sábado, 22 de agosto de 2015

Divagaciones metafísicas: acerca de la noción de origen.

No es fácil hablar del origen. Y no lo es porque el origen siempre va más allá de sí mismo: en el nacimiento de algo, en eso que tendemos a llamar origen, no sólo se produce un darse, un estallido efímero de lo dado, sino una perseverancia en el despliegue de aquello dado. A esa perseverancia en el despliegue, a ese impulso que emana desde el amanecer del objeto dado hacia su propia madurez identitaria, bien lo podemos llamar esencia. La esencia como una fuerza activa que lucha por conservarse, por perpetuarse inmutablemente en el objeto más allá de las contingencias.

Pues bien, jugaremos con la siguiente hipótesis. Creemos que gracias a su evidencia e inmediatez lo que comúnmente entendemos por “objeto” es el lugar en el que ocurre el donde, es decir, el cuerpo en el cual se han de desarrollar las contingencias: todo donde es un campo de batalla en el que se manifiestan los fenómenos entendidos en clave de accidentes, fenómenos que van transformando al objeto. La esencia, en contraste, es el lugar del siempre, o sea, el soporte que permite aquel desarrollo de las contingencias, la condición de posibilidad de los fenómenos que se condensan en un objeto, la sustancia por el que los accidentes transitan, el piso sobre el que esos accidentes bailan de forma expresiva pero que permanece petrificada, inmutable, eterna.

Pero insistamos: ¿qué es el origen? Si el objeto es el donde y la esencia es el siempre, el origen no puede ser más que el desde donde siempre. Así, en las primeras páginas de su conferencia sobre "El origen de la obra de arte" Heidegger señalará: “Lo que es algo, cómo es, lo llamamos su esencia. El origen de algo es la fuente de su esencia." A nuestro juicio el origen es un desde donde siempre por la razón de constituir una condición de posibilidad de la esencia, esto es equivalente a decir una condición de posibilidad de la condición de posibilidad del objeto en tanto susceptible de ser accidente/accidentado. De este modo, vale señalar que el desde donde siempre es la cualidad del origen, es justamente la fuente desde la cual emana la esencia. La esencia posee una necesidad: la necesidad del origen. A su vez, el origen sólo aparece como parte constitutiva de un objeto gracias a la esencia: la esencia atestigua al origen, pues éste es el lugar de emanación (y quizás de determinación) de aquélla.

Y este desde donde siempre que representa el origen de la esencia de un objeto puede entenderse como lugar de la comprensión de la finalidad de una determinada cosa o valor. Así, por ejemplo en la filosofía clásica el origen de la esencia del guerrero vendría siendo la conciencia de la valentía, lo que es sinónimo de su virtud; o, en épocas más contemporáneas, el origen de la esencia de la obra de arte podría ser la sensación/problematización de la belleza por medio de la ficción. Por lo mismo, un objeto como tal sólo puede desaparecer radicalmente, sumergirse en la nada, cuando se destruye el origen de la esencia de dicho objeto, esto es, cuando se logra erosionar los lazos de esa íntima cadena que conforma el desde donde siempre. Y de dicho modo, para mantener los mismos ejemplos, el guerrero se degrada instrumentalizándose en mero militar al servicio de los intereses propios de los poderes de una nación; o bien el arte se degrada tornándose simplemente publicidad. A eso normalmente se le llama adulterar el sentido original de los valores y consiste en opacar la pureza de las condiciones históricas que están a la base de las posibilidades de un determinado objeto.

miércoles, 5 de agosto de 2015

Sobre la contraposición entre el "sí mismo" y el "yo" a la luz de Kierkegaard.

