sábado, 25 de julio de 2015

Sobre "La carrera de un libertino" de Igor Stravinsky.

William Hogarth.  "Manicomio", de la serie Rake´s Progress.


A continuación tomo del “Diccionario de la Ópera” de Kurt Pahlen el argumento de la ópera de Stravinsky “La carrera de un libertino”. Posteriormente realizo un breve análisis sobre la misma.

Argumento: Tom Rakewell se ha comprometido con Ann Trulove. Ambos parecen tener por delante un futuro de amor y felicidad. Pero el padre de Ann desconfía del carácter vacilante de su futuro yerno y quisiera verlo en una posición firme y segura. Eso no es lo que quiere Tom, en cuyo inconsciente duermen miles de deseos y veleidades. Entonces aparece una personalidad tenebrosa, Nick Shadow, una figura mefistofélica inventada por los libretistas y que no aparece en los grabados de Hogarth, y cuyo nombre (shadow = sombra) adquiere significación simbólica; Nick, por otro lado, es un popular nombre inglés del demonio. Shadow explica que ha sido criado del tío de Tom, que al morir dejó una enorme herencia a su sobrino; y quiere entrar al servicio de Tom, el sueldo carece de importancia, se puede negociar más tarde. Shadow lo lleva a Londres y comienza, como anuncia dirigiéndose al público, the rake 's progress, la carrera del libertino en el que se transforma Tom bajo la dirección de Shadow.

Aunque al principio se contiene por el recuerdo de Ann Trulove (también un símbolo: true love = amor verdadero), la vida lo introduce en sus formas más primitivas. Después del prostíbulo sigue el grotesco matrimonio con una atracción de feria, la «bab turca», un monstruo barbudo al que apenas se puede considerar una mujer. Al mismo tiempo, Tom quiere explotar un invento capaz de convertir las piedras en pan. Shadow está detrás de todo y cada paso conduce a Tom más cerca del abismo. No se puede impedir la quiebra financiera, la subasta de todos sus bienes se presenta en una escena casi fantasmal. Shadow cree que ha llegado su hora. Conduce a su señor, que en realidad es su víctima, al cementerio de una iglesia, en medio de la noche, y le revela ante una tumba abierta el salario que exige: el alma de Tom. Juegan una decisiva partida de cartas en la que, gracias a la intervención mística de Ann, Shadow pierde y cae muerto cuando dan las doce. Pero Tom no se salva. La locura se apodera de él y termina en el manicomio. Sin embargo, hay una transfiguración más allá de su final. La fiel Ann, que intentó ayudarlo varias veces, se le aparece como un cuadro de luz. Ann, en la escena tal vez más bella de la obra, acuna en su regazo la cabeza de Tom, destruido por la vida, y canta para que se duerma.

Por último vuelven al escenario todos los personajes de la pieza (como solía hacerse en la antigua ópera italiana y como hizo Mozart en su Don Juan) y sacan conclusiones de los hechos descritos. Lo hacen sin máscaras, sin pelucas y sin falsas barbas: en cierta medida regresan a nuestro siglo, que se ha servido de una fábula vieja pero siempre vigente para exponer la seriedad de la vida.

En “La carrera de un libertino” (1951) Igor Stravinsky rinde tributo a las óperas italianas del Siglo XVIII, como también al estilo clásico tan característico de las óperas de Mozart. Por lo mismo, muchos han denominado aquél período donde fue concebida esta obra como marcadamente neoclásico dentro de la producción del músico ruso. Aquí no escuchamos nada de aquel compositor poseído por la ebriedad rítmica propia de su ballet “La Consagración de la primavera” –esa obra de un primitivismo majestuoso-, sino la devoción por la mesura, por la pulcritud, por las formas y las estructuras, por las líneas melódicas largas y claras,  por las armonías de simpleza ornamental, en fin, por la justa medida como principio regulador. El retorno musical a la época dorada de la ópera, en pleno siglo XX, se conjugará de manera particularísima con el respeto por la tradición y buenas costumbres que se plasmará en el libreto de esta ópera.

“La carrera de un libertino” tiene su origen en una serie de ocho grabados realizada por el pintor inglés William Hogarth, artista que compuso la totalidad de su obra en el siglo XVIII. En ambas producciones -la serie de grabados y la ópera-, que cuentan con casi doscientos años de diferencia, impera un ambiente irónico destinado a moralizar la conciencia de los espectadores. En efecto, la narración en la cual descansa tanto al arte de Hogarth como el libreto de la ópera de Stravinsky, escrito por el poeta W. H. Auden, tiene por fundamento la crítica social. Crítica social que apunta, en el caso de Hogarth, al derroche de dinero, a la vida disipada, a los excesos sexuales y alcoholísticos susceptibles de atentar contra las solemnes costumbres que deberían imperar en el imaginario de una comunidad tan cohesionada e identitariamente definida como la inglesa. Crítica social que, en el caso de Stravinsky - Auden, remite a la inautenticidad de los hombres, los cuales, motivados más por las inclinaciones asociadas al placer antes que por una decisión y compromiso existencial sobre el sentido de su vidas, se entregan a los vaivenes de la fortuna y el azar sin lograr mérito alguno por llegar a merecer lo que se les concede.

