I
¿Por qué nos compete la causa
palestina desde Latinoamérica? ¿Acaso necesitamos que el proceso neocolonial
del sionismo sobre el pueblo palestino nos diga algo sobre nosotros, los
tercermundistas, los oprimidos, los periféricos? O por el contrario, ¿no se
trata, más bien, de un tema de deber moral, de una defensa moderna fundada en
los Derechos Humanos que es imperativo emprender dado lo sostenido, lo perverso
y cruel de la usurpación de tierras y aniquilación cultural de Palestina a manos
de la maquinaria sionista?
En efecto, sí. Todas las anteriores; y sumadas, cruzadas, tramadas entre sí. La causa palestina no se reduce a ser un mero asunto de
influencias en Chile sólo debido a que cuenta con la colonia más grande de
palestinos fuera de Medio Oriente. Tampoco a una alianza política entre los
pueblos oprimidos cuya hermandad supere los aspectos étnicos para concentrarse
exclusivamente en los de clase. A su vez, pecaríamos de un abordaje limitado si
la causa palestina fuera abordada sólo en conformidad a ejercer el Derecho
Internacional y los principios modernos que lo sostienen, pues bien sabemos que
hay intereses dentro de la ONU -y sobre todo fuera de ella- que hacen de este
organismo un sucedáneo de justicia, el cual en muchas ocasiones sirve de lavado
de imagen para la implementación de políticas opresivas en distintas latitudes.
La causa palestina pareciera, al mismo tiempo, tener una especificidad y una
universalidad irreductible: ser un problema cosmopolita emanado desde una
tierra donde el milenario intercambio étnico, religioso y cultural forjó lo
esencial de su identidad: justamente la apertura al intercambio. Que Palestina
nunca se haya configurado como Estado-Nación no reflejaría, así, un déficit, un
perjuicio, una carencia, sino lo más propio de su identidad abierta, móvil,
hermanable. Por eso se trata de un cosmopolitismo sin afanes universalistas; es
un cosmopolitismo de lo diverso en cuanto riqueza. Pero cosmopolitismo que en
justa defensa de su tierra, sagrada o profana, islámica o secular, se rebela
contra los anexionamientos perpetrados por el Estado de Israel, contra las promesas de paraíso
económico abiertas por el –así llamado- “Acuerdo del siglo” y contra la vueltas
de espalda con que algunas monarquías árabes han traicionado últimamente los
ideales de panarabismo. Esos son los últimos acontecimientos: y también los que
se vienen dando desde la fundación del sionismo. Pero Palestina desborda cualquier clausura.
Resistir a tales fuerzas de dominio criminales y clausuradoras de la apertura e hibridez cultural que se ha desarrollado milenariamente en tierras palestinas es un compromiso no sólo entre aquellos que pregonan la universalidad de los Derechos Humanos, sino también de todo quien se oponga a los procesos de homogeneización y sometimiento en función de las dinámicas del poder y del capital. Porque Palestina expresa una universalidad más allá de todo universalismo representativo: la universalidad abierta de los "cualquiera", la de los anónimos, la de los ignorados que luchan desde "su" lugar particular. Un cosmopolitismo que no conduce a la finalidad del progreso ni a integrarse en una supuesta Historia Universal; un cosmpolitismo que no conduce a ningún lado más que al "aquí", sino que deviene, en su misma potencia de resistencia, libertad de la tierra y dignidad humana y sobrehumana.
II
La ocupación sionista del Estado
de Israel se oficializa en Marzo de 1948. Pablo Jofré Leal, en “Palestina. Crónica de la
ocupación sionista” (Ceibo, 2019), nos comunica que ella no sólo responde, como se nos
intenta mostrar en la prensa tradicional, a un movimiento nacionalista, sino
también colonialista. Ella hunde sus raíces en el movimiento sionista, en cuyo
seno directivo, desde finales del siglo XIX -fecha de su creación por Herzl- hasta
nuestros días, no se halla ningún semita. Este dato es significativo. Es un
indicador que apunta hacia la falsedad del discurso de la diáspora. En efecto,
el sionismo, en cuanto ideología política, al contrario de como suele señalarse,
no presenta un origen anclado en la religión judía supuestamente proveniente de
tierras palestinas. El judaísmo es utilizado de modo instrumental, para la
conveniencia del movimiento sionista. El sionismo tiene su origen en las clases
burguesas de la Europa del siglo XIX, principalmente en los grupos de creencia
judía de la vertiente askenazi. Ese es el motivo, como bien lo esclarece Jofré
Leal, por el cual muchos judíos, esto es, quienes profesan la religión judía,
no consideren al Estado de Israel más que como un usurpador: creyéndose con la
facultad de declarar la fundación del Estado de Israel, el sionismo, en el
fondo, blasfema contra aquellas corrientes del judaísmo más tradicionales que
sólo admitirían aquel acto de la mano de la llegada de El Mesías.
