lunes, 7 de septiembre de 2020

Matriz de resistencia. Reseña sobre "Palestina. Crónica de la ocupación sionista" de Pablo Jofré Leal

 

Palestina. Crónica de la ocupación sionista

I

¿Por qué nos compete la causa palestina desde Latinoamérica? ¿Acaso necesitamos que el proceso neocolonial del sionismo sobre el pueblo palestino nos diga algo sobre nosotros, los tercermundistas, los oprimidos, los periféricos? O por el contrario, ¿no se trata, más bien, de un tema de deber moral, de una defensa moderna fundada en los Derechos Humanos que es imperativo emprender dado lo sostenido, lo perverso y cruel de la usurpación de tierras y aniquilación cultural de Palestina a manos de la maquinaria sionista?

En efecto, sí. Todas las anteriores; y sumadas, cruzadas, tramadas entre sí. La causa palestina no se reduce a ser un mero asunto de influencias en Chile sólo debido a que cuenta con la colonia más grande de palestinos fuera de Medio Oriente. Tampoco a una alianza política entre los pueblos oprimidos cuya hermandad supere los aspectos étnicos para concentrarse exclusivamente en los de clase. A su vez, pecaríamos de un abordaje limitado si la causa palestina fuera abordada sólo en conformidad a ejercer el Derecho Internacional y los principios modernos que lo sostienen, pues bien sabemos que hay intereses dentro de la ONU -y sobre todo fuera de ella- que hacen de este organismo un sucedáneo de justicia, el cual en muchas ocasiones sirve de lavado de imagen para la implementación de políticas opresivas en distintas latitudes. La causa palestina pareciera, al mismo tiempo, tener una especificidad y una universalidad irreductible: ser un problema cosmopolita emanado desde una tierra donde el milenario intercambio étnico, religioso y cultural forjó lo esencial de su identidad: justamente la apertura al intercambio. Que Palestina nunca se haya configurado como Estado-Nación no reflejaría, así, un déficit, un perjuicio, una carencia, sino lo más propio de su identidad abierta, móvil, hermanable. Por eso se trata de un cosmopolitismo sin afanes universalistas; es un cosmopolitismo de lo diverso en cuanto riqueza. Pero cosmopolitismo que en justa defensa de su tierra, sagrada o profana, islámica o secular, se rebela contra los anexionamientos perpetrados por el Estado de Israel, contra las promesas de paraíso económico abiertas por el –así llamado- “Acuerdo del siglo” y contra la vueltas de espalda con que algunas monarquías árabes han traicionado últimamente los ideales de panarabismo. Esos son los últimos acontecimientos: y también los que se vienen dando desde la fundación del sionismo. Pero Palestina desborda cualquier clausura.

Resistir a tales fuerzas de dominio criminales y clausuradoras de la apertura e hibridez cultural que se ha desarrollado milenariamente en tierras palestinas es un compromiso no sólo entre aquellos que pregonan la universalidad de los Derechos Humanos, sino también de todo quien se oponga a los procesos de homogeneización y sometimiento en función de las dinámicas del poder y del capital. Porque Palestina expresa una universalidad más allá de todo universalismo representativo: la universalidad abierta de los "cualquiera", la de los anónimos, la de los ignorados que luchan desde "su" lugar particular. Un cosmopolitismo que no conduce a la finalidad del progreso ni a integrarse en una supuesta Historia Universal; un cosmpolitismo que no conduce a ningún lado más que al "aquí", sino que deviene, en su misma potencia de resistencia, libertad de la tierra y dignidad humana y sobrehumana.

