filosófico. Y esto se debe justamente a que nuestro ocio contemporáneo no descansa tanto en lo contemplativo, es decir, no descansa en la templanza del alma que deja aparecer ante sí, con cierto grado de temor y retrocediendo a las (pre) ocupaciones materiales, los acontecimientos asombrosos de la existencia. Ya nadie palpita ante la apertura radical de una pregunta sin respuesta (¿por qué el ser y no la nada?) en la cual se deja transparentar la fragilidad y contingencia de toda existencia, su carencia de toda necesidad y el aura de terror que conlleva tal fragilidad. Ya nadie se conmueve ante el estremecimiento de las preguntas puesto que todos yacen obsesionados con las respuestas fáciles y presuntamente exactas. Eso fue lo que Heidegger denominó como respuestas propias de las filosofías de la presencia. O sea, respuestas de filosofías que siguen moviéndose en el plano de los entes en lugar que en el del ser, en lo óntico antes que en lo ontológico. Y la ciencia, como consumación de la metafísica moderna, ha dado múltiples respuestas arraigadas en el nivel óntico, en el nivel de los entes intramundanos, pero es incapaz de responder las preguntas por el sentido, por la esencia del acontecimiento. Así, si el ocio de la antigua Grecia contaba con la virtud de poder hacer vibrar el resplandor de las preguntas asumiendo una ignorancia extrema capaz de derivar en el terror del asombro y la aporía (como sucede en el diálogo “El sofista” de Platón), esto se debía a que las mismas preguntas no se contentaban con respuestas contaminadas por la exactitud de la ciencia o de las filosofías de la presencia.

Nuestro ocio contemporáneo, en contraste, es el resultado de un proceso histórico que no cuenta con la contemplación como base en la cual repose dicho ocio, sino que posee al aburrimiento como sustento. De ahí que el ocio actual sea algo tan perjudicial: tenemos un deseo de diversión, un anhelo como promesa fundada en nuestras experiencias pasadas, pero somos incapaces de concretarlo y esto nos lleva a un sentimiento de vacío constante, a un sentimiento de negación del mundo y, sobre todo, de negación de nosotros mismos; nos lleva a algo peor que la muerte: a desear la muerte. En el aburrimiento, como bien lo definió Humberto Gianinni, se manifiesta una degradación ontológica. Cuando habitamos el aburrimiento somos presa de nuestro propio egoísmo, de un egoísmo no moral sino existencial, el cual nos impide donarnos tanto al prójimo como a las cosas puesto que los vemos en su mera función de disponibilidad para nosotros y que en ese momento son imposibles de satisfacernos. Experiencia ontológica degradada, en el aburrimiento deseamos acceder a la mera dimensión de los entes, de las cosas como instrumentos para llegar a divertirnos, a (pre) ocuparnos de algo, y nos hallamos imposibilitados de embargarnos del resplandor de  las preguntas por el ser, puesto que todo gira en torno a nuestro egoísmo existencial. Y tiendo a creer que el ocio actual tiene por origen esa instrumentalización de los otros o del mundo que se resume en el aburrimiento. Por lo mismo se comprende que en nuestras sociedades contemporáneas el ocioso devenga cualquier cosa menos filósofo.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Sobre "La vocación de San Mateo" de Caravaggio.

"La vocación de San Mateo" (1599) de Caravaggio.


La llamada es sutil pero decisiva. El dedo de Cristo se alza en un movimiento sublime, ingrávido, de sagrada eternidad. La cita que ejecuta Caravaggio en pleno tiempo de la Contrarreforma tiene por origen, obviamente, al Miguel Ángel de la Capilla Sixtina. No es casualidad, entonces, que junto a Cristo, como protegiendo su cuerpo de cualquier mirada banal y curiosa por parte del espectador, se halle la figura de Pedro, representante de la Iglesia Católica, quien con un gesto mucho más tosco y mundano, también indica con el dedo a Mateo.