Jofré Leal también nos ilustra
sobre una serie de tentativas de establecer territorios para judíos askenazis, como,
por ejemplo, sucedió en la URSS durante la segunda década del siglo XX, o las
posibilidades de contar con una nación judía en otros continentes (Somalía,
Madagascar, la Patagonia argentina, etc.). Pero el punto decisivo para que el
Estado de Israel se asentara en territorio palestino estuvo marcado por las negociaciones
con el Imperio Británico a finales de la primera Guerra Mundial. Un acuerdo y
una declaración operan como testimonio de aquello. Primero, el Acuerdo Syckes –Picot
(1916), en el que Inglaterra y Francia se reparten, a modo de mandatos
coloniales, diversas zonas del agonizante Imperio Otomano; segundo, la escueta
Declaración Balfour (1917), donde se manifiesta el compromiso de La Corona
Británica por dotar al “pueblo judío” de un “hogar nacional”, sin afectar los
derechos religiosos y civiles de los naturales del territorio de Palestina. Y
hablo de negociaciones pues, como señala el autor, el hecho que Israel haya sido implantado
en donde hoy se encuentra reporta no tan sólo un beneficio exclusivo para los sionistas,
sino también para occidente y sus intereses geopolíticos. Se trata, por cierto,
de un enclave occidental en Oriente Próximo, cuyo propósito consta de vigilar,
someter y controlar una zona que, ya a comienzos del siglo XX, se sabía rica en
recursos naturales, en cruces estratégicos e intercambios comerciales, todo lo
cual se recubre discursivamente por los medios comunicacionales bajo una
convicción de índole religiosa o expansión de la democracia liberal, con lo que se neutraliza la dimensión
histórico-política de la colonización y el Apartheid sionista.
Además, sumando a una serie de
datos históricos de notable precisión, Jofré Leal va develando la falsedad del
slogan sionista que profesa: “una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”.
Durante la primacía del Imperio Otomano, según censos propios de aquel Imperio,
la población árabe en territorio palestino era cerca de 94% contra sólo un 6%
de nativos de creencia judía. Una vez comenzadas las oleadas de colonos
europeos y, en menor medida estadounidenses, bajo mandato británico, la
población judía de origen extranjero fue creciendo, pero en ningún caso para
lograr igualarse con la árabe. Así, donde durante milenios hubo una convivencia
armónica y respetuosa, un cosmopolitismo abierto –diríamos- entre árabes de
creencias religiosas islámicas, judías y, en menor grado, cristianas, fue
imponiéndose una gradual tensión producto de la compra y usurpación de tierras
por parte de los colonos europeos. En 1948, una vez finalizada la Segunda
Guerra Mundial, después que movimientos sionistas pactaran con organizaciones
Nazi para proteger a los más acaudalados judíos europeos, mientras otros eran enviados a
colonizar tierras palestinas, con una Europa atormentada y en plena crisis de
consciencia debido a los pecados del Holocausto, nace oficialmente, la entidad sionista del Estado de Israel, amparada en
la ignominiosa Declaración Balfour. Allí comienza un Apartheid sobre el
pueblo palestino que se sostiene e intensifica hasta nuestros días.
