martes, 25 de febrero de 2014

Sobre Flaubert y "Madame Bovary".

La célebre afirmación de Flaubert,“Madame Bovary soy yo”, posee ciertas complicaciones. La relación del autor con su obra, obviamente, no es lineal ni directamente autobiográfica: no hay casi nada en la “bio” de Flaubert que pueda asemejarse a la “grafía” de su novela. Sin embargo, Madame Bovary es él. Entonces, ¿cuál es el sentido de esta aseveración?

Me parece que lo que Flaubert pretende decir a la hora de señalar dicha frase es algo que sólo se puede entender a la luz de la densidad psicológica que se va forjando al interior del personaje de Emma. Así, los tormentos que asedian a Emma Bovary, es decir, la monotonía de una vida burguesa provinciana en la cual la mujer yace oprimida por una serie de patrones sociales, despojada de cualquier realización propia en la esfera pública, condenada a un mundo privado que se repite y reproduce incansablemente sobre sí, producen en el alma de ella una fuerte angustia. Angustia que si bien no podríamos calificar de existencial, pues no yace en juego el despliegue del ser en términos universales, sí es una angustia social debido a que precisamente descansa en el orden determinado de un conjunto de prácticas humanas instaladas en un tiempo y espacio contingentemente determinado. No obstante, como reacción a esta angustia social, y dada la naturaleza subversiva del alma de Emma, ésta es capaz de buscar horizontes de sentido, rutas de escape, puntos de fuga ante los cuales poder evadir el tedio de esa monotonía gris configurada por su cotidianeidad. Y justamente allí aparece la literatura romántica –las novelas de Walter Scott, por ejemplo- en tanto medio de resistencia, en tanto lectura deseosa de ser plasmada en la realidad. Pero si la imaginación de Emma es lo que la salva transitoriamente, lo que evita su muerte, será  su deseo el que la llevará al ocaso final: toda voluntad de traducir en términos concretos lo que se presentaba en las novelas, todo intento de hacer realidad con su amante, Rodolphe, los sueños de trascendencia idílica que se expresaban estéticamente, se desencadenarán hacia el fracaso, hacia un crudo colapso, hacia el abismo, hacia la muerte.

Es en este punto donde se podría enlazar la visión de Flaubert ante la sociedad burguesa de la Francia provinciana de la primera mitad del XIX, tan repleta de miserias y mezquindades, tan caracterizada por la vacuidad burocrática y la ingenua creencia en el progreso, con la mirada de Emma Bovary. En efecto, lo que Flaubert detesta es lo mismo que Emma. La diferencia, sin embargo, reside no tanto en la lectura que hacen uno y otro, sino en la escritura: Flaubert es capaz de escribir, Emma no. Esto significa que, desde el prisma psicoanalítico, Flaubert puede sublimar su neurosis de un modo tal que no lo lleve al suicidio o la locura. En cambio Emma está condenada a la realidad. Está condenada, como alma indómita, al deseo de presenciar la encarnación del romanticismo literario en su vida y, consecuentemente, a poner todo de sí para materializar dicho deseo. Todo con consecuencias trágicas.


Por último -y en preliminar conclusión- la frase que emite Flaubert, “Madame Bovary soy yo”, podría entenderse en un sentido de semejanza psicológica. Emma Bovary comparte con él las mismas críticas y sentimiento de odio y desprecio ante la sociedad burguesa provinciana pero con el añadido de que Flaubert es capaz de exorcizar los demonios que le despiertan tal sociedad transformándolos en obra de arte, o sea -dicho muy escolarmente- es capaz de sacar un bien reconocido por otros sujetos (la novela realista) a partir del egoísmo de un mal que vive en intimidad (el desprecio por la realidad), todo gracias a la producción literaria. Es así que Flaubert, padre del realismo moderno, realiza la operación de movilizar a un no-dicho, a una dimensión que no es propiamente real, al momento de escribir su Madame Bovary. No-dicho que se refiere a la dimensión de los instintos, del desprecio, del tedio y del odio ante tal realidad social, pero también al posterior acto de denuncia contra la estupidez de esa misma realidad. Por ende, si nos atenemos a la frase de Flaubert aquí analizada, no deja de resultar curiosamente circular que en el origen del realismo literario ya se presente este fenómeno de represión, por un lado, y de tácita denuncia, por otro, del objeto a ser representado: la represión de los propios instintos ante la realidad como condición de posibilidad de la misma realidad que posteriormente se construirá en tanto obra a ser (pre) juzgada.

domingo, 23 de febrero de 2014

Sobre el asombro y la envidia.

