lunes, 14 de agosto de 2023

Metro

Metro Baquedano (Foto de Radio Futuro).

Tarde de invierno. Hora punta en el metro. Desciendo por la escalera y me sumo a la masa gris que amenaza con colapsar el andén. El grosor de las vestimentas y de los bolsos separan los cuerpos de los cuerpos (porque las pieles no se tocan, y nunca deben ser tocadas). Sobre nuestras cabezas flota un hálito denso y casi palpable: es la sumatoria de todos los hálitos cansados y ya sin aliento, de esa madeja de suspiros malsanos que ni siquiera sentimos; es la condensación de una ciudad que se ahoga mientras respira su propio bostezo.

Transcurren un par de minutos, unos cuantos carros arriban, reposan y se marchan. Con la mirada clavada en el juego de llegadas y partidas que se alterna sobre la vía, me reconforta saber que cada vez me encuentro más cerca del próximo carro, empujado tanto por mi voluntad como por la de todos quienes buscan lo mismo: subir, entrar, estar. Con paciencia, espero mi oportunidad. Tras unos minutos, se abren las puertas frente a mis narices. El vagón parece más repleto que el andén. En vano espero que alguien baje. El silbido que anuncia el cierre de puertas causa nerviosismo, como si se tratara de un juego triste, cuya diversión se ha extraviado hasta el olvido. Sin embargo, hay que apresurarse; hay que jugar a que no se juega, a que no es un juego: hay que entrar, estar y llegar a casa. Entonces me atrevo y voy. Me abro paso mientras, muy estúpidamente, voy pidiendo permiso. En la aventura recibo innumerables codazos en la espalda y rodillazos en los muslos y nalgas. Soy el único en subir, ante la envidia de quienes no pudieron y la molestia de quienes ya estaban. Bajaré en la estación siguiente, así que, dentro de todo, considero que quedar frente a la puerta representa un privilegio, una recompensa o un beneficio carcelario obtenido por razones de escaso uso o buena conducta. Tras tal consideración una leve sonrisa me entibia el rostro.

La puerta se cierra con movimientos entrecortados. Inclino mi rostro hacia dentro lo máximo posible. No hay espacio. Las puertas terminan de cerrarse y no han guillotinado mi nariz, la cual empieza a desprender un vapor poroso que se estampa en el vidrio. Por el ventanal de la puerta contemplo el rostro de desolación de las personas que no alcanzaron a subirse. ¿Desean llegar temprano a casa? Quizás sus hijos los esperan o sus padres los esperan. No sé. No me interesa mucho. No pretendo imaginar los insondables equívocos de sus vidas. Prefiero sujetarme bien. El tren retoma su marcha. Veo cómo los rostros del andén se desfiguran a medida que la velocidad del carro va incrementándose hasta transformarlos en indescifrables manchas de policromáticas e informes.

Entramos al túnel. Noto la oscuridad que contrasta con algunas lucecitas de neón blanco. Después me noto a mí reflejado en el vidrio de la puerta, sin que las luces blancas cesen de estar presentes: el vidrio permite ver tanto la presencia del más allá que le excede, así como el reflejo del aquí que le habita. Pienso en lo viejo que estoy, pues sólo un viejo puede tener un pensamiento como ése. Luego confirmo mi vejez al contemplar las arrugas que remarcan el contorno de mis mejillas. Qué pensamiento más burdo, digo para mis adentros, avergonzado. Después me esfuerzo en volver a pensar en los ventanales, intentando concentrarme en su capacidad de dejar ver el más allá como de reflejar el aquí, de ser perspectiva de horizonte y espejo regresivo a la vez. Trato de sumergirme en ese pensamiento. Siento ganas de explotarlo, de desarrollarlo para, una vez en casa, escribir sobre él. De retenerlo para aferrarme a él: como si en ello palpitara algo importante, la imagen de una verdad, el elixir de una autenticidad capaz de ficcionarse. Por eso me aferro a tal pensamiento, atesorándolo con avaricia para lograr que cuando escriba "sobre" él también me halle escribiendo "desde" él, o aún "en" él. Pero la vida es triste, y sólo eso llegó a pensar: nada más puedo pensar de ese pensamiento que se frustra ante un devenir huidizo. Siento la insinuación de una angustia, pero me calmo y busco consolarme diciéndome que tal vez haya muchas distracciones.

