Hoy ya no es tiempo de escribir
sobre mi viaje a la Riviera Maya. Ya no es tiempo, digo, de retratar los mil
rostros que me rescataron de la selva antes que terminara por hundirme en el
fino tedio de sus arenas intentando descifrar lo que dicha selva era capaz de
susurrarme al oído. Ya tampoco es tiempo de hablar de catástrofes: del regreso
a León, de los gritos pavorosos que los hilos de mi destino producen cuando se
entrecruzan con las espejosas pupilas de algún otro fracasado. Hoy solamente queda
esperar sin esperanza. Hoy ya no convertiré el agua en vino ni dejaré que las
sonrisas inunden mis arterias. Hoy sólo sentiré el salado respirar del cigarro
que sostengo entre mis dedos temblorosos. Hoy ya no sé por qué escribo, pero
escribo. Escribo inmerso entre las sábanas sucias. Escribo envuelto en un piyama
de seda que se va impregnando de la miseria de mi sudor. Escribo sin pedir
auxilio. Quizás escribo porque hoy, y sólo hoy, el escribir sea el único modo
de soportar aquel peso de la cruz barroca que se me ha clavado a la espalda y
sin la cual ya nada tendría sentido. Hoy sólo es tiempo de escribir, sin
orgullo ni vergüenza, sobre mi estancado viaje interior, sobre la vida que
sigue pasando sin que yo logre pasar por ella.
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