Si la experiencia del asombro representa la toma, la posesión, el arrebatamiento radical de la conciencia de un sujeto por aquella alteridad que le afecta en tanto admiración, la envidia, en cambio, se caracterizaría por un exceso de yo en aquel mismo fenómeno de admiración. En efecto, el asombro comparte con la envidia el sentimiento de admiración por el objeto externo. No obstante, la diferencia fundamental reside en que en la experiencia del asombro lo admirado es capaz de hacer que el sujeto se pierda en aquel objeto. Así, cuando salimos a la soledad nocturna y contemplamos estupefactos el cielo estrellado sobre nosotros, como si en él se presentase una tenue ráfaga, un hálito, un pequeño soplido de un posible Dios invitando a nuestra finitud hacia lo trascendental, entonces somos absorbidos por el fenómeno del asombro: lo que admiramos nos toma de raíz dejándonos perplejos y sin opción de dirigir la mirada hacia otro lugar. En pocas palabras, cuando nos asombramos dependemos de la duración de lo que provoca admiración, es decir, ya no somos dueños de nosotros mismos, nuestra voluntad yace impotente: el cielo estrellado, lo que siempre ha estado allí, despierta un eco de trascendentalidad en nosotros que sólo cesa en el momento en que lo otro, la alteridad inundante, lo determina.

En oposición a ello, la experiencia de la envidia posee un fuerte tono egocéntrico. La envidia tiene como soporte de lo admirado justamente al sujeto mismo: el sujeto se siente interpelado por aquello que le genera admiración pero es incapaz de despojarse de su yo. De este modo, a pesar de que el objeto de la admiración pudiese ser el mismo en ambos casos, el sujeto que envidia, al no poder desprenderse de su yo, está condenado a la desesperación de buscarse siempre a él mismo detrás del objeto admirado. Kierkegaard ya fue bastante lúcido para visualizar tal fenómeno. Para él todos somos presa de la enfermedad mortal consistente en la desesperación. Algunos desesperamos por querer ser uno mismo mientras que otros desesperan por evitar serlo, por anhelar convertirse en otro yo. No importa. El tema aquí es que el envidioso busca incansablemente ser él el origen de lo admirado. Y es precisamente esa búsqueda lo que lo lleva a la desesperación por desear ser él mismo; por desear ser alguien que no es. De este modo, si en el caso de la experiencia del asombro es la propia conciencia sumergida en lo admirado, en el caso de la envidia es precisamente el yo quien desea ser el autor de eso que admira.

Finalmente -y dejando el tema abierto para otra reflexión- el asombro supone ir más allá de autores, más allá de sujetos, más allá de individuos, incluso más allá del origen: el asombro unifica toda la existencia en la intensidad del momento. Es a lo que William Blacke se refería cuando acuñó la frase “la eternidad yace en un instante”. En oposición, la envidia aún se mueve en el plano de los sujetos que son autores de aquello que es admirado: el envidioso no posee la capacidad de sumergirse cabalmente en el objeto admirado, sino que se pregunta por el autor de aquel objeto para, en un salto inmediato, compararlo consigo mismo, con su propia medida.

martes, 18 de febrero de 2014

Sobre el perdón.

¿Hasta dónde cobra real valor el perdonar si es que no existe una petición de perdón, es decir, un verdadero arrepentimiento en quien es perdonado? 


Si nos parece que sólo se puede perdonar allí donde hay arrepentimiento, o sea donde el ofensor solicita el perdón del ofendido, estaríamos cercanos a una posición que, a primera vista, se contempla como razonable: al arrepentirse el ofensor ha lavado sus culpas y se haría merecedor de nuestro perdón. Sin embargo, aquí surgiría el problema consistente en que ya nada se está perdonando a la hora de perdonar debido a que la falta quedó reparada precisamente con el arrepentimiento. 

En contraste, si siempre estuviésemos dispuestos a perdonar sin que nos fuese implorado el perdón, o sea sin arrepentimiento previo ni petición de quien es perdonado, creo que toda acción se volvería perdonable de antemano y, por ende, el perdón carecería de sentido puesto que no implicaría ningún esfuerzo extraordinario en quien es perdonado. Éste es el problema, por ejemplo, de algunos tipos de cristianismos que fundan su comportamiento ético en el discurso del amor incondicional: el perdón se torna solipsista, pues no necesita de un otro que lo solicite. 

Así, y en conclusión, la condición estructurante del perdón expresaría una doble aporía: la de un perdón vacío, por un lado, y la de un perdón enclaustrado, por otro. Finalmente el perdón, como nos dirá Derrida, descansaría en la dimensión del "quizás" antes que en la del "es": tal vez exista, pero no sabemos sobre el origen de su ser. Y, de este modo, la gracia del perdón radica en que nos impone siempre una encrucijada: la de no saber si perdonamos lo meramente perdonable o si perdonamos lo imposible de ser perdonable, lo imperdonable.

viernes, 14 de febrero de 2014

Sobre la potencia del lenguaje.