Así, la obra de Stravinsky - Auden se aproxima al género operático principalmente bajo el signo de la moraleja: su obra pretende dejar una enseñanza concreta, la cual, en este caso, es la de esforzarse por decidirnos a construir nuestro horizonte e implicarnos en el trabajo de realización de nuestro propio camino. En cierto aspecto, el libreto de la ópera apela a hacer emerger una metaconciencia que busca liberar a los hombres del vicio instintivo, de la inclinaciones hedonistas, para hacerlo ingresar en el dominio y la conquista de su propia existencia. Y el lugar desde donde se ejercerá dicha conquista de la existencia será, paradójicamente, el amor. El amor como el más vibrante y a la vez sencillo de todos los afectos, como el menos dominante de todos los afectos. Es decir, el amor incondicional representado por Ann y el cual tiene a Tom por destinatario, será el sentimiento que, gracias a la entrega del ser para el prójimo, nos abrirá desde el ensimismamiento de la cárcel individual hacia el deseo de trascender nuestras limitaciones con miras a una plenitud que es pura donación, puro vivir para el otro amado.


No obstante, si bien este amor de Ann salva transitoriamente a Tom del Infierno con que finalmente lo amenaza el demoníaco Shadow, no logra salvarlo de la locura. Locura que es el precio a pagar por todos sus pecados, locura con la que Tom se logra dormir, esta vez para siempre, creyendo ser el Adonis que, en un gesto hiperbolizado de su juventud en el campo junto a Ann (como se inicia la ópera), pierde a su Venus tal cual como si se tratase de divinidades mitológicas. Será esta exageración demencial, esta maximización delirante de lo que representa la pureza del amor, el único modo posible de que Tom, una vez arrepentido de su otrora vida pecaminosa, logre vivenciarlo: el amor como insoportable tristeza ante la ausencia de la amada. Así, Tom, si bien progresa ascendentemente a lo largo de toda la obra desde que se relaciona con Shadow hasta que se desprende de él, nunca es capaz de desprenderse de su propio yo, de su propia esencia: se encuentra preso del egoísmo consistente en, aun estando enamorado, mantenerse inmerso en el terreno de la mera posesión. Por otro lado, será Ann quien, dejando partir a Tom de esta vida y guardando para siempre su amor incondicional para con él en un terreno metafísico, sea capaz de alzarse como el modelo a seguir de toda la obra, esto es, quien se alce como la encarnación del amor genuino.

viernes, 17 de julio de 2015

Sobre "La Muerte de Marat" de David.

"La muerte de Marat" de David. (1793)


Existen ciertos hitos, cierta concentración de sucesos históricos en un plazo reducido de tiempo que determinan el devenir de toda una sociedad o, incluso, de una civilización. Esos momentos históricos, que podríamos llamar revolucionarios, se caracterizan por la conjugación de lo artístico con lo político, de la sensibilidad estética puesta espontáneamente al servicio de un ideal social. Es así que la obra de David, "La muerte de Marat", yace circunscrita dentro de aquel escenario revolucionario en el cual el tiempo histórico pareciera anudarse sobre sí mismo. La Revolución Francesa corresponde, en este caso, al suelo político que se manifiesta en calidad de contexto de esta obra.

No resulta extraño, por ende, que David, pintor afín a los ideales de la Revolución además de cercano amigo de Marat, nos presente el asesinato de este último, periodista y activista comprometido con la causa jacobina, como la constatación de una traición a la vez que como testimonio de una nueva concepción político-estética. En efecto, la obra es capaz de utilizar una técnica casi minimalista, de gran sencillez y economía de elementos (principalmente está construida a partir de verticales y horizontales) con el objetivo de plasmar esa nueva concepción de mundo que la Revolución trae consigo. Esta concepción de mundo se basa en la secularización, es decir, en la desmitificación de esa religiosidad católica, tan apegada a la monarquía, pero manteniendo sus estructuras subyacentes ahora dotadas de un nuevo significado. Esa secularización será el rasgo esencial que distinga a la modernidad. Así, el brazo derecho de Marat vencido fuera de la bañera en la cual fue asesinado representa el mismo gesto de honda tristeza, de irremediable desolación, de caída final, que el de  Cristo en "La Piedad" de Miguel Ángel. A su vez, el rostro del asesinado trasluce la leve y fugaz transición desde el instante en que el cuerpo expira su último dolor hacia el descanso eterno. Sin embargo, quizás el rasgo más llamativo de esta secularización se encuentra en la sombra que se eleva en diagonal con miras al silencio de la nada, ascendiendo hacia la oscuridad de la parte superior del cuadro. Será justamente esta elevación, este diluirse del aliento en la finitud, la idea que le reporte coherencia interna a la obra en su nivel significativo. Esta idea corresponde al mensaje del ateísmo más glorificante, al de quien asume, sin la desesperación del que está perdiendo algo, todo lo perdido; al de quien asume su falta de trascendencia con la dignidad del que una vez traicionado dice adiós a este mundo dejando de lado el afán de perpetuarse en una eternidad merecida pero inexistente. En resumen, estos tres elementos (la mano derecha de Marat en rememoración de "La Piedad"; el rostro del asesinado como última exhalación del aliento del personaje; y el esfumarse de su alma en la sombría nada que se eleva en el fondo oscuro) marcan el giro que David le imprime, desde el ateísmo más dignificante, a la traición sobre Marat en tanto reflejo de toda una visión de mundo moderna.

