lunes, 20 de enero de 2014

Diario de México VII (Museo de Arte e Historia de Guanajuato. Sorolla: mirar y admirar).

"Niños en la Playa", 1910, Joaquín Sorolla.


No supe de la exposición de su obra hasta ayer en la mañana. Y como consecuencia lógica de aquella noticia intempestiva tuve que presentarme en el Museo de Arte e Historia de Guanajuato un par de horas después. La obra pictórica del español Joaquín Sorolla nos esperaba a todos los escasos detractores de la Feria de León, lugar ícono del México superficial, para ir a sumirnos en la presunta universalidad de la Alta Cultura.

Si mi estadía en México se ha tornado paulatinamente una dolorosa caída contra las paredes de mi abismo interior; si he salido a recorrer calles con mariachis para perderme a mí mismo con la ingenua esperanza de que en algún punto pueda volver a encontrarme renovado; si siempre utilizo el viaje, lo otro, como una excusa para hablar de mis propios tormentos, de mi propias miserias; entonces, si hago todo eso de manera tan constantemente narcisista, ya es tiempo, me dije, de poner en operación la experiencia opuesta. Me refiero principalmente a la experiencia del mirar, la experiencia de respeto ante la obra de un artista, obra que está destinada principalmente no sólo a ser mirada, sino ad-mirada. Así, si todo mi viaje ha sido, dicho de modo muy escueto, un mirar para mirarme, la experiencia del Museo consistía en lo opuesto: un mirar para admirarse. La primacía de la grandeza del arte quizás consista en eso: nos arranca de nuestra cotidianeidad, de nuestros problemas superfluos del día a día, para impulsarnos a una dimensión en la cual predomina lo sublime entendido como dicha admiración ante algo que se me presenta en tanto Alteridad, en tanto exceso de sentido, en tanto eterna trascendencia de mí mismo, es decir, algo que no puedo rodear del todo, algo que siempre me sobrepasa.

Pues bien, hagamos el intento de dejar de hablar de mí. Joaquín Sorolla se inserta dentro de los pintores que reaccionan ante la marcada objetividad del realismo social del Siglo XIX, a pesar de conservar el interés por retratar las tradiciones más típicamente identitarias de España. En otras palabras, Sorolla se aleja del método de representación propio del realismo con tal de introducir el elemento central de su obra, previa herencia del impresionismo: la luz. Justamente por eso el movimiento en el cual el artista español se circunscribirá será el luminismo.

Lo que hay de maravilloso en Sorolla es su fidelidad a la realidad en cuanto fugacidad del instante. O sea, Sorolla es un artista que yace obsesionado con la posibilidad de capturar la luz, entendida ésta como el elemento que delinea el contorno material y emocional de los objetos a ser representados. De esta manera, nos atrevemos a decir que Sorolla es un pintor que, más allá de su exquisita técnica de trazos sueltos, de su impecable dominio cromático, de su capacidad para construir dimensiones, es un pintor de la agonía justamente por ser un pintor de la felicidad. El optimismo de Sorolla radica en su maestría para captar la luz como correlato de alegría: luz que envuelve cientos de escenas tan dulces como los niños que juegan en un devenir sin ocaso en las costas mediterráneas. No obstante dicha alegría que queda plasmada en sus obras de la época madura yacen gobernadas por una agonía no-dicha, una agonía que no se expresa nunca en el cuadro: la agonía consistente en la fugacidad misma, en lo efímero del instante, en que la realidad precisamente no se condice con la obra de arte por más que un segundo. En el realismo decimonónico, en cambio, al poseer el pintor una mirada ingenuamente objetiva, el arte es realidad: arte y realidad caminan de la mano por la eternidad (Courbet es claro exponente de aquello). En contraste, al ser totalmente distintos los métodos de absorción de la realidad en el luminismo, bien podemos decir que el arte no comulga con la realidad más que por los instantes en que la luz, en su constante cambio, en su transmutación casi divina, ejerce una epifanía como es al amanecer o en el ocaso. De ahí se sigue la agonía de Sorolla: si al realismo lo que le interesa es estampar aquello que hay allá afuera, el objeto que permanece idéntico a sí mismo más allá de la luz que lo abrace, al luminismo de Sorolla le interesa aquel filtro, aquel elemento que hace vibrar al objeto representado y que es la música de los ojos, la luz en tanto intermediario fugaz, sutil y agónico. Debido a esto cada producción de Sorolla es una lucha contra el modelo a retratar: el deseo de plasmar la realidad como instante se convierte en el impedimento de retratar la realidad tal cual se ve. La lucha del pintor por una representación de la luz.


Finalmente bien puedo que afirmar que esa lucha, ese agonismo, se debe a que Sorolla –al igual que yo a él- no mira la realidad, sino que la admira.

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