¿Habrá algo más inocente que el lenguaje? Ya Holderlin señalaba que el rol del poeta, el cual obviamente trabaja a base de palabras, es la más inocente de todas las ocupaciones. El lugar donde hunde sus raíces aquella ingenua aseveración se encuentra relacionado, al parecer, con la incapacidad del lenguaje de afectar la realidad, es decir, de transformarla. Sin embargo, el lenguaje al mismo tiempo de ostentar esa supuesta inocencia a la hora de influir en la realidad también puede llegar a ser el más potente instrumento: el lenguaje al servicio de una voluntad, de una determinada intención, de un deseo. En efecto, si, por ejemplo, a través de la violencia física un sujeto puede forzar a otro a realizar actos en contra de su voluntad, por medio del lenguaje, en cambio, dicho último sujeto receptor del mensaje no sólo podría realizar ese acto sino también querer hacerlo, o sea realizarlo voluntariamente, gracias a la persuasión. Así, el lenguaje podría ser visto en tanto móvil que opera no sobre los hechos directamente, sino como operante en un nivel más profundo: en la conciencia.

De esta forma, y sin ir más lejos, los regímenes totalitarios del siglo XX supieron valerse de aquel lenguaje, a modo de relato articulador de todo un sistema social con miras a un modelo de hombre y comunidad, para instaurar sus modelos políticos. Más potente, más permanentemente efectivo que cualquier violencia física, el lenguaje pesaba como el elemento central bajo el cual se supeditaban todos los restantes: el carácter profundamente arraigado a nivel de conciencias, capaz de hacer que un hombre se inmovilice por el terror político o que entregue su vida por la pasión a una causa social, sólo puede ser posible si es que el lenguaje entra en juego, sólo es posible allí donde hay discurso a modo de relato ideológico. De ahí la imposición por parte de estos regímenes totalitarios de lo que se conoce como “cultura oficial”, como la poética de la política.

Seguramente Holderlin era demasiado inocente. Pero no por ser poeta.

lunes, 10 de febrero de 2014

Sobre la noción de "cambio" en Aristóteles.

Quizás el tema filosófico que más atormentó a los presocráticos fue el del cambio. En efecto, la relevancia de tal problema queda plasmada en la obra de todos quienes se esforzaron por llegar a hallar un elemento originario que viniese a fundar la existencia de la “physis-moira” (naturaleza legal) a un nivel cosmológico (de orden universal). Así, en última instancia y por debajo del tema del cambio, lo que se encontraba en juego era el problema del ser.

No obstante pasaron los siglos hasta que llegó alguien sosteniendo que si todos los fenómenos del mundo yacían gobernados por la dictadura del cambio (lo cual implica un paso del ser al no-ser), dicho cambio sólo podría explicarse bajo la figura del binomio acto-potencia. En otras palabras, Aristóteles realiza un giro teleológico, es decir, una lectura de la realidad de acuerdo a fines: el fin de la semilla es constituirse en árbol, pues en ella reside la tendencia hacia tal finalidad; en la semilla ya está el árbol en potencia. A su vez, esta tendencia de cada ente hacia su propia finalidad poseería un correlato ético a la hora de hacer tender a los hombres a su propia felicidad en armonía con el bien y la virtud social.

Sin embargo, ¿quién o qué haría operante el movimiento mismo, aquello que hemos definido como dictadura del cambio, sin que tengamos que caer en un retorno ad infinitum de causas eficientes? O, como se preguntaba Borges, con esa estupefacción metafísica, en su famoso poema sobre el ajedrez:

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios, detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?

La respuesta de Aristóteles es sagaz: lo hace un motor inmóvil. O sea, una entidad que posee la capacidad de provocar movimiento sin moverse ella misma, tal cual como el objeto del deseo mueve al deseante hacia él sin necesidad de él mismo moverse. Dicho con una metáfora: es como cuando vemos a la mujer de nuestra vida. A mí me tocó verla una tarde de verano perdida entre piezas de ajedrez ; a ti, tal vez, leyendo una obra de Bolaño apoyada contra la puerta trasera del vagón de metro. No importa, pues en ambos casos ellas, sin siquiera proponérselo, nos atrajeron a su ser, movilizaron nuestro deseo desde lo estático de su divinidad, al igual como lo hace lo hace el motor inmóvil que concibió Aristóteles con todos los fenómenos del mundo.


Así, siempre que compito en un torneo de ajedrez recuerdo al viejo Borges, tan amante de este juego sin diversión; recuerdo al bueno de Aristóteles, tan amante del asombro que se filtra hasta en las cosas más simples; recuerdo a mi novia, tan amante de estas letras y del motor que las pone en tránsito.