sábado, 24 de enero de 2015

Adiós a Lemebel.


Más de una vez llevé el Clinic a mi colegio de La Reina para compartir junto a mis amigos de adolescencia el éxtasis corporal que me provocaba la pluma de Lemebel. Se trataban de crónicas literarias que no sólo venían a dar luz a esos rincones de esquinas malolientes, roseadas por la orina trasnochada de alguno que otro travesti marginal, que no sólo venían a visibilizar a esos personajes piesdescalzos carentes de toda gloria, oprimidos dentro de una máquina de producción capitalista que les era tan presente a la vida como ajena al entendimiento, personajes cuyo frágil heroísmo se expresaba en la cotidianeidad de un beso robado, en el frenesí de una mamada robada, en la sobrevivencia de un robo por hambre. Así, Lemebel no sólo dio voz a los sin voz, no sólo representó lo que no queremos ver del cuadro de un Chile que es copia barata del Edén primermundista, lo cual ya es demasiado; sino que hizo todo eso desde un estilo particularmente único, desde una identidad narrativa inconfundible y rebosante en sutilezas poéticas. Su manera certera de describir al poner la vista, su adjetivación sobreabundante pero nunca excesiva, su capacidad de seducir con la forma tanto como con el contenido, hacen de Lemebel, tal como dijo Bolaño sobre él, un poeta que no tiene la necesidad de escribir poesía.

Más de una vez llevé el Clinic a mi colegio de La Reina. Ojalá que hoy, casi quince años después y gracias a la muerte de Lemebel, éste sea leído por todos sin carcajadas ni insultos, sin burlas ni prejuicios, sino con las lágrimas legañosas pero llenas de porvenir de quienes recién se despiertan a la realidad política de un país y a la belleza poética de la existencia misma. 

jueves, 1 de enero de 2015

Sobre Marcel Duchamp y el ajedrez.

"Marcel Duchamp. Cast Alive." (1967).
Sublime máquina de placer mental, el ajedrez se mantuvo como uno de los protagonistas principales en gran parte de la vida de Marcel Duchamp. Y también en su muerte. La obra “Marcel Duchamp. Cast Alive” (1967), fue compuesta un año antes de su fallecimiento y consta de una máscara funeraria sujeta por el brazo derecho de Duchamp, ambos esculpidos en bronce, quien en una actitud reflexiva dibuja imaginariamente los trazos invisibles que han de seguir los saltos del caballo depositado en el tablero de ajedrez.

La significación de la obra se encuentra plenamente vinculada con la noción de arte que Duchamp persiguió desde la instalación de sus Ready-mades: un arte que trascendiera el dominio retiniano y los cánones de belleza tradicionales para abocarse a la dimensión conceptual y problemática del mismo. De ahí que sus Ready-mades sean objetos vulgares los cuales, descontextualizados de sus coordenadas cotidianas de uso, vengan a hacer estallar la idea de artista como genio planteando dilemas de carácter radical a la obra de arte misma. Se trataría -siguiendo el análisis de Ortega y Gasset- de un proceso de deshumanización del arte, es decir, de un constante alzamiento del progreso técnico de éste en plena confrontación con el realismo, realismo que poseía como idea de belleza el reflejo de la realidad, ya sea natural o social, capaz de identificar los deseos del hombre con el habitar dentro de tal realidad. Por lo mismo el ajedrez, ese lenguaje carente de referencialidad a lo real, o sea, un lenguaje absorto en su propia actividad consistente en hablar casi infinitamente de sí mismo, representa para Duchamp no sólo una actividad lúdica de alta complejidad técnica, sino la puesta en juego de los más refinados deseos en torno a una máquina tan autorreferencial como poética. En efecto, el ajedrez es una máquina que crea un supramundo cargado de ironía: dentro de su inutilidad y nula repercusión práctica, y configurado con sus propias reglas, conceptos estratégicos y elementos tácticos, es capaz de tornarse un elemento de mecanización del placer por el placer. El ajedrez como el erotismo de la máquina masturbatoria a nivel mental.

Sin embargo retornemos a la obra “Marcel Duchamp. Cast Alive.” Allí vemos a un Duchamp que enfrenta el dilema de la muerte. Es un Duchamp que sin ser jugador de ajedrez (puesto que el tablero está lateralizado tanto en relación a su rostro como al del espectador) yace ubicado dentro del tablero. Y el dilema de la muerte demanda el requerimiento de que hagamos siempre la próxima movida: tenemos que decidir ante ella. Decidir, por ejemplo, si desviar la mirada y concebirla como un mero tránsito de prolongación de la vida (como lo hacen las religiones), o bien afrontarla con el “quizás” de la finitud del camino y de nosotros mismos. Así, y volviendo a la obra de Duchamp, podemos decir que no habrá casillas disponibles para recepcionar esa movida: por eso justamente el caballo se halla ocupando un lugar de intersección entre las casillas, es decir, se encuentra en la encrucijada de un salto de fe vital. Todos estamos invitados a mover ante el advenimiento de la muerte, el tiempo transcurre en el reloj corporal del existir, y ya no hay lugar para responder con una certeza irrefutable. La muerte, entendida como la posible imposibilidad de todas nuestras posibilidades, se ha transformado en una amenaza más fuerte que su posible ejecución. La máquina del placer masturbatorio a nivel mental, el ajedrez, ha transmutado en la metáfora que por medio de la imaginación pone en jaque a nuestro propio cuerpo y su fragilidad mortal.