Rembrandt, La profetisa Ana, 1631. |
La lectura es un ejercicio íntimo. Se lee en soledad. Pero no meramente en una soledad física: se lee en una soledad en la cual los recuerdos contenidos en nuestras experiencia y los proyectos avistados como expectativas son nuestra única compañía, la sombra de nuestra soledad. Y de ese encuentro entre lo leído y quién lee, entre la lectura como apertura de mundo y el lector como sujeto interpretativo, florece la ocurrencia de lo novedoso: el acontecimiento del acontecer.
Si en la fenomenología francesa contemporánea (con autores como Claude Romano) la noción de acontecimiento se caracteriza por aportar un sentido nuevo al sujeto, ese sentido no solamente hará cambiar las expectativas que el sujeto posee de su existencia, es decir los proyectos. Sino que, en un efecto catalizador, es el acontecimiento el que se torna capaz de remecer al propio sujeto, inyectándole un sentido nuevo y reconfigurando las expectativas de posibles a partir de su propia raíz, raíz que no es más que el sujeto mismo arropado con sus experiencias. Así, el acontecimiento se podría definir como algo más que un cambio de sucesos objetivos, incluso como algo mayor que una reconfiguración de las expectativas subjetivas de quien padece un acontecimiento: el acontecimiento nos trastoca, nos transfigura a nosotros mismos, revela nuestra disposición de afección y disponibilidad ante el mundo como seres susceptibles de estar siempre abiertos al asombro...en definitiva, como seres que no somos dueños de nosotros mismos, sino cruzados por la incertidumbre de lo imprevisto, por el advenimineto de lo impensado, atravesados por el horizonte antes de poder caminar hasta él.
Si es que adoptamos esta óptica para referirnos a la noción de acontecimiento bien podríamos afirmar que la lectura es un acontecimiento en potencia en tanto cada libro por abrir expresa la promesa de un sentido. No obstante, el sentido que se nos promete en cada libro sólo habrá de llegar a consumarse cuando -siguiendo con la argumentación acontencial- nos asombre hasta las entrañas, es decir se apodere de nuestra raíz, de nuestros recuerdos, se sedimente en nosotros mismos, se estampe en nuestra identidad, haciendo cambiar nuestros proyectos posibles y presentándonos al mundo entero de otro modo. En ese caso la lectura se ha tornado acontecimiento.
Una vez un amigo me decía que la gracia de la marihuana era que te hacía cambiar el prisma de la existencia, aunque fuera de manera transitoria. Creo que el acontecimiento realiza la misma operación pero de modo prolongado, paulatino y más profundo: no sólo nos hace cambiar el prisma de los posibles, como la droga, sino que nos posee a nosotros mismos, nos transfigura, nos obliga a rearticularnos en consonancia con un nuevo sentido emergente.
De este modo habría que distinguir, a lo menos, dos tipos de niveles lectores. Primero el más básico, el de afrontar la lectura como una droga: se lee con afán lúdico, divertido, incluso experimental, pero el sentido del texto es transitorio y los sucesos relatados no se encarnan en el lector, pues solamente son fuegos de artificio, imaginaciones perecederas que forman parte de posibles alejados del nuestro mundo experiencial.
El segundo nivel, más complejo, vendría siendo el que otorga un buen libro en el que descansa la facultad de arrebatarnos, de asombrarnos hasta el extremo de hacernos cambiar, de aportarnos más que nuevos sentidos incluso nuevos valores (ya sean éticos, estéticos o epistémicos), valores que hacen que el mundo se nos presente con otra cara. Cuando ha de darse este último nivel de lectura me atrevería a afirmar que se trataría de una "lectura acontencial", o en palabras de Romano una "hermenéutica acontencial".
Los dejo con una cita de Romano:
“[…] el acontecimiento no se reduce de ninguna forma a su actualización como hecho; desborda todo hecho y toda actualización por la carga de posibles que mantiene en reserva y en virtud de la cual lo que toca son los cimientos mismos del mundo para el existente. No realiza solamente un posible previo, pre-esbozado en el horizonte de nuestro mundo circundante; alcanza lo posible en su raíz y, por consiguiente, trastorna el mundo entero de aquel a quien sobreviene: no es tal o cual posible, es la “cara de lo posible”, la “cara del mundo” que aparece para él cambiada. O, para decirlo de otro modo, un acontecimiento no modifica solamente ciertas posibilidades en el interior de un horizonte mundano que permanecería, como tal, incambiado; al trastornar ciertos posibles, reconfigura, en realidad, lo posible en su totalidad.”
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