sábado, 2 de enero de 2010

Espectacularidad e Intimidad.


Fue año nuevo. Vimos los fuegos artificiales. En realidad yo no los miraba. O mejor dicho, los miraba pero pensaba en otra cosa. Miles de personas emocionadas porque ven unas lucecitas de colores. Yo pensaba en Dalí, en todos los que lo llamaban con desdén un mero efectista, un malabarista del inconsciente. Hay una relación extraña entre el elitismo y erudición simbólica de Dalí y la burda simpleza estética de los fuegos de artificio: ambos tienen la capacidad de causar estados catárticos en las personas, uno a través de ribetes metafísicos, los otros gracias a la atmósfera de espectacularidad que traen impresos. A pesar de que Dalí sea finalmente un gran artista (y quizás mejor escritor que pintor), mientras que las lucecitas del devenir no son más que una frívola artesanía, los dos traen consigo la marca de la liberación. Dalí libera por medio de la técnica puesta al servicio de la comprensión arquetípica del inconsciente, de los mitos. Los fuegos liberan en tanto prometen un futuro siempre mejor.

Vivimos en una cultura del espectáculo. Los fuegos de artificio tienen más de 5 mil años. Dalí fue uno de los más grandes del XX, pero eso es irrelevante, pues pintó estructuras universales, más allá del tiempo y el espacio, donde los personajes sólo eran marionetas al servicio de las ideas. Pareciera ser que tras los fuegos se esconde una visión cíclica del tiempo, un eterno retorno a la novedad, una necesidad de forzar lo mismo como si fuera único; de otro modo es inexplicable que todos los 31 de diciembre hagamos lo mismo, que recordemos como siempre para luego olvidar como siempre con tal de esperar que algo suceda. Sucede lo de siempre: esperamos lo esperado.

Y así, mientras pensaba todo esto ahogado en el bullicio festivo, mientras ya no sólo me acordaba sino que temía encarnar esa gran metáfora del arte que Dalí plasmó como el Gran Masturbador, alguien me tomó del brazo, me dijo"Aldo, hueón...". Era Joaquín, mi amigo de la U. Con el mismo Marlboro de siempre, más alegre que de costumbre, y cariñoso como nunca. Nos abrazamos, intercambiamos tres palabras y se tuvo que ir. Me sentí tocado. Tocado por la existencia, arrebatado de mis fantasmagorías teóricas, del egoísmo involuntario que a ratos se torna el reflexionar mucho sobre algo. Después pensé en muchas cosas más, en mis deudas con él, en sus deudas conmigo. Pensé en ciertas coincidencias, que algunas veces son gestos de quién sabe quién. Pensé que a Joaquín le gusta Levinas. Después recordé su rostro y todo calzó con el infinito. El infinito se presenta como un otro, como un amigo irreductible, es lo que te salva de ti mismo, del tiempo, de las falsas novedades; el amigo es la novedad eterna de aquella fuente de agua que pensabas haber bebido entera.