sábado, 25 de diciembre de 2010

Sobre la "Inmaculada Concepción" de Ribera.

Inmaculada Concepción, Ribera, 1635.
Es bien sabido que la temática de las Inmaculadas surge en el Siglo XVII como una reacción católica ante las críticas protestantes que deslegitimaban la divinidad de María. Así en el arte barroco español, país donde la Iglesia siempre ha tenido un peso exorbitante, las Inmaculadas se pintan no solamente como un ejercicio temático más, como un mero divertimento estético, sino como pilar esencial de la defensa de los principios católicos. Entre las Inmaculadas más célebres de esta época se hallan las de Pacheco, Velázquez, Zurbarán y Ribera. En la presente ocasión reflexionaremos sobre la obra de éste último. 

Si bien las Inmaculadas de Velázquez y Zurbarán poseen esa atmósfera de intimismo sobrecogedor, de minimalismo divino y fragilidad ensimismada, la Inmaculada de Ribera mantiene aquellos rasgos pero con la diferencia de que todos ellos se concentran en torno a María y su cuerpo. Lo que en Velázquez y Zurbarán inundaba por completo la tela de sus Inmaculadas, otorgándole una homogeneidad discursiva ordenada y legible con claridad, en Ribera se ha desplazado exclusivamente al cuerpo ascendente de María: en su mirada fría hacia el cielo como si ya conociera lo que ha de venir, en lo privado del abrazo sobre sí misma como cubriéndose sin motivo de un viento sacro, en todos esos gestos hay algo restringido, hay algo prohibido para el espectador, yace la mueca represiva de quien guarda un secreto. 

En fin, lo que encuentro realmente interesante de esta Inmaculada es que dicha disposición de intimidad contrasta radicalmente con el entorno que la eleva haciéndola dejar atrás la sombría y desolada tierra. Pareciera ser que entre esos angelicales querubines, en el dorado esplendor de los cielos, en el templo florido que asoma a la izquierda, parece ser que en todo eso el mundo se abre, florece la epifanía. De este modo, la lectura que me fuerza a realizar Ribera desde el aquí y ahora es que lo divino no yace tanto en María sino en la apertura cooperativa de los unos a los otros que es lo que propicia su elevación. Es precisamente en el sentido de comunidad, de hermandad, de colaboración recíproca donde emerge lo divino. Pero este principio de cooperación viene a ser dirigido jerárquicamente por el Señor que de arriba del cuadro ordena la ascensión con su brazo derecho extendido. Así, la cooperación y la hermandad nace como una respuesta: se responde a un principio ético, a una verdad sentida, en este caso los querubines responden a Dios.

¿Y a quién responder cuando Dios ha muerto?  En la posmodernidad el modelo es el inverso al del Barroco. Ya no se debe responder. Se debe aseverar. Sólo se justifica la respuesta cuando hay un alguien preexistente que pregunta, que ordena. El problema es que en la posmodernidad ya nada preexiste al hombre que no sea el lenguaje. Dios se ha tornado lenguaje inverificable: Dios se ha tornado constructo. 

Por eso mismo la fría desconfianza de María en Ribera puede leerse como el presagio de una época que advendría. Un cuadro Barroco que escondiera el secreto de su propia finitud, una obra que vaticinara el agotamiento de su más artificioso mensaje católico. María contrapuesta a lo divino, la humanidad en oposición a Dios. Tal vez ese sea el secreto que María guarda abrazándose a sí misma: en su corazón contiene la certeza de que su substancia no es divina, de que lo divino es un constructo, de que lo único que roza lo divino es la unión de un pueblo con santos mundanos, ya sin Dios hegemónico que dicte sus discursos revelados de modo descendente.  

¿Habrá sido ese, Inmaculada de Ribera, el secreto visionario que con tanta decepción seguías presionando contra tu pecho?

No hay comentarios: