jueves, 27 de enero de 2011

Insomnio en tiempo real: pelotudeces experimentales.




Hoy pensaba escribir sobre el arrepentimiento. Arrepentimiento no sólo en el sentido religioso sino existencial. Pero ya no puedo. Vuelvo a mis veranos insomnes. Vuelvo a sentir, como si fuese un jueguito circular, una burlona rueda de la fortuna, los ojos pesados, el pecho contraído, la grasa en mi rostro, el desgano escritural, el tedio ante la lectura, la desgarrante angustia de no poder abandonarme al sueño, de no poder escapar de mi propio cuerpo mientras se me derrumban los pilares del alma.

La ironía es simple. Estando dispuesto a escribir sobre el arrepentimiento algo en mí se arrepintió de hacerlo.

En estos momentos no escribo solamente con fines terapéuticos sino también policiales: como quien deja la constancia de su agresor a través de la denuncia con tal de que la amenaza de muerte no se concrete, yo dejo la constancia en estas palabras: el insomnio me amenaza con la locura. Así, la escritura, el presunto orden de las ideas que se despliega de modo reflexivo en ella (es decir en esto que escribo), me sirve de policía y de médico a la vez. De policía porque me obliga a racionalizar de acuerdo a las normas escriturales, otorgándome protección ante la locura, ante mi hipotético victimario. De médico porque debido al cansancio  que me provoca escribir espero que el insomnio sane,  es decir que me conduzca a un estado de de agotamiento tal que caiga rendido al piso.

Es en este momento donde la escritura, mi escritura, y su lectura (sí, la de usted que está leyendo esto) se fracturan irremediablemente. Ahora que yo escribo lo hago, según señalé en el párrafo anterior, para no enloquecer (la finalidad policial) y para poder dormir (la finalidad terapéutica). Sin embargo en el otro lado del puente, es decir en el "ahora" que usted lee (que no es mi ahora experiencial sino el suyo) lo más probable es que yo ya no padezca de insomnio o es probable que sí, todo es muy incierto: yo seré un misterio para usted, pues no sabrá si finalmente pude dormir, y entre su ahora (sí, el ahora de usted lector) y mi ahora habrá una nebulosa inexorable. Pero, y para que vea, señor lector, que me pongo en muchos casos, también puede ser que yo esté muerto. No, no se asuste, no es que me vaya a suicidar, sino que existe la remota posibilidad que en cien años más este escrito lo halle una persona que se interese por instrumentos y reliquias comunicacionales del pasado, o sea por un triste blog de internet, y lo esté, me esté leyendo. Bueno, ese lector (sí, tú, el lector que me sobrevivió o que me está viniendo a recordar desde un eventual futuro donde yazco ausente, muerto y enterrado) me imaginará aquí escribiendo burradas y añorará, en un afán historiográfico, que mi escrito le revele un dato concreto del pasado. Es decir querrá instrumentalizar mi insomnio para que pase de una categoría testimonio-experiencial a una dimensión de receptáculo de otros contenidos. Y me resistiré a ello. No lo haré. que la brecha entre mi ahora y su ahora permanezca insondable, así le dejamos un espacio a mi buenos amigos los historiadores con tal de que ejerciten la imaginación.

Hago un alto y leo lo escrito. Me asombro de mi mismo. Leo lo que llevo escrito y me parece demencial. He logrado entrar en un estado de vigilia y concentración donde me contemplo al borde de la locura. No obstante razono: ¿el loco que se asombra de su locura puede considerarse loco? ¿Una locura temporal? Me parece difícil de creer.

La psiquiatría contemporánea (esa manga de chantas) define a la esquizofrenia como una identidad escindida. Quizás esa definición sea aceptable. No así las tontería que los psiquiatras señalan sobre los síntomas positivos (producciones sobre la realidad: ira, alucinaciones, oir voces, etc.) y negativos (carencia de aptitudes ante la realidad: escaso lenguaje, aislamiento social, desmotivación, etc.) de la psicosis. Bueno, no es mi objetivo profundizar en ese debate actualmente. Prefiero que esto se mantenga como un testimonio y no como un ensayo.

La última frase me lleva a reflexionar sobre un punto: el género literario al cual pertenecería este testimonio. Un punto que usted, lector, ya con casi total seguridad haya atisbado antes que yo. Se trata de la posibilidad de que todo esto no sea un testimonio genuino sino una ficción. Usted nunca sabrá eso. Pero tengo que confesarle que mi "yo" escrito se me intenta escapar recurrentemente de las manos. Usted, lector, en estos momentos de mi "ahora" es una ficción para mi: lo imagino leyendo, esa es mi única certeza, tal cual como usted me imagina escribiendo. Así, a los momentos de su "ahora" puede ser que yo me convierta en una irremediable ficción para usted.

Bueno, no importa, me bajó el sueño y el cansancio, así que me iré a dormir y a soñar con usted lector...y gracias por imaginarme, que es otra forma onírica pues, según Borges, la literatura no es más que un sueño dirigido.

martes, 25 de enero de 2011

Infinito Mundano.



 Y ese día entramos juntos al Paraíso.
A mi nunca me importó mucho
 ni el Cielo ni el Infierno,
así que me dediqué a mirar tu cara,
 el rostro de la juventud, de tu emborrachada
y lúcida juventud.
Logré en ello una distracción,
un punto de fuga, un escape hacia mi mismo,
 hacia nosotros mismos.
Y entonces descubrí que todo Paraíso
no es más que un ahogarse en el rostro ajeno,
 y que sólo así ningún rostro nos es ajeno:
el infinito está a la vuelta de la esquina
y en la faz del mundo.

domingo, 16 de enero de 2011

Sobre el positivismo historiográfico.



Una de las nociones más comunes acerca de los hechos es la de que éstos son inamovibles una vez desplegados. Cuántas veces hemos escuchado la famosa frasecita "lo hecho, hecho está". Pareciera ser que en este tipo de pensamiento se congregase una persistencia de lo acaecido, una inexorable permanencia de la realidad, una perpetua consistencia de lo ocurrido, una fría e irrevocable dictadura de la objetividad en su sentido más básico (como oposición extranjera al sujeto y determinante de éste).

No es casualidad que el positivismo del siglo XIX se haya erigido como una corriente epistémica optimista que pretendía, a lo menos en términos historiográficos, conocer la realidad tal cual como esta ocurrió. Así, la fuerza del discurso positivista estaba dado por lo que legitimaba al discurso mismo y que, presuntamente, radicaba fuera de él: los hechos. El sentido de la realidad como disciplina histórica descansaba en la posibilidad de conocer la realidad de esos hechos, tal cual como si en los hechos mismos se contuviera la significación de la realidad más allá de cualquier interpretación. Para el positivismo los hechos poseen una significación indesmentible. En tanto episteme materialista son los hechos los que determinan cualquier tipo de interpretación ideal. Así, es en los hechos donde reside, al mismo tiempo, el comienzo y el final de la interpretación histórica: los hechos darán pie a la interpretación de los motivos por los cuales los personajes se expresan en el entramado histórico, pero dicha expresión de los personajes estará determinada por la ley fáctica de causa-efecto. En otras palabras, son los hechos (objetivos) los que nos mueven a justificar los motivos (subjetivos) a través de otros hechos.

En sísntesis, el positivismo apoya su creencia de que la historia es una sola y la justifica a través de los hechos. Metodológicamente se olvida, por ejemplo, de paradojas tan simples como que un documento (el registro judicial de una condena pasada, por decir algo) no es más que un papel construido por una subjetividad y no la plena y transparente expresión de un hecho. En el intento de solidificar el pasado, de concretizar la memoria, de hacer un monumento de todo recuerdo el positivismo peca de un acto sinecdóquico: trata a la parte como el todo, torna dictatorial su propia visión del pasado fundada en la incólume persistencia de los hechos. Creo -por poner un caso- que la historia oral, en la cual lo importante es más el recuerdo en sí de lo ocurrido por sobre lo efectivamente ocurrido, nos habla de nuestro pasado (y al final de lo que nos viene a constituir actualmente) de un modo humano, cercano, propio e identitario, no como ha de hacerlo la frialdad positivista de corte científico. Pues hay que recordar que no son los hechos los que determinan el sentido del pasado, sino la visión interpretativa, el juicio crítico que el hombre posee de esos hechos lo que sí determina ese sentido. Ningún hombre se ahoga en el eco de un objeto.

lunes, 10 de enero de 2011

Lectura y Romano: Sobre Hermenéutica Acontencial.

Rembrandt, La profetisa Ana, 1631.


