domingo, 11 de enero de 2009

Reflexiones sobre las Estrellas.

Las Pléyades.

Hay un Maestro de ajedrez aficionado a la astronomía. El otro día fuimos a su casa junto a un grupo de viciosos de este deporte-ciencia y pudimos disfrutar de sus ilustrativas enseñanzas sobre las constelaciones mientras mirábamos a través de prismáticos la noche granulada de estrellas. Referencias a la composición de los objetos celestes, a las distancias siderales, a los años luz que nos separan de ciertos fulgores de otras galaxias.

El comentario existencial que más se repitió después de la observación fue que somos la nada misma en el Universo. Esa noche escuché muchas frases como éstas: "Un siglo humano es un lánguido bostezo astronómico"; "la historia natural de nuestro planeta, una fugaz sonrisa de la Vía Láctea"; "cualquier complicación del hombre parece ridículamente superflua". Entonces, al proseguir contemplando el cielo estrellado en conjugación con los datos que nuestro amigo astrónomo nos hacía saber, yo pensaba que estaba siendo invadido por todo aquello que el hombre no ha podido invadir, una tierra que no hemos podido tocar, estaba siendo conquistado por la desnuda realidad de entidades físicas sin interioridad ni intencionalidad: los objetos del estudio astronómico nos superan espacial y temporalmente sin ni siquiera proponérselo, nos someten a su compleja funcionalidad matemática y a su bello estampado nocturno sin necesidad de querer hacerlo. Pero aquello era una ilusión, pues lo que realmente me sobrecogía era saber que todo el firmamento es un indicio de algo mayor. Cuando vemos las estrellas lo que nos estremece no es realmente el saber de las estrellas per se, ellas no son más que la forma por donde se atisba una insinuación de una esencia humana, divina y cósmica a la vez: lo que nos estremce es el arquetipo del origen y del fin, de Alfa y Omega, de lo Trascendente y Continuo, de lo Absoluto, de Dios. Así lo entendieron -y en algunas partes lo siguen entendiendo- múltiples culturas.

Esta continuidad también está presente en El Erotismo de Bataille pero como energía dionisiaca que -en el orgasmo sexual y los sacrificios divinos- vuelve a unificar el desgarro del hombre, en tanto Parte, con el delirante caudal y flujo del Todo cósmico. Esta energía posee su correlato científico en ciertos elementos químicos propios del Big Bang que se mantienen como partes de la composición biológica del ser humano. Este desgarro universal, la fragmentación del hombre con el Universo, parece involucrar incluso a teorías psicoanalíticas (como el sentimiento oceánico del bebé en el vientre materno) y a su vez mitos de variadas culturas (el Caos griego, por ejemplo), lo que confirma el carácter arquetípico de índole estructuralista.

Ahora bien, la astronomía nos abastece de múltiples datos e información que enriquece nuestra matriz interpretativa. Sin embargo, cuando interrogamos a la ciencia por nuestras grandes preguntas solamente obtenemos pequeñas respuestas. Estas grandes preguntas son las que versan sobre el sentido de la existencia. En todo hombre que experiencia el fenómeno de acercamiento a la noche estelar (acercamiento que ya viene condicionado por la cultura desde la cual el observador se sitúa como lugar enunciativo) se despierta un espíritu que yacía sumergido, un deseo de contacto con lo que trasciende como residuo retroactivo del volver a la continuidad inicial que ya hemos olvidado. Un murmullo del Todo.

Y llega el momento en que alucinas, terminas de alucinar y te haces esa perentoria pregunta por el sentido. Debes decidir entre varios caminos para construir comprensivamente aquel fenómeno que te sobrepasa. Necesitas crear puentes con lo desconocido, comprender lo que apenas se comienza a insinuar. En la historia de la cultura occidental estas opciones podrían simplificarse en tres estadios de conocimiento y de vinculación con lo trascendental, según el análisis de Comte: el mítico en la Antigüedad, el teológico-metafísico en el Medioevo y el científico de la razón positiva en la Modernidad.

Pareciera que en nuestra época posmoderna conviven jirones de estas tres visiones. Llevado al tema de la experiencia estelar estas posturas tomarían más o menos las siguientes formas- parto por las que personalmente menos me satisfacen-: 1) La opción de la presunta verdad científica propia de la astronomía: le sacas la máscara a ese gran impostor que es Dios y empiezas a medir su rostro para ver el Universo, supuestamente, tal cual es. 2) La opción mística: te acurrucas en mapas estelares de connotación esotérica, no para verle la real cara a Dios sino para estar un poco más seguro de que tu vida no anda a la deriva, para vivir en el laberinto de la carta astral que es el patio trasero del Paraíso. 3) La opción artística: te sitúas a medio camino entre la ciencia y la religión, entre el escepticismo y el dogmatismo, ya sea como agnóstico crítico o pietista sufriente que añora la certeza divina, pero donde ambos mantienen una relación oscilante con Dios (el agnóstico lo hace a la manera de Aliocha Karamazov enjuiciando a Dios por permitir la crudeza fatalista de las pasiones humanas; el pietista, en cambio, siente el acercamiento de Dios con alegría conmovedora pero sufre cuando peca torturándose al temer que ya no es digno de Él, como en las Cantatas y Pasiones de Bach). En esta cosmovisión artística, los astros se contemplan como metáforas ambiguas. Por ejemplo, el Sol no es sólo una simple estrella mediana y punto (como en la postura científica); pero tampoco es Dios (como bajo algunas ópticas místicas): es la posibilidad simbólica que nos otorga la luz, aquello que nos deja ver e ilumina el devenir, la condición de posibilidad de la creatividad (agnósticamente) y quizás la primera piedra de La Creación (pietistamente).