Si el sí mismo tiene la peculiaridad de alojar una multiplicidad de alteridades, bien podemos señalar que aquel sí mismo se constituye en comunión con las contingencias, con la permeabilidad de los accidentes. En efecto, ahí yace mi cuerpo involuntariamente enfermo, padeciéndome un tormento sin nombre, haciéndome sufrir por alguna insospechada razón y formando parte de mí; allí están mis deseos por llegar a ser quien no soy ahora, por liberarme de mí, por huir lejos de mi piel en busca de una biografía de otro que sea la mía; y también están mis dudas sobre mis acciones culpables, mis silencios, mis remordimientos en torno a lo que me avergüenzo de ser y que quisiera omitir de mí, mis arrepentimientos que den paso a un nacimiento nuevo capaz de lavar todo mi pasado. Dicho de otro modo, el sí mismo es una subjetividad de la apertura y el advenimiento: en el sí mismo somos afectados por fuerzas que en un origen nunca gobernamos pero que abrupta y sorpresivamente constatamos como siendo parte de nosostros, como nosotros siendo en ellas. Por ende, gracias al sí mismo se puede expresar la identidad de una manera móvil, nos podemos mirar ante un espejo distorsionante, espejo que no somos más que nosotros mismos reflejados en los abismos de nuestra enigmática y múltiple alma.

Por otra parte se encuentra el elemento dicotómico de esta relación con el sí mismo: el yo. Si, como dijimos, el sí mismo se halla próximo a las afecciones y su mutabilidad, a la aperturidad de ser esculpido por la alteridad, el yo, en cambio, se encontraría más cercano a la centralidad de la autonomía subjetiva. A la hora de construir un yo es indispensable fijarlo en el tiempo y el espacio, conservarlo como una estructura inmutable, instaurar sus cimientos iluminadores de una vez para siempre. Gracias a la confianza en la permanencia del yo puedo prometer y enorgullecerme en el cumplimiento de eso prometido; gracias al mantenimiento de ese yo soy capaz de  recocer mis obras como propias, mi trabajo como propio, mi vida como propia. En fin, el yo me legitima en cuanto idea metafísica: ésa es mi identidad, ése, sea cual sea, soy yo. La conceptualización del yo posee una rigidez que no tiene la aperturidad del sí mismo: el yo es un constructo metafísico con pretensiones de universalidad que reividica lo idéntico y se resiste a lo otro.

Como ya se habrán dado cuenta es precisamente entre estos dos polos de la identidad donde reside otra de las paradojas de Kierkegaard. Paradoja que siembra una opacidad. Al concebirse como una tarea, como un hombre por hacerse en la lucha por la identidad, el sujeto existencial pone en operación la relación entre el sí mismo y el yo. Pareciera decirse: soy un sí mismo que se promete constituir en yo, ésa es mi tarea. Pero a la vez también sabe que en ese decidirse del sí mismo en miras a concretarse en un yo hay mucho que se pierde, que se diluye, y otro mucho que se inventa. Pareciera ser que en Kierkegaard se respira una radical falta de reconciliación entre la experiencia del sí mismo y la conceptualización del yo. Y justamente será este un motivo más que nos llevaría a la desesperación; desesperación que no es más que la condición de posibilidad de los saltos de fe con que el alma busca aspirar, según Kierkegaard, a un estadio religioso.


domingo, 2 de agosto de 2015

Sobre "Las espigadoras" de Millet.

"Las espigadoras" (1857) de Millet.


La declinante luz del atardecer se desliza por sobre el cuadro como queriendo abrazar la totalidad de la representación. A lo lejos, resaltando del horizonte, se elevan los montes de trigo que más de algunas manos cansadas han erigido. Más allá, hacia la derecha, emerge la geométrica solidez de unas casas cuyos propietarios, amenazantes hasta en su ausencia, se jactan de habitar. Un poco más cerca un hombre a caballo controla a distancia el buen rumbo del trabajo. El telón de fondo de la escena se completa con una frágil carretilla sobrecargada, tal cual si fuese la metáfora casual del ambicioso deseo de acumulación de esos terratenientes que gozan de los frutos extraídos gracias a la explotación del pueblo. Y finalmente, en primer plano, nuestras heroínas: allí están las espigadoras, inclinadas al compás del reiterativo trabajo que curva sus espaldas.