La lectura es un ejercicio íntimo. Se lee en soledad. Pero no meramente en una soledad física: se lee en una soledad en la cual los recuerdos contenidos en nuestras experiencia y los proyectos avistados como expectativas son nuestra única compañía, la sombra de nuestra soledad. Y de ese encuentro entre lo leído y quién lee, entre la lectura como apertura de mundo y el lector como sujeto interpretativo, florece la ocurrencia de lo novedoso: el acontecimiento del acontecer.

Si en la fenomenología francesa contemporánea (con autores como Claude Romano) la noción de acontecimiento se caracteriza por aportar un sentido nuevo al sujeto, ese sentido no solamente hará cambiar las expectativas que el sujeto posee de su existencia, es decir los proyectos. Sino que, en un efecto catalizador, es el acontecimiento el que se torna capaz de remecer al propio sujeto, inyectándole un sentido nuevo y reconfigurando las expectativas de posibles a partir de su propia raíz, raíz que no es más que el sujeto mismo arropado con sus experiencias. Así, el acontecimiento se podría definir como algo más que un cambio de sucesos objetivos, incluso como algo mayor que una reconfiguración de las expectativas subjetivas de quien padece un acontecimiento: el acontecimiento nos trastoca, nos transfigura a nosotros mismos, revela nuestra disposición de afección y disponibilidad ante el mundo como seres susceptibles de estar siempre abiertos al asombro...en definitiva, como seres que no somos dueños de nosotros mismos, sino cruzados por la incertidumbre de lo imprevisto, por el advenimineto de lo impensado, atravesados por el horizonte antes de poder caminar hasta él.

Si es que adoptamos esta óptica para referirnos a la noción de acontecimiento bien podríamos afirmar que la lectura es un acontecimiento en potencia en tanto cada libro por abrir expresa la promesa de un sentido. No obstante, el sentido que se nos promete en cada libro sólo habrá de llegar a consumarse cuando -siguiendo con la argumentación acontencial- nos asombre hasta las entrañas, es decir se apodere de nuestra raíz, de nuestros recuerdos, se sedimente en nosotros mismos, se estampe en nuestra identidad, haciendo cambiar nuestros proyectos posibles y presentándonos al mundo entero de otro modo. En ese caso la lectura se ha tornado acontecimiento.

Una vez un amigo me decía que la gracia de la marihuana era que te hacía cambiar el prisma de la existencia, aunque fuera de manera transitoria. Creo que el acontecimiento realiza la misma operación pero de modo prolongado, paulatino y más profundo: no sólo nos hace cambiar el prisma de los posibles, como la droga, sino que nos posee a nosotros mismos, nos transfigura, nos obliga a rearticularnos en consonancia con un nuevo sentido emergente. 

De este modo habría que distinguir, a lo menos, dos tipos de niveles lectores. Primero el más básico, el de afrontar la lectura como una droga: se lee con afán lúdico, divertido, incluso experimental, pero el sentido del texto es transitorio y los sucesos relatados no se encarnan en el lector, pues solamente son fuegos de artificio, imaginaciones perecederas que forman parte de posibles alejados del nuestro mundo experiencial.

El segundo nivel, más complejo, vendría siendo el que otorga un buen libro en el que descansa la facultad de arrebatarnos, de asombrarnos hasta el extremo de hacernos cambiar, de aportarnos más que nuevos sentidos incluso nuevos valores (ya sean éticos, estéticos o epistémicos), valores que hacen que el mundo se nos presente con otra cara. Cuando ha de darse este último nivel de lectura me atrevería a afirmar que se trataría de una "lectura acontencial", o en palabras de Romano una "hermenéutica acontencial".

Los dejo con una cita de Romano:

“[…] el acontecimiento no se reduce de ninguna forma a su actualización como hecho; desborda todo hecho y toda actualización por la carga de posibles que mantiene en reserva y en virtud de la cual lo que toca son los cimientos mismos del mundo para el existente. No realiza solamente un posible previo, pre-esbozado en el horizonte de nuestro mundo circundante; alcanza lo posible en su raíz y, por consiguiente, trastorna el mundo entero de aquel a quien sobreviene: no es tal o cual posible, es la “cara de lo posible”, la “cara del mundo” que aparece para él cambiada. O, para decirlo de otro modo, un acontecimiento no modifica solamente ciertas posibilidades en el interior de un horizonte mundano que permanecería, como tal, incambiado; al trastornar ciertos posibles, reconfigura, en realidad, lo posible en su totalidad.”