El humo del último porro de marihuana permaneció flotando en
la habitación por más del tiempo habitual. Ya no había ninguna excusa para
terminar con todo. El amanecer se filtraba por la finísima rejilla colocada en
la ventana del departamento logrando esquivar ciertos insectos estampados en ésta.
Quizás en esos infinitos minutos de silencio alguno de nosotros pensó en
aquellos insectos agonizantes como la proyección de su propia alma, como el reflejo
oscuro de sus propios fracasos, de este miserable presente. No sé. La humedad del
ambiente nos hacía temblar de vapor. Por esa misma ventana intenté penetrar con
la mirada los ojos de la selva. Y vi cosas monstruosas. Cosas que sólo Dios
sabe que existen: palmeras vomitando cemento, chozas extraviadas entre el vaivén
de una lluvia púrpura, autos de papel dirigidos hacia abismos inexorables, pájaros
clavados de heridas metálicas. Después vi más y mejor. Vi cicatrices entre la
selva, curvas lágrimas putrefactas emanadas de los ojos de alguna divinidad
maya, lunas efervescentes implorando auxilio. Y así, con la tenue paz que traen
consigo las cosas irremediables, inundados mis pulmones de aquel soplo final
con el que todos dejaremos este mundo, me decidí a voltear la cabeza para
contemplar a mis amigos como el caminante que le otorga un último adiós a aquello
que ya es, quiéralo o no, parte de su ser.
No hay comentarios:
Publicar un comentario