¿Distracciones? Sí, distracciones. ¿Muchas? ¿Cuáles? Una que es muchas, una que es todas: como la de la muchacha que susurra una canción a mis espaldas, en mi nuca. Escucho su voz. No sé lo que canta. Canta en español, claro está, pero no sé lo que canta. Intento poner atención pero me es imposible comprender: ni siquiera alcanzo a reconocer una palabra completa de las que canta, sin embargo, sé con toda certeza que lo hace en español. Sólo escucho el tono, los vaivenes y unas caracoladas modulaciones que cosquillean en mi oídos y estimulan mis delirios: hasta que fantaseo con que me está cantando a mí. Fantaseo con que se esfuerza en que la escuche al tiempo que yo me esfuerzo por escucharla. Me gustaría creer que es así. Aunque en realidad supongo que lleva audífonos, lo cual le quita parte del encanto y todo el sentido. Pero esquivo tan trivial, opaca y realista posibilidad. No reprimo la excitación y entrelazo mi deseo en la amplitud de su registro ondulante, en la sutileza reverberante de su vibrato, en ese ascenso olímpico de curvas escaleras dibujadas el aire. No he visto su rostro ni sus gestos, ni sus ojos ni sus manos. Por la voz, debe ser una muchacha joven. Delgada y joven. La imagino así. Delgada y suave. Frágil. Continúo, pero ahora me incluyo en la fantasía: me imagino junto a ella y con ella. Fantaseo con invitarla a un café o a un gin tonic en algún bar de Bellavista; con querer saber qué hace, qué busca, qué la desespera o aterroriza, qué la ata o desborda; fantaseo con sus ojos que aún no he visto, con su pupila dilatada en éxtasis;  fantaseo con los cigarros y las fantasiosas conversaciones de filosofía y de los sensibles sinsentidos de la vida, dos cosas que, en el fondo, no hacen más que remitirse mutuamente hasta camuflarse, hasta fundirse sin confusión. Filosofo y poetizo, cae un relámpago, la llanura arde. Pero, además de arder en éxtasis, el fuego también ilumina lo monocorde de la realidad: una repentina opresión en el pecho me recuerda quién soy y dónde estoy. Yo estoy a unos segundos de bajarme del carro, salir del metro y volver a casa. Saber eso me distancia de la fantasía, la transmuta y degrada en simple deseo: me gustaría retardar mi descenso del carro; esperarla hasta que la muchacha se baje; me gustaría seguirla y hablarle, pero ya no me veo con ella, sino ciertamente escindido de ella: la carencia es la condición del deseo. Cuando pienso esto, algo tiembla en mi interior y dudo que yo mismo me proponga poner de mi parte para cumplir mi deseo.

Los parlantes anuncian la pronta llegada a la próxima estación. Quisiera seguir habitando este sueño juvenil que empieza a diluirse, quisiera seguir jugando a ser los hombres que jamás llegaré a ser más que en esporádicos arrebatos o en fugaces delirios sobre un carro de metro o frente a una pantalla que reúne letras para tejer imágenes. Pero no puedo. Tengo obligaciones en casa, en la vida. Tengo cosas que hacer. Tengo una esposa a la cual creo amar. ¿Creo amar? ¿Sólo creo amarla? Me muerdo la lengua, me siento culpable, busco convencerme y luego lo reafirmo: amo a mi esposa y pronto nacerá nuestro hijo. ¿La amo? Llevo una foto de ella en mi billetera y pronto añadiré la de mi hijo, quien tendrá sus ojos, sus gestos, sus miradas. ¿La amo? Sí, desde ya la amo a ella y a mi hijo, quien de seguro llorará un canto más bello que el de esta muchacha. Un canto fraguado con inocencia y colmado de una felicidad irrevocable. Un canto sin culpa, el cual sólo podría ser ignorado por un padre, desde ya, culpable.

*

El carro arriba a la estación. Se va deteniendo lentamente. Frente a mis narices, las puertas se abren de golpe.

domingo, 21 de mayo de 2023

Puerta

Desnudo con codo doblado (1952) de Bill Brandt

Cuando no puedo escribir, salgo a vagar por la noche. Guardo las manos en los bolsillos, mientras mis palmas transpiran ese frío que anuncia la llegada del invierno. El cielo yace cerrado tras la niebla. Los avisos de neón parpadean antes de apagarse y volver a parpadear. Una que otra micro atraviesa cierta avenida. La ciudad camina suspendida, como alma en pena o abuela desvelada hasta el amanecer. La plaza está siendo limpiada por barrenderos de azul, pero en sus cuatro esquinas aún se escucha el salpicar de alcohólicos orines contra las paredes. No hay forma de olvidar, no hay forma de escribir: hasta el alcohol se expele. Pienso en Baudelaire y en sus mendigos, en sus poetas -tambien mendigos pero con mejor suerte-; pienso en sus viajes tan llenos de lo mismo, y en sus mujeres, siempre tan nuncas; pienso y siento la sombra del hastío. Por impulso, me rebelo y recuerdo los grandes romances que jamás protagonicé, pero que habría honrado hasta el suicidio. Apago el cigarro, paso la mano por mi cabeza, y me niego a encender otro. Contempla a las putas que se reúnen frente a la Catedral, y toda la escena, más allá del dolor y del deseo, me parece triste y hermosa a la vez, miserable y digna, incomprensiblemente inundada por un aura amarillenta y parsimoniosa. Pero por eso mismo me culpo. Pienso en lo hijodeputa que debo ser por estetizar tanto sufrimiento humano, por buscar hacer poesía con tanto dolor ajeno cuando uno está a salvo. ¿Estoy a salvo? ¿Quién puede estar a salvo? ¿Habrá algo más aburrido que ser feliz, que eternizarse en el Edén? Entonces me incorporