domingo, 19 de enero de 2014

Diario de México VI (Feria de León)

Llevábamos algo más una hora de caminata y ninguno de los dos se atrevía a empezar una conversación seria. Conversación que, por otra parte, ambos sabíamos que tenía que darse, pues además de ser necesaria era urgente. Sin embargo, tan sólo nos limitábamos a comentar, de manera escueta y falsamente espontánea, la diversidad de olores que nos azotaban la nariz en cada esquina, olores emanados de los distintos puestos de comida mexicana se incrustaban en los rincones ajados, en las grietas vaporosas de la Feria de León. No era que no nos agradara dicha comida, sino más bien que el sensualismo característico de mi padre, es decir su pronta renuncia al sentido de la existencia a cambio de los placeres temporales, y mi interés burdamente antropológico de experimentar los sabores de otras culturas, se hallaban debilitados a raíz de los últimos sucesos. Quizás, en el fondo, dichas características nunca fueron auténticamente nuestras 

Ahora, por así decirlo y más allá de la Feria de León, la vida nos invitaba a cierta retirada, a un pálido repliegue del presente en función de delinear un punto de fuga, una suerte de salida de escape, un ágil salto hacia quién sabe dónde. Esa direccionalidad del salto lo teníamos que conversar. Debíamos definir qué ser y qué hacer. Y no, no se trataba meramente de cuándo retornaríamos a Chile. Se trataba más bien de ritualizar el fracaso con la única finalidad de que volviéramos a ser quienes somos: constructores de imágenes. Si el rito corresponde a un poner en ejecución vivencial el sentido del mito, entonces nuestro rito sólo consistía en llevar a cabo un acto, tan sutil como profundo, que junto con aprehender el fracaso también fuese capaz de superarlo: era imperioso que nos reinvetáramos. Tal producción de sí mismo, por ende, era la piedra fundacional desde la cual se edificaría el nuevo relato mítico sobre nosotros mismos, relato con el que nos arroparíamos para poder soportar nuestra miserable desnudez, nuestra irremediable cobardía, nuestra vergonzosa mirada ante el espejo solitario.

Y así, sin hablar, entre los olores mezclados de la Feria que cada vez se tornaban más irrespirables, como un hedor proveniente de vísceras podridas, nos fuimos hundiendo. Entre homogéneos rostros autóctonos poseídos por la risa que empezábamos a envidiar. Entre juegos que ya no proyectaban diversión, sino un extraño tipo de tortura. Entre peleas de gallos y música de Juan Gabriel, ambos fuimos sabiendo poco a poco lo marica que éramos. Sí. Maricas que nunca nos atrevimos a decir la verdad: lo egoístas que somos, lo apátridas, lo vendedores de sueños. Maricas travestidos con los golpeados ropajes de las mujeres a las cuales les succionamos la vida. Maricas de legañas tan sucias que ya se les torna imposible hablar mirando a los ojos. Maricas, no obstante y a pesar de todo, que yacen en la encrucijada vital: entre el orgullo de su necia autoafirmación y la merecida vergüenza como primer paso a un posible arrepentimiento.


Y lo que vino después fueron gritos y silencios. Azotes y llantos. Salivas, palabras e insomnio.

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