lunes, 6 de enero de 2014

Diario de México III (Riviera Maya, Tulum).


El humo del último porro de marihuana permaneció flotando en la habitación por más del tiempo habitual. Ya no había ninguna excusa para terminar con todo. El amanecer se filtraba por la finísima rejilla colocada en la ventana del departamento logrando esquivar ciertos insectos estampados en ésta. Quizás en esos infinitos minutos de silencio alguno de nosotros pensó en aquellos insectos agonizantes como la proyección de su propia alma, como el reflejo oscuro de sus propios fracasos, de este miserable presente. No sé. La humedad del ambiente nos hacía temblar de vapor. Por esa misma ventana intenté penetrar con la mirada los ojos de la selva. Y vi cosas monstruosas. Cosas que sólo Dios sabe que existen: palmeras vomitando cemento, chozas extraviadas entre el vaivén de una lluvia púrpura, autos de papel dirigidos hacia abismos inexorables, pájaros clavados de heridas metálicas. Después vi más y mejor. Vi cicatrices entre la selva, curvas lágrimas putrefactas emanadas de los ojos de alguna divinidad maya, lunas efervescentes implorando auxilio. Y así, con la tenue paz que traen consigo las cosas irremediables, inundados mis pulmones de aquel soplo final con el que todos dejaremos este mundo, me decidí a voltear la cabeza para contemplar a mis amigos como el caminante que le otorga un último adiós a aquello que ya es, quiéralo o no, parte de su ser.

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