La significación de esta obra plantea como elemento central los mensajes de denuncia y resistencia. Se trata de una denuncia a los procesos de explotación propios del trabajo campesino en un contexto de masificación, del cual el quehacer monótono, el esfuerzo inhumano y la fatiga irremediable son el testimonio de una injusticia sin nombre. Pero también se trata de una resistencia de ese otrora tipo de vida, del ethos cultural campesino, que viene a verser erosionado por los acontecimientos históricos que marcaron la época en que Millet desarrolló su arte: la consumación de la Revolución Industrial del siglo XIX. En efecto, dicha Revolución trajo aparejada una clara precarización del trabajo, la cual se caracterizó por transformar a los sujetos trabajadores en meros engranajes de la máquina de producción capitalista. Esto conllevará una enajenación tal que el trabajador, al ser forzado a abordar su trabajo con miras a la mera optimización de las ganancias de otro, se ve imposibilitado de proyectar su “interioridad” subjetiva en los procesos productivos. Y dichas espigadoras, vigorosas ante la adversidad, se sitúan en el áspero tránsito entre el antiguo modo de producción, capaz de propiciar un contacto simbólico de los trabajadores con la tierra, y el nuevo, aquel que enajena el sentimiento de identificación del trabajador con su trabajo. Las espigadoras, de esta manera, son el aún resistente testimonio de denuncia de un mundo que inexorablemente devendrá en ruinas debido a la irrupción de un capitalismo exacerbado.

Tal vez Millet -quien fue tildado de socialista y peligroso por la alta burguesía francesa-intuía levemente por qué debía plasmar en “Las Espigadoras” esa luz crepuscular que todo lo envuelve, como si fueran los últimos estertores de una tarde agónica: era el presagio de esa larga noche capitalista en la que todos, sabiéndolo o no, nos terminamos por hundir.

sábado, 1 de agosto de 2015

Sobre la gloria y la fama.

Se ha escrito mucho sobre la identidad de la Grecia Antigua como una cultura de la exterioridad. Una cultura donde el héroe se encuentra motivado por energías trascendentes a su propia personalidad individual: por energías que siempre guardan relación con la mirada de los otros que configuran el nosotros, con la mirada de una tradición venidera que lo recordará con orgullo más allá de su muerte o, en su defecto, que se olvidará de él producto de lo vergonzoso de sus acciones fracasadas. Las epopeyas de Homero así lo reflejan. En “La Ilíada” la virtud está en el honor: las muertes de Aquiles y Héctor, por ejemplo, se torna prestigio asegurado en la larga memoria de los hombres; la areté del guerrero, la valentía, es la que prima sobre toda la obra. Por otra parte, en “La Odisea” es la areté del hombre ingenioso, el cálculo creativo aplicado a solucionar un problema real, lo que prevalece en tanto digno de admiración. De este modo, ambas obras no sólo condensan los valores más altos de la tradición oral precedente, sino que además se proyectan como los manuales de educación que fundarán Occidente. Y todo a partir de una cultura del reconocimiento basada en la mirada del nosotros en tanto comunidad.


Me parece que en la sociedad actual la tendencia ha sido a permutar el reconocimiento arraigado en una comunidad de valores -como en el tiempo homérico- por la mera fama de caras vacías, por la respetabilidad de anónimos. De ahí la importancia que se le otorga a la fama en estos tiempos. La condición suficiente de ser famoso significa meramente ser conocido pese a estar vaciado de contenido sobre la comprensión del sentido profundo que nos llevó a destacar, o sea, ser un otro para unos otros. La fama, en consecuencia, no tiene valor alguno más que el de andar en boca en boca, como un flujo de aire desprovisto de todo significado. Lo que realmente interesaba a los griegos no era la fama, sino la gloria: el reconocimiento que solamente se logra por medio de la admiración de los pares, del nosotros, de todos aquellos que han construido la memoria pública de la polis hasta la eternidad.