Todo lo que ha venido después, Pablo
Jofré Leal lo describe con gran nivel de detalle, potente y comprometida
narración e, incluso, con pinceladas poéticas que operan como testimonio de su
propio viaje a Palestina ocupada. Tampoco deja de criticar ciertas malas
decisiones tomadas por los propios palestinos bajo la presión militar,
diplomática y comunicacional del sionismo. La misma conversión de la
Organización para la Liberación Palestina en la Autoridad Nacional Palestina,
antes del asesinato de Arafat, da cuenta de un cierto giro despolitizador al
alero de los Acuerdos de Oslo. Por otra parte, el autor también expresa los
conflictos bélicos, profundamente desproporcionados, entre uno de los ejércitos
mejor equipado del mundo, gracias al abastecimiento que le brinda Estados
Unidos, y los movimientos de resistencia palestinos, como Hamás, y libaneses,
como Hezbolá. También, y lamentablemente, se pasa lista de las traiciones de
parte de las monarquías árabes de raigambre wahabista, en específico, la de la Casa
de Saud, quienes han contribuido al Apartheid impuesto por Israel sobre el pueblo palestino. Este Apartheid ha sido denunciado en innumerables resoluciones de Naciones Unidas, pero no ha contado con sanciones efectivas principalmente producto del poder de veto de EEUU en el Consejo de Seguridad.
Finalmente, el libro no omite
posibles modos de apoyo a la causa de resistencia palestina que puede realizar
cada persona concientizada sobre las atrocidades que realiza el
Estado sionista de Israel. En efecto, campañas de activismo político en
diversos encuentros diplomáticos, ya sea presencialmente o por redes sociales, se vuelven importantes. Aunque, más coordinadamente, es imprescindible destacar la campaña BDS, cuyas siglas refieren
a las acciones concretas que se deben llevar a cabo ante productos con patente
israelí o que usufructen de los recursos naturales en las tierras de la palestina
ocupada, o bien que sean cómplices de la ocupación: acciones de Boicot, Desinversiones y
Sanciones emanadas desde la sociedad civil. Impulsar esta campaña, además de presionar para que nuestros países
latinoamericanos –tercermundistas y periféricos, al igual que Palestina- no establezcan
vínculos comerciales ni políticos con Israel y empresas que se adhieren de sus
políticas de Apartheid, es tarea nuestra.
III
Reiteramos: ¿por qué nos
compromete la causa palestina desde Latinoamérica?
Porque se trata de dignidad. De
lo universal no de Palestina, sino de la causa: la dignidad de vivir una vida
vivible. Por eso nos invita a experimentar un cosmopolitismo capaz de servir de
matriz simbólica de todos los pueblos oprimidos que siguen luchando por su
dignidad. En ese sentido, exclusivamente en ese sentido, es universalista: no
como rigidez normativa, sino como pulso, como ritmo que marca el devenir de los
pueblos dominados por diversos modos de imperialismos y maquinarias coloniales.
Desde los Estados hasta el capital. Maquinarias que cruzan épocas y se transfiguran: desde el capitalismo mercantil, luego el industrial –durante gran parte del siglo XX-, para metamorfosear en capitalismo financiero -propio
de la actualidad-, cada uno con sus dispositivos de dominación y formas de resistencia popular específicos: diplomacia, redes sociales, boicots, lucha armada, etc. Las prácticas de
colonización y neocolonización sobre Palestina abarcan desde el frustrado
intento de asimilación cultural hasta las prácticas de exterminio por parte
del sionismo, desde los mitos fundacionales de apropiación religiosa (aquel que
identifica al judaísmo con el sionismo) hasta la tergiversación y falsificación de orígenes étnicos,
tradiciones culturales y datos históricos (expuestos por la UNESCO en el año 2016) a manos
de campañas mediáticas globales de carácter pro-sionista. Poderoso caballero es
Don Dinero, escribía Quevedo hace casi 500 años; hoy más poderoso aún. Se trata de fenómenos que, mutatis mutandis, sufren todos los pueblos
oprimidos del orbe a lo largo de la historia. Pero son fenómenos ante
los cuales sólo algunos reaccionan: los pueblos dignos de sí y de su libertad.
Libertad para resistir y para imaginar un mundo libre de opresiones y resistencia, siendo
tal acto imaginativo, también, parte medular de su propia resistencia. Es decir, la matriz simbólica palestina
consiste en devenir resistencia, devenir oprimidos en tensión con el opresor, víctimas
no victimizadas, sino vitalizadas, devenir resurrección de los mártires caídos de cara a una
esperanza inclaudicable.