Llevábamos algo más una hora de
caminata y ninguno de los dos se atrevía a empezar una conversación seria.
Conversación que, por otra parte, ambos sabíamos que tenía que darse, pues además
de ser necesaria era urgente. Sin embargo, tan sólo nos limitábamos a comentar,
de manera escueta y falsamente espontánea, la diversidad de olores que nos
azotaban la nariz en cada esquina, olores emanados de los distintos puestos de
comida mexicana se incrustaban en los rincones ajados, en las grietas vaporosas
de la Feria de León. No era que no nos agradara dicha comida, sino más bien que
el sensualismo característico de mi padre, es decir su pronta renuncia al
sentido de la existencia a cambio de los placeres temporales, y mi interés
burdamente antropológico de experimentar los sabores de otras culturas, se
hallaban debilitados a raíz de los últimos sucesos. Quizás, en el fondo, dichas
características nunca fueron auténticamente nuestras
Ahora, por así decirlo y más allá
de la Feria de León, la vida nos invitaba a cierta retirada, a un pálido
repliegue del presente en función de delinear un punto de fuga, una suerte de
salida de escape, un ágil salto hacia quién sabe dónde. Esa direccionalidad del
salto lo teníamos que conversar. Debíamos definir qué ser y qué hacer. Y no, no
se trataba meramente de cuándo retornaríamos a Chile. Se trataba más bien de
ritualizar el fracaso con la única finalidad de que volviéramos a ser quienes
somos: constructores de imágenes. Si el rito corresponde a un poner en ejecución
vivencial el sentido del mito, entonces nuestro rito sólo consistía en llevar a
cabo un acto, tan sutil como profundo, que junto con aprehender el fracaso
también fuese capaz de superarlo: era imperioso que nos reinvetáramos. Tal producción
de sí mismo, por ende, era la piedra fundacional desde la cual se edificaría el
nuevo relato mítico sobre nosotros mismos, relato con el que nos arroparíamos
para poder soportar nuestra miserable desnudez, nuestra irremediable cobardía,
nuestra vergonzosa mirada ante el espejo solitario.
Y así, sin hablar, entre los
olores mezclados de la Feria que cada vez se tornaban más irrespirables, como
un hedor proveniente de vísceras podridas, nos fuimos hundiendo. Entre homogéneos rostros autóctonos
poseídos por la risa que empezábamos a envidiar. Entre juegos que ya no proyectaban
diversión, sino un extraño tipo de tortura. Entre peleas de gallos y música de
Juan Gabriel, ambos fuimos sabiendo poco a poco lo marica que éramos. Sí.
Maricas que nunca nos atrevimos a decir la verdad: lo egoístas que somos, lo apátridas,
lo vendedores de sueños. Maricas travestidos con los golpeados ropajes de las
mujeres a las cuales les succionamos la vida. Maricas de legañas tan sucias que
ya se les torna imposible hablar mirando a los ojos. Maricas, no obstante y a
pesar de todo, que yacen en la encrucijada vital: entre el orgullo de su necia autoafirmación y la merecida vergüenza como primer paso a un posible
arrepentimiento.
Y lo que vino después fueron
gritos y silencios. Azotes y llantos. Salivas, palabras e insomnio.
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