jueves, 22 de octubre de 2020

Revuelta y acontecimiento (negativo)

 


Vivir el tiempo histórico que abre la revuelta implica no dejarse aturdir por los moralismos pastorales vigentes anteriormente, y a través de los cuales se nos condujo, ciegamente, durante décadas. Ni ciudadanos, ni consumidores, ni electores, menos individuos: devenimos vida inclausurable, irreductible a cualquier sustantivo; vida sin sustancia.

Estar a la altura de la revuelta no es sinónimo de cumplir con código de manuales (como el monaguillo) ni con un comportamiento previamente determinado (como la disciplina militar); no hay sinónimo para estar a la altura de ella, las palabras mismas parecen descentrarse, trastornarse en la experiencia callejera y ardiente, para, así, indagar nuevas poéticas y lenguajes. Lo que hay, sin duda, es una apertura de pensamiento y una disposición a la acción, donde pensamiento y acción devienen carcajada y desborde, imaginación de una nueva vida y suspensión de todo sentido trascendente a la historia, y también destitución de toda certeza y cotidineidad, de toda sensación gastada, carcomida por una temporalidad de la rutina neoliberal. Estar a la altura de la revuelta significa ponerse a tono con la ruptura de tono, con un tiempo sin sentido externamente introducido, sin simetrías ni repeticiones, con un tiempo que no es condicionado por nada fuera de sí, sino que opera desde sí mismo, siendo él el portador de sus condiciones de posibilidad.

Ello también podría contrastarse con una visión teórica. Si 1) la historiografía positivista enfatizó la fuerza de los acontecimientos como hechos movilizadores protagonizados por las elites políticas en plena omisión de los sectores populares, y si 2) el cruce de fenomenológico y hermenéutico, con su hermenéutica acontencial, reactivó la noción de acontecimiento entendiéndola mucho más allá de una posibilidad intramundana, mucho más allá de un camino que se puede tomar dentro de la existencia, para enfatizar su potencia generadora de posibilidades, es decir, para mostrar su rol de matriz posibilística y, por ende,  de emergencia de otro mundo con un sentido completamente nuevo, entonces, la revuelta popular es un acontecimiento en negativo. En efecto, lo que hace no es proseguir la línea del progreso histórico, ni ascender un paso más en virtud de la aproximación infinita a un télos ideal, cumpliendo con su moralina y siendo dócil a su episteme, a las clases dominantes y a los discursos que de ellas se derivan; lo que hace es suspender ese trayecto temporal, ese paso a paso, ese pronóstico escalonado, pues, precisamente, es ella la que impone un horizonte nuevo, no manipulable ni gobernable, caótico, equívoco y nunca del todo traducible. El acontecimiento negativo, la revuelta, destituye al poder gobernante, desdibujando sus contornos, transgrediendo la clausura de su figura (la Constitución, la ley, la productividad económica, el orden público, la moral pastoral). Y lo hace derrochando, sin calcular el gasto en el uso imaginativo de la potencia expresiva (grafitis, poemas, coreografías, cánticos, marchas, mutilaciones de ojos, pérdidas de vidas). Por eso mismo, la revuelta se halla al margen de la pureza, antes de toda moral pedagógica, nietzscheanamente, más allá del bien y del mal.

A estas características –que en realidad son potencias- la sociología del orden le llama anomia, caos, infantilismo, terrorismo, o, cuando lo pone en perspectiva, malestar. Tal sociología intenta darle rostro a esa máscara que muta, revelando su propio acto egoísta en la pretensión de darle un rostro fijo, estable, disponible a ser manipulado a una revuelta tan contradictoria como pluriforme, tan excesiva como incapturable.

En la revuelta no impera organización ni programa estructurado, no hay petitorio ni exigencias punto por punto, ni movimientos sociales ni vanguardia revolucionaria; tampoco puede llamarse estallido a ese carnaval de furia que se intensifica en las calles y en los cuerpos, que destruye la segregación citadina y el orden moral para mostrarnos que la precariedad de la globalización neoliberal no es la única existencia posible. En la revuelta impera el desgobierno, la espontaneidad rabiosa, la expresión efervescente y la capacidad de hacer explotar las identidades, de volver, quizás como nunca y siempre por primera vez, a hacer la experiencia orgásmica de lo común. Nunca impera el miedo. Y todo lo grande, lo que asombra, lo que irrumpe, lo hace intempestivamente, siempre a nuestras espaldas, cueste las vidas que cuesten, sin reparar en Iglesias ni pastores, en cálculos ni en proyecciones. Es pensar-habitar a contrapelo de las certezas, de la normalidad y también de las normas, tal vez sólo inspirados, por un acto imaginativo común, el cual nunca se reduce a comparar y separar las imágenes de lo imaginado. En una palabra, la revuelta acontece contra toda secuencia historiográfica, haciendo posible lo imposible, lo que nunca pudo preverse: impulsándonos a rodar por un mundo nuevo y permitiéndonos devenir más que ser.

lunes, 12 de octubre de 2020

1492: otra vez


Conquista. ¿Conquista? Otra vez 1492. No una, sino una y otra vez. Al menos dos modos de verlo o no verlo: 1) a partir de la reiteración, del ir y venir de un recuerdo jamás del todo extinto y, por eso, también en constante regreso; y 2) a partir de la persistencia, no evidente ni manifiesta, de una voz, de un lenguaje, de un evento cuya fundación, desde las sombras, nos sigue constituyendo.