De esta manera, “La muerte de Marat” condensa la noción de secularización en su sentido ilustrado: la superación de las supersticiones mítico-religiosas en función de un estadio nuevo en la historia de la humanidad. Estadio que pretendía dejar de cargar con las ilusiones y espejismos propios del cristianismo para acceder a un reino de ciencia y filosofía positiva, de política liberadora, de arte neoclásico y optimista. Los cimientos sobre los cuales se sostendrá este nuevo mundo moderno seguirán estando, no obstante, aún contaminados de una fuerte religiosidad secularizada (léase, por ejemplo, las nociones de verdad absoluta, de historia universal o de unidad de la humanidad, todas en mayor o menor medida también heredadas del cristianismo). Por ello, "La muerte de Marat" es una obra aún viva no sólo desde la eterna vitalidad del arte, sino también desde los temas que es capaz de transparentar a nivel de su situación histórica.

domingo, 12 de julio de 2015

Sobre el retrato de Frida por Iturbide.

Iturbide. De la serie "El baño de Frida."


A cincuenta años de la muerte de Frida Kahlo es abierto su baño. Se observan dos muletas. Dos muletas de pie, erguidas al interior de una tina seca, la cual nos deja ver sus elementos de funcionamiento: sus llaves cerradas que descansan inertes en el aséptico trasfondo blanco. El baño, lugar afectivo en el cual todos nos encontramos con una intimidad húmeda y esquiva de nuestros desechos, constituye, en este caso, el recinto donde el dolor siempre está presente. Presente hasta en la ausencia del cuerpo dolorido. Sí. Hay tanta alma en el cuerpo de Frida, hay tanta ausencia de ella entre sus objetos y pertenencias, que en el fondo nos hallamos ante la presencia de un dolor insondable: como el eco de un aullido desgarrador que se da de cabeza contra las paredes de ese baño sin poder salir nunca de él.

Y si Iturbide, la gran fotógrafa mexicana, es famosa por ser capaz de poner su mirada en esas grietas de la realidad por donde logra filtrarse lo simbólico, lo onírico, lo incosificable, donde logra la imaginación fluir en aquello que está a la mano, también lo es por recurrir a la magia. La magia consistente en develar capas más profundas, ingobernables, de una realidad que se nos dona repleta de un sentido misterioso e inaprensible. Como si por medio de su fotografía viniese a poner en crisis la realidad misma desde el ojo desnudo que la contempla. Como si a través de su cámara lograse mostrarnos que la fotografía no es un artificio más, sino la pincelada fiel con que la realidad se colorea invisiblemente a sí misma.

Por eso, porque la realidad siempre les termina jugando la última broma a los que ingenuamente piensan que conocen su presunta mecánica- e Iturbide está allí para dejar testimonio de esa ácida ironía-, es que la presencia vacía de Frida en su baño se conecta, de un modo extrañisímo, de un modo imposible, es decir, del único modo posible dentro del realismo mágico de Iturbide, con una fotografía que capturó en algún lugar eterno de cualquier geografía, quizás muchos años después, quizás como voz de un tiempo circular en el cual la vida logra dialogar con la muerte. Se trata de la fotografía perteneciente a su serie “Naturata”. En esa última imagen se muestra a un racimo de cactus heridos, restringidos en su movilidad,  los cuales parecen ser sostenidos por andamios de madera, una estructura que amputa, que impide el espontáeo desarrollo de los cactus. Están los cactus explotados. Están los cactus extraídos de su savia. Y allí, en ellos, está Frida. Iturbide la retrata. Iturbide la vuelve a encontrar, ahora en cuerpo y alma, recostada en alguna cama sobre las costrosas sábanas de todos los desiertos del mundo.

Iturbide. De la serie "Naturata".