domingo, 15 de febrero de 2015

Sobre Agustín: dos lecturas a la recepción de Dios.

Al interior del Libro VII de sus "Confesiones" Agustín de Hipona menciona lo siguiente:

“Y cuando por vez primera te conocí, tú me tomaste para que viese que existía lo que había de ver y que aún no estaba en condiciones de ver. Y reverberaste la debilidad de mi vista, dirigiendo tus rayos con fuerza sobre mí, y me estremecí de amor y de horror. Y advertí que me hallaba lejos de ti en la región de la desemejanza.”

En el pasaje anterior Agustín transita, al igual que el enfermo que por un momento siente la belleza de la luz para luego hundirse en la ceguera nuevamente, desde una emoción fugaz que le otorga la posibilidad de acariciar la dimensión ontológica del ser hacia la caída en la dispersión de las cosas, en la fragmentación del mundo. En efecto, la lectura habitual de este fragmento nos llamaría a interpretar que Agustín sufre de una experiencia mística susceptible de rebasar cualquier reduccionismo racional, pero cuya duración se concentra en una ráfaga minúscula de tiempo provocando en él una sensación de amor y horror. Este “estado del alma”, este padecimiento anímico, puede ser entendido como la contemplación de una verdad luminosa por quien no está habituado a ella, tal cual como la imagen platónica de la Alegoría de la Caverna. En ese caso sólo se puede incursionar en la luz de la verdad, proviniendo desde la oscuridad del mundo material, de un modo gradual y progresivo.

No obstante nos atrevemos a ofrecer una segunda lectura. Ésta consistiría en interpretar la experiencia de Agustín como un “choque liberador”. Aquel "choque liberador" operaría como aquello que junto con confrontar a Agustín con el extrañamiento simultáneo entre dos dimensiones de la realidad totalmente distintas, esto es, la colisión entre la sensibilidad mutable de lo material a lo cual él yacía acostumbrado y la esfera ontológica de lo inmutable representada por el brillo del ser, abre a la vez la promesa de liberación futura de toda opresión inmersa en el campo carnal, en lo sensible, en lo mutable, para tender hacia el reino ontológico del ser. Así, lo que quizás horroriza a Agustín no sea la fugacidad, no sea el vértigo de la caída al mundo de la costumbre, al mundo cotidiano y habitual, a “la región de la desemejanza”. Lo que horroriza a Agustín tal vez sea la relación de desproporción, de asimetría, la desequilibrada brecha entre el exceso de sentido de aquella luz divina que se expande como inmutable y verdadera, por un lado, y su fragilidad como cuerpo sujeto al devenir, al vicio, a la enfermedad, su debilidad carnal de no ser capaz de recepcionar aquel mismo exceso divino, por otro. En última instancia, la interrogante es la siguiente: ¿podemos recibir lo que nos rebasa?, ¿podemos como hombres finitos recibir lo infinito?, ¿somos capaces de Dios?

Evidentemente la segunda lectura, que se corona con las preguntas anteriormente expuestas, apunta a polemizar con la visión de la filosofía moderna, principalmente la kantiana, al momento de presentar su modo de concebir la relación sujeto-objeto. Si Kant nos enseñó –para decirlo simple y groseramente- que todo lo recibido se recibe al modo del recipiente, o sea, en el caso de los seres racionales finitos, que toda experiencia yace condicionada bajo la estructura categorial compuesta por el tiempo y el espacio como elementos aportados de modo a priori por el sujeto, ¿entonces cómo podemos acceder y recepcionar aquello que rebasa dichas categorías?, ¿acaso podemos tener experiencia fenoménica de lo eterno, de lo que trasciende los límites finitos de nuestra propia constitución?