II

La ocupación sionista del Estado de Israel se oficializa en Marzo de 1948.  Pablo Jofré Leal, en “Palestina. Crónica de la ocupación sionista” (Ceibo, 2019), nos comunica que ella no sólo responde, como se nos intenta mostrar en la prensa tradicional, a un movimiento nacionalista, sino también colonialista. Ella hunde sus raíces en el movimiento sionista, en cuyo seno directivo, desde finales del siglo XIX -fecha de su creación por Herzl- hasta nuestros días, no se halla ningún semita. Este dato es significativo. Es un indicador que apunta hacia la falsedad del discurso de la diáspora. En efecto, el sionismo, en cuanto ideología política, al contrario de como suele señalarse, no presenta un origen anclado en la religión judía supuestamente proveniente de tierras palestinas. El judaísmo es utilizado de modo instrumental, para la conveniencia del movimiento sionista. El sionismo tiene su origen en las clases burguesas de la Europa del siglo XIX, principalmente en los grupos de creencia judía de la vertiente askenazi. Ese es el motivo, como bien lo esclarece Jofré Leal, por el cual muchos judíos, esto es, quienes profesan la religión judía, no consideren al Estado de Israel más que como un usurpador: creyéndose con la facultad de declarar la fundación del Estado de Israel, el sionismo, en el fondo, blasfema contra aquellas corrientes del judaísmo más tradicionales que sólo admitirían aquel acto de la mano de la llegada de El Mesías.

Jofré Leal también nos ilustra sobre una serie de tentativas de establecer territorios para judíos askenazis, como, por ejemplo, sucedió en la URSS durante la segunda década del siglo XX, o las posibilidades de contar con una nación judía en otros continentes (Somalía, Madagascar, la Patagonia argentina, etc.). Pero el punto decisivo para que el Estado de Israel se asentara en territorio palestino estuvo marcado por las negociaciones con el Imperio Británico a finales de la primera Guerra Mundial. Un acuerdo y una declaración operan como testimonio de aquello. Primero, el Acuerdo Syckes –Picot (1916), en el que Inglaterra y Francia se reparten, a modo de mandatos coloniales, diversas zonas del agonizante Imperio Otomano; segundo, la escueta Declaración Balfour (1917), donde se manifiesta el compromiso de La Corona Británica por dotar al “pueblo judío” de un “hogar nacional”, sin afectar los derechos religiosos y civiles de los naturales del territorio de Palestina. Y hablo de negociaciones pues, como señala el autor, el hecho que Israel haya sido implantado en donde hoy se encuentra reporta no tan sólo un beneficio exclusivo para los sionistas, sino también para occidente y sus intereses geopolíticos. Se trata, por cierto, de un enclave occidental en Oriente Próximo, cuyo propósito consta de vigilar, someter y controlar una zona que, ya a comienzos del siglo XX, se sabía rica en recursos naturales, en cruces estratégicos e intercambios comerciales, todo lo cual se recubre discursivamente por los medios comunicacionales bajo una convicción de índole religiosa o expansión de la democracia liberal, con lo que se neutraliza la dimensión histórico-política de la colonización y el Apartheid sionista.

Además, sumando a una serie de datos históricos de notable precisión, Jofré Leal va develando la falsedad del slogan sionista que profesa: “una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”. Durante la primacía del Imperio Otomano, según censos propios de aquel Imperio, la población árabe en territorio palestino era cerca de 94% contra sólo un 6% de nativos de creencia judía. Una vez comenzadas las oleadas de colonos europeos y, en menor medida estadounidenses, bajo mandato británico, la población judía de origen extranjero fue creciendo, pero en ningún caso para lograr igualarse con la árabe. Así, donde durante milenios hubo una convivencia armónica y respetuosa, un cosmopolitismo abierto –diríamos- entre árabes de creencias religiosas islámicas, judías y, en menor grado, cristianas, fue imponiéndose una gradual tensión producto de la compra y usurpación de tierras por parte de los colonos europeos. En 1948, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, después que movimientos sionistas pactaran con organizaciones Nazi para proteger a los más acaudalados judíos europeos, mientras otros eran enviados a colonizar tierras palestinas, con una Europa atormentada y en plena crisis de consciencia debido a los pecados del Holocausto, nace oficialmente, la entidad sionista del Estado de Israel, amparada en la ignominiosa Declaración Balfour. Allí comienza un Apartheid sobre el pueblo palestino que se sostiene e intensifica hasta nuestros días.

