Quizás el tema filosófico que más atormentó a los
presocráticos fue el del cambio. En efecto, la relevancia de tal problema queda
plasmada en la obra de todos quienes se esforzaron por llegar a hallar un
elemento originario que viniese a fundar la existencia de la “physis-moira”
(naturaleza legal) a un nivel cosmológico (de orden universal). Así, en última
instancia y por debajo del tema del cambio, lo que se encontraba en juego era
el problema del ser.
No obstante pasaron los siglos hasta que llegó alguien sosteniendo
que si todos los fenómenos del mundo yacían gobernados por la dictadura del
cambio (lo cual implica un paso del ser al no-ser), dicho cambio sólo podría
explicarse bajo la figura del binomio acto-potencia. En otras palabras,
Aristóteles realiza un giro teleológico, es decir, una lectura de la realidad
de acuerdo a fines: el fin de la semilla es constituirse en árbol, pues en ella
reside la tendencia hacia tal finalidad; en la semilla ya está el árbol en
potencia. A su vez, esta tendencia de cada ente hacia su propia finalidad
poseería un correlato ético a la hora de hacer tender a los hombres a su propia
felicidad en armonía con el bien y la virtud social.
Sin embargo, ¿quién o qué haría operante el movimiento
mismo, aquello que hemos definido como dictadura del cambio, sin que tengamos
que caer en un retorno ad infinitum de causas eficientes? O, como se preguntaba
Borges, con esa estupefacción metafísica, en su famoso poema sobre el ajedrez:
Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios, detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?
¿Qué Dios, detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?
La respuesta de Aristóteles es sagaz: lo hace un motor
inmóvil. O sea, una entidad que posee la capacidad de provocar movimiento sin
moverse ella misma, tal cual como el objeto del deseo mueve al deseante hacia
él sin necesidad de él mismo moverse. Dicho con una metáfora: es como cuando
vemos a la mujer de nuestra vida. A mí me tocó verla una tarde de verano
perdida entre piezas de ajedrez ; a ti, tal vez, leyendo una obra de Bolaño
apoyada contra la puerta trasera del vagón de metro. No importa, pues en ambos
casos ellas, sin siquiera proponérselo, nos atrajeron a su ser, movilizaron
nuestro deseo desde lo estático de su divinidad, al igual como lo hace lo hace
el motor inmóvil que concibió Aristóteles con todos los fenómenos del mundo.
Así, siempre que compito en un torneo de ajedrez recuerdo al
viejo Borges, tan amante de este juego sin diversión; recuerdo al bueno de
Aristóteles, tan amante del asombro que se filtra hasta en las cosas más
simples; recuerdo a mi novia, tan amante de estas letras y del motor que las
pone en tránsito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario