sábado, 19 de diciembre de 2015

Sobre las soledades y el lenguaje.

Existen a lo menos dos tipos de soledades entramadas con el lenguaje que se diferencian radicalmente la una de la otra.

La primera se trata de una soledad motivada por un arrebato de voluntad, una soledad deseada por el sujeto en un momento dado y concretada por éste en tanto logra desvincularse de un medio determinado o del peso agobiante de las miradas ajenas. Ahí está, por ejemplo, el furtivo retiro de la fiesta familiar, con sus risotadas de champagne y saludos añosos, para resignarnos a contemplar la cascada de estrellas que ornamenta el cielo de verano y ante el cual nos sentimos eternamente frágiles, inmensamente solos y, aún así, más en familia con nosotros mismos que con los de nuestra sangre. Esta soledad -la soledad por agravio o por desprecio- se alza como un lugar de encuentro del sujeto consigo mismo. Gracias a ella hay una reafirmación de nuestra interioridad en la que el relato mudo con que desarrollamos nuestro soliloquio, en la que las palabras impronunciadas que van articulando nuestra tristeza o enfado sin testigos, es capaz de llevarnos a una relación de sinceridad con nosotros mismos. Relación de sinceridad que precisamente yace configurada en la capacidad de expresarnos y construirnos por medio de ese lenguaje que vamos desplegando en silencio. En efecto, en ese tipo de soledades físicas y padecientes en que sólo contamos con la invisibilidad del lenguaje como único puente capaz de sostener la comunicación entre lo que somos y el modo cómo nos recibimos a nosotros mismos. Y justamente porque el lenguaje cumple a cabalidad su labor, esto es, porque el lenguaje refiere a algo que está fuera de sí mismo con perfecta armonía (en este caso eso que yace fuera del lenguaje pero a la vez absorbido por éste son nuestras propias vivencias subjetivas), es que el lenguaje mismo se torna invisible: mientras más efectivo es el lenguaje más pareciera que anula su capacidad representativa, más pareciera que su capacidad es presentar antes que re-presentar. Así, en dicha primera experiencia de la soledad física, el lenguaje operaría como si él mismo no existiese, operaría como si trabajase desde las sombras, sin ni la más mínima petulancia, presentando al mundo interior de nuestras vivencias tal cual como las sentimos. El lenguaje y su impresentabilidad a la hora de representar: el lenguaje como la región encubierta que eleva una ilusión de transparencia entre el sujeto y sí mismo.

Sin embargo, existe otro tipo de soledad que se funda y desencadena en las entrañas mismas del lenguaje. Esta soledad lingüística se basa en el sentimiento consistente en que las palabras no son capaces de expresar nuestra interioridad. Allí, en medio de una reunión festiva, nos hallamos junto a un familiar lejano al cual no veíamos hace muchos años; entonces a medida que la conversación va suscitando el contrapunto entre cálidos y nostálgicos recuerdos de infancia buscamos en vano combinar las palabras precisas que sean capaces de expresar lo que sentimos ante su mirada cada vez más desconcertada; pero no las hallamos porque la experiencia el éxtasis de la experiencia rememorada ha sobrepasado la función referencial del lenguaje. Es en este tipo de soledad lingüística donde ya no nos podemos concebir sino como seres que, dado el desencuentro entre su interioridad y el lenguaje, han fracasado en el acto comunicativo y que, producto de ello, se encuentran radicalmente solos. Solos no ya en sentido físico -como en el caso del primer tipo de soledad-, sino padecientes de una soledad más extraña y difusa, de una soledad inclasificable: la soledad de no ser comprendidos por nadie a cabalidad. No la soledad de la carne, sino la soledad del sentido que tiene la carne.

Si en el primer tipo de soledad el lenguaje emerge como invisible posibilitando la transparencia entre la interioridad vivencial del sujeto y su recepción discursiva, entonces en este caso de soledad lingüística el lenguaje se deja ver como problemático, como sustancia en crisis, como puente fracturado que impide el tránsito de la expresión de mi propia subjetividad hacia otras subjetividades. Por ende, en esta última experiencia el sujeto deviene puro ensimismamiento angustioso puesto que es incapaz de llevar a cabo el propósito ético del lenguaje comunicativo: decir algo sobre algo a alguien. Es la soledad de quien se desencuentra no sólo con una herramienta que siempre tuvo a la mano, sino que también es la soledad de quien desespera en el intento de trascender sus límites en pos de darle sentido a una vida en comunión con los demás: es la soledad del no decir-nos.