Más arriba, la luz desciende en diagonal desde algún lugar sin nombre otorgándole al cuadro su arquitectura profunda en contraste con el fondo sombrío. Adivinamos que Mateo, hasta antes de ese momento luminoso, se mantenía en la oscura labor de la recaudación de impuestos que absorbía, tal cual como dos de sus compañeros de mesa, el sentido de su existencia. Sin embargo, ahora Mateo es interpelado por un acontecimiento trascendente. Sin buscarlo, él mismo se ha encontrado gracias a la llamada que ilumina su camino. Sin buscarlo, el propio Mateo, incrédulo en un comienzo, temblando de dudas después y finalmente naciendo de nuevo y para siempre, consuma su autenticidad: el vivir desde sí mismo ya no en relación instrumental y cosificadora con los otros a través del dinero, sino el vivir desde sí mismo en gratuita confianza hacia el sobresentido revelado. Así, quizás Mateo venga a encarnar el vaciamiento más radical, el salto más riesgoso, el giro más drástico de todos los apóstoles: su existencia manifiesta una torsión absoluta en el tránsito abrupto que va desde las comodidades materiales y del afán de recolección económica hacia la espiritualidad de su apuesta. Mateo es capaz de acoger dentro de su alma eso que lo rebasa; Mateo es capaz de lo imposible; Mateo es capaz de Dios.

Por ello, por su carácter inanticipable e incontrolable, por ello, por la capacidad de irrumpir en la cotidianeidad más burda e inesperada, bien podemos afirmar que esta obra de Caravaggio retrata con una belleza extremadamente realista un fenómeno extremadamente metafísico, un fenómeno irretratable: la singularidad incomunicable de todo acontecimiento. Es decir, detrás de un motivo religioso, detrás de una técnica prodigiosa, detrás de una inmediatez visual que le confiere a esta obra una naturalidad fuera de serie, está latiendo todo lo que supera al lenguaje y a cualquier explicación arraigada desde nuestra propia e ingenua autonomía: el acontecimiento como la posibilidad de ser creados, cuando menos lo pensemos, por un Otro que siempre nos excede. Llámese Dios o acontecimiento.

lunes, 2 de noviembre de 2015

Sobre el conocimiento científico.

La mayoría de las veces tendemos a creer de un modo bastante simplista que las ciencias avanzan progresivamente en su labor fundamental, esto es, en la tarea de develar el conocimiento de eso que solemos a llamar realidad. Así, nos reímos de la añeja física aristotélica en comparación a la física inaugurada por Galileo y consolidada por Newton. A su vez, también nos causa cierto cándido rubor el comparar tan sólidas y a primera vista incuestionables teorías contemporáneas, como por ejemplo la teoría darwiniana de la evolución, con otras visiones antropológicas que han quedado sepultadas bajo los cafés derramados en mesas trasnochadas.

Sin embargo, no hay que olvidar algo que nos enseñó Kuhn poco más allá de mediados del siglo pasado: el conocimiento científico no progresa de modo acumulativo, sino de manera resignificativa. Esto quiere decir que la ciencia posee paradigmas inconmensurables entre sí. De esta forma no habría una relación de inferioridad por parte de la física aristotélica en comparación con la física de Galileo puesto que la primera yacería inmersa en un contexto epocal “onto-teleológico”, es decir, donde los objetos eran estudiados de acuerdo a sus propiedades esenciales y a sus posibilidades metafísicas de orden natural. En contraste, la física de Galileo introducirá la matematización de la realidad puesto que el contexto histórico del Renacimiento abogaba por un “deseo de exactitud” sobre los objetos estudiados con la intención, ya incipientemente proclamada en esta temprana modernidad, de dominar y transformar el curso de la naturaleza.

Así, porque las significaciones otorgadas a un fenómeno dependen del paradigma contextual en el cual dicha fenómeno se inscribe, Kuhn es capaz de afirmar que el conocimiento se resignifica  dependiendo de la época y cultura en que es investigado y de las funciones que cumple en determinada sociedad, siendo imposible tildar de inferior o superior la cantidad y calidad de conocimiento entre diversas épocas y paradigmas. Y si no puede haber juicio entre distintos paradigmas epocales se debe a que, junto con no existir un punto de comparación lo suficientemente neutral desde donde emitir el juicio, todo conocimiento se encuentra anticipadamente historizado y politizado, dependiente de la visión de mundo que la sociedad instaura. En efecto, no es casualidad que el darwinismo haya tenido su auge en plena sociedad liberal inglesa. Al ser una teoría que sostiene  la primacía de un modelo sin modelador y a plantearse en oposición a las ideas religiosas basadas en un paradisíaco punto final hacia el cual presuntamente habría de dirigirse la Historia hermanada con la Divina Providencia, viene a representar el correlato biologicista de toda una cosmovisión política consistente en la pasión por la idea de progreso indefinido.


Bueno, quizás al final hasta el mismo conocimiento sobre la realidad sea esclavo de su tiempo. Pero esta última reflexión ya no es conocimiento de la realidad, sino apreciación fatal de la tragedia propia del determinismo histórico.