lunes, 22 de agosto de 2016

Sobre las cosas.

Tendemos a ver las cosas desde lejos. Las vemos como si ellas sirvieran siempre para algo. Para algo que viniese a justificar su existencia. Para algo útil y que de paso nos sirva. Digo que las vemos desde lejos porque no concebimos a dichas cosas entramadas plenamente con nosotros mismos. Si bien desde siempre yacemos en una relación pragmática con ellas, determinadas por el uso para algo, este pragmatismo atestigua justamente una brecha, la presencia de un vacío, la dolorosa abertura de un olvido: desde hace mucho tiempo que debemos violentar a las cosas para hacerlas operativas, para manipularlas o descifrarlas. Hemos olvidado nuestra comunión con ellas.

En ese tenedor que utilizo para llevar la comida a mi boca, en esas sábanas rugosas que resguardan mi sueño, en la ventana de mi habitación por la cual penetra la rudeza del mundo, todas esas cosas indudablemente cumplen una función. No obstante esas cosas presentadas de tal modo, es decir, presentadas como útiles destinados a satisfacer una necesidad del sujeto que las forjó, no agotan a las cosas mismas. Las cosas, por así decirlo, siempre son más de lo que son, siempre terminan siendo más de lo que en una primera instancia aparentan. Por eso cuando ingresamos en un plano que trasciende la cotidianeidad déspota del uso, cuando somos capaces de suspender el egoísmo de la mirada determinado por la utilidad, podemos contemplar a las cosas desde una perspectiva renovada. Desde una perspectiva que supere a la misma cosidad de las cosas.

En la experiencia estética es donde con mayor vigor se muestra ese desplazamiento desde la cosidad de las cosas, desde su carácter meramente pragmático, hacia la esencia de ellas como un acontecimiento de asombroso sobresentido. Así, cuando nos introducimos en dicho estado experiencial no reparamos en la función directa de las cosas, sino que nos interrogamos, gracias a ellas, por un sentido mayor: las cosas nos interrogan por un sentido nuevo. Las cosas nos interpelan. Ya no nos conformamos con el significado exacto y unívoco de la función de una cosa en particular. En un cuadro, por ejemplo, buscamos el significado a partir de lo que las cosas nos interrogan pero cuyo sentido no se restringe a la suma del conjunto de ellas, a la totalidad compuesta por la suma de todas las cosas presentes en la obra de arte, sino por un éxtasis que siempre está más allá de cualquier interpretación absolutizante y donde la singularidad misma de nuestras vivencias pasadas en comunión con las cosas es la que viene a significarlas. En otras palabras, en la experiencia estética mantenemos el trato más problemático con las cosas, el trato más enriquecedor con lo que ellas vienen a representar entrelazadas con nosotros, vinculadas con nuestra historia y siendo interrogados incesantemente. Ya no son meras cosas en calidad de útiles operables para algo: se convierten en signos esforzándose por transparentar un sentido oculto que nos seduce con toda su carga de inevitable opacidad.


Ningún tenedor puede ser sólo un tenedor: en él también se acuna, de repente, el reflejo sorpresivo de la propia mirada cansada a la hora de comer con la familia. Ninguna sábana puede ser sólo una sábana: en ella se prolongan nuestras arrugas, nuestras angustias, nuestros insomnios como huellas de una noche demasiado estéril para haber sido pasada en compañía. Y ninguna ventana sólo mira de adentro hacia fuera: en todas las ventanas del mundo convive el paisaje que ingresa por ella con el hombre que, aunque sea alguna vez en su vida, se estremece por la posibilidad imaginaria de ingresar en el paisaje. Como nosotros mismos ingresando en la piel hospitalaria de las cosas recobradas.