En el primer caso, hablamos de la reiteración del evento traumático, de su asedio sobre el aparato psíquico, de la obsesión pendular en tanto vaivén fenoménico. Se trata de la reiteración del recuerdo traumático que acosa al sujeto hasta el grado de identificarse con él: el sujeto, víctima de un suceso traumático, se vuelve ese mismo evento: ha nacido el eurocentrismo, el cual, por cierto, siempre estuvo allí. (Rimbaud lo describió antes de irse a África, y sus palabras resuenan como si las hubiera pronunciado desde un acantilado sobre el Mar Rojo: “Y se volvió a encontrar / ¿Qué? La eternidad. / Es el sol / ido con la mar”). Por eso los complejos: los ojos verdes, el buen porte, el apellido alemán, la alta cultura. Pero en realidad, somos hijos de la chingada, del útero amerindio violado por el conquistador europeo, de la madre a quien el propio huacho, el bastardo malparido que a la vez estamos condenados a ser y no ser (condenados: a no saber quiénes somos), le usurpó la voz para llamar al trauma con la voz de su padre, del violador europeo, y así asemejarse a él: en la propia lengua del criminal. Y la única manera de sobrellevar este trauma consiste en edulcorarlo, en romantizarlo. Si no se puede detener su vaivén, el ir y venir de la culpa, es porque tal forma parte de nuestro propio desdoblamiento. Pues bien, dulcifiquémoslo dentro de lo posible: hasta hoy alabamos al padre europeo, buscando asimilarnos con él, ansiosos de reconocer nuestros rasgos en sus fotos, esas que recortamos de las revistas primermundistas, y, en contraste, descargamos ira y resentimiento contra nuestra madre y sus familiares, contra nuestras culturas originarias y sus saberes ancestrales. “¡Somos lo que queremos ser!” Gritamos a los cuatro vientos con decisión, con independencia; pero siempre hemos querido ser el europeo moderno que no somos o, al menos, que no somos del todo, o que viene como fantasma o que se queda como fantasma reflejado en un espejo a ratos de tinta y a ratos de agua dulce. Ese recuerdo, esa relación de dependencia/independencia con Europa, es aquello que regresa, que oscila, que hiere: una ficción que, por su carga de deseo, fricciona como real. Trauma y Paraíso Perdido: volver adonde nunca hemos pertenecido.

En el segundo caso, el trauma. en cuanto enfermedad, hace síntoma. Nos hemos constituido gracias al lenguaje del violador, siendo ésta nuestra marca de nacimiento. Razón impura, híbrida, vacilante, sucia, vergonzosa de su origen. Pero hemos volteado el rostro, única manera de llevar con nosotros lo que siempre ha estado allí. Buscamos estabilidad dentro de la tormenta, construimos una barca donde estar seguros: un Estado-Nación, una Universidad, otra espada, la misma cruz, una gama de instituciones. El continuum que asegurase la tranquilidad, lo encontramos en la luz civilizatoria que nos fue donada, la cual nos fue recubriendo poco a poco hasta teñirnos con sus colores. Apaciguamos el caos, civilizamos la barbarie, piedra a piedra, elevándonos hacia unas nubes que perdieron de vista cualquier tierra. No nos preguntamos quiénes somos: asumimos que es mejor actuar antes que pensar. Entonces optamos por lo más fácil: estela ilustrada, Filosofía Novomundista, oligarquías del siglo XIX. Hasta bien entrado el siglo XX, no nos cansamos de hacer de América y de su pluralidad cultural, una extensión homogénea disponible para el Nuevo Mundo: sin saberlo, hicimos de América el objeto de deseo destinado a satisfacer las pulsiones egóticas del colonialismo europeo. Así, nos pensamos desde la violencia naturalizada del lenguaje: empezamos por llamarle “Descubrimiento de América” (como si Europa le concediese a América el beneplácito de, recién cuando aquella le ve, ingresar a la Historia Universal) y a lo más llegamos a nombrarla  “encuentro de culturas” (como si hubiese sido un proceso simétrico, dialógico, de bien pensado intercambio cultural); travestimos al padre todopoderoso en “Madre Patria” sin que perdiera el rol de padre; institucionalizamos el evento traumático resaltando el carácter fundacional del “Día de la Raza”. Muchos siguen viviendo dentro de ese mito reconfortante, incapaces de ver lo que no ven, para así conjura cualquier demonio incluso antes que se presente. Se trata de un trauma que, día a día, hace síntoma pero cuyo evento originario no es concebido como enfermedad (Neruda, pese a todo, habita desde dentro del trauma: “Salimos perdiendo… Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras.”) . Sólo en la crisis, en las situaciones límites, lo reprimido se manifestará. Aquí el problema no consiste en ignorar quiénes somos y, después, en intentar lidiar con el conflicto de nunca llegar a saberlo; aquí el problema consiste en que ya no hay problema. Lo que hay son síntomas: indiferencia, tecnocracia, productividad, dinero, acumulación, explotación humana y devastación de la naturaleza, vergüenza y soberbia. En fin, colonización y capitalismo (mercantil, industrial, neoliberal) como una misma enfermedad: 1492 como olvido olvidado.

¿Solución? No la hay. De eso se trata: de inventarla. Pero desde aquí. Ni volver a un indigenismo recalcitrante, haciendo cuenta que nunca pasó lo que pasó, lo innombrable de la violación; ni desmontar paso por paso lo que ya innegablemente nos constituye, la marca de un nacimiento no deseado. Tan sólo nos queda pensar, reconocer, imaginar, incluso más allá de cualquier afán identitario, más allá de cualquier clausura sobre un “nosotros” excluyente. Sólo eso. Fluir. No buscar lo que debemos encontrar, sino encontrarnos en tanto buscamos. En una palabra: vivir desde nuestro lugar. Hablar y escuchar. Escuchar y hablar entre nosotros y con los otros: abrirnos desde aquí al infinito, desde un mestizaje incierto hacia un cosmopolitismo salvaje. Y primero, reconocernos antes que conocernos.