Todo lo que ha venido después, Pablo Jofré Leal lo describe con gran nivel de detalle, potente y comprometida narración e, incluso, con pinceladas poéticas que operan como testimonio de su propio viaje a Palestina ocupada. Tampoco deja de criticar ciertas malas decisiones tomadas por los propios palestinos bajo la presión militar, diplomática y comunicacional del sionismo. La misma conversión de la Organización para la Liberación Palestina en la Autoridad Nacional Palestina, antes del asesinato de Arafat, da cuenta de un cierto giro despolitizador al alero de los Acuerdos de Oslo. Por otra parte, el autor también expresa los conflictos bélicos, profundamente desproporcionados, entre uno de los ejércitos mejor equipado del mundo, gracias al abastecimiento que le brinda Estados Unidos, y los movimientos de resistencia palestinos, como Hamás, y libaneses, como Hezbolá. También, y lamentablemente, se pasa lista de las traiciones de parte de las monarquías árabes de raigambre wahabista, en específico, la de la Casa de Saud, quienes han contribuido al Apartheid impuesto por Israel sobre el pueblo palestino. Este Apartheid ha sido denunciado en innumerables resoluciones de Naciones Unidas, pero no ha contado con sanciones efectivas principalmente producto del poder de veto de EEUU en el Consejo de Seguridad.

Finalmente, el libro no omite posibles modos de apoyo a la causa de resistencia palestina que puede realizar cada persona concientizada sobre las atrocidades que realiza el Estado sionista de Israel. En efecto, campañas de activismo político en diversos encuentros diplomáticos, ya sea presencialmente o por redes sociales, se vuelven importantes. Aunque, más coordinadamente, es imprescindible destacar la campaña BDS, cuyas siglas refieren a las acciones concretas que se deben llevar a cabo ante productos con patente israelí o que usufructen de los recursos naturales en las tierras de la palestina ocupada, o bien que sean cómplices de la ocupación: acciones de Boicot, Desinversiones y Sanciones emanadas desde la sociedad civil. Impulsar esta campaña, además de presionar para que nuestros países latinoamericanos –tercermundistas y periféricos, al igual que Palestina- no establezcan vínculos comerciales ni políticos con Israel y empresas que se adhieren de sus políticas de Apartheid, es tarea nuestra.

III

Reiteramos: ¿por qué nos compromete la causa palestina desde Latinoamérica?

Porque se trata de dignidad. De lo universal no de Palestina, sino de la causa: la dignidad de vivir una vida vivible. Por eso nos invita a experimentar un cosmopolitismo capaz de servir de matriz simbólica de todos los pueblos oprimidos que siguen luchando por su dignidad. En ese sentido, exclusivamente en ese sentido, es universalista: no como rigidez normativa, sino como pulso, como ritmo que marca el devenir de los pueblos dominados por diversos modos de imperialismos y maquinarias coloniales. Desde los Estados hasta el capital. Maquinarias que cruzan épocas y se transfiguran: desde el capitalismo mercantil, luego el industrial –durante gran parte del siglo XX-,  para metamorfosear en capitalismo financiero -propio de la actualidad-, cada uno con sus dispositivos de dominación y formas de resistencia popular específicos: diplomacia, redes sociales, boicots, lucha armada, etc. Las prácticas de colonización y neocolonización sobre Palestina abarcan desde el frustrado intento de asimilación cultural hasta las prácticas de exterminio por parte del sionismo, desde los mitos fundacionales de apropiación religiosa (aquel que identifica al judaísmo con el sionismo) hasta la tergiversación y falsificación de orígenes étnicos, tradiciones culturales y datos históricos (expuestos por la UNESCO en el año 2016) a manos de campañas mediáticas globales de carácter pro-sionista. Poderoso caballero es Don Dinero, escribía Quevedo hace casi 500 años; hoy más poderoso aún. Se trata de fenómenos que, mutatis mutandis, sufren todos los pueblos oprimidos del orbe a lo largo de la historia. Pero son fenómenos ante los cuales sólo algunos reaccionan: los pueblos dignos de sí y de su libertad. Libertad para resistir y para imaginar un mundo libre de opresiones y resistencia, siendo tal acto imaginativo, también, parte medular de su propia resistencia. Es decir, la matriz simbólica palestina consiste en devenir resistencia, devenir oprimidos en tensión con el opresor, víctimas no victimizadas, sino vitalizadas, devenir resurrección de los mártires caídos de cara a una esperanza inclaudicable.

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