lunes, 10 de febrero de 2014

Sobre la noción de "cambio" en Aristóteles.

Quizás el tema filosófico que más atormentó a los presocráticos fue el del cambio. En efecto, la relevancia de tal problema queda plasmada en la obra de todos quienes se esforzaron por llegar a hallar un elemento originario que viniese a fundar la existencia de la “physis-moira” (naturaleza legal) a un nivel cosmológico (de orden universal). Así, en última instancia y por debajo del tema del cambio, lo que se encontraba en juego era el problema del ser.

No obstante pasaron los siglos hasta que llegó alguien sosteniendo que si todos los fenómenos del mundo yacían gobernados por la dictadura del cambio (lo cual implica un paso del ser al no-ser), dicho cambio sólo podría explicarse bajo la figura del binomio acto-potencia. En otras palabras, Aristóteles realiza un giro teleológico, es decir, una lectura de la realidad de acuerdo a fines: el fin de la semilla es constituirse en árbol, pues en ella reside la tendencia hacia tal finalidad; en la semilla ya está el árbol en potencia. A su vez, esta tendencia de cada ente hacia su propia finalidad poseería un correlato ético a la hora de hacer tender a los hombres a su propia felicidad en armonía con el bien y la virtud social.

Sin embargo, ¿quién o qué haría operante el movimiento mismo, aquello que hemos definido como dictadura del cambio, sin que tengamos que caer en un retorno ad infinitum de causas eficientes? O, como se preguntaba Borges, con esa estupefacción metafísica, en su famoso poema sobre el ajedrez:

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios, detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?

La respuesta de Aristóteles es sagaz: lo hace un motor inmóvil. O sea, una entidad que posee la capacidad de provocar movimiento sin moverse ella misma, tal cual como el objeto del deseo mueve al deseante hacia él sin necesidad de él mismo moverse. Dicho con una metáfora: es como cuando vemos a la mujer de nuestra vida. A mí me tocó verla una tarde de verano perdida entre piezas de ajedrez ; a ti, tal vez, leyendo una obra de Bolaño apoyada contra la puerta trasera del vagón de metro. No importa, pues en ambos casos ellas, sin siquiera proponérselo, nos atrajeron a su ser, movilizaron nuestro deseo desde lo estático de su divinidad, al igual como lo hace lo hace el motor inmóvil que concibió Aristóteles con todos los fenómenos del mundo.


Así, siempre que compito en un torneo de ajedrez recuerdo al viejo Borges, tan amante de este juego sin diversión; recuerdo al bueno de Aristóteles, tan amante del asombro que se filtra hasta en las cosas más simples; recuerdo a mi novia, tan amante de estas letras y del motor que las pone en tránsito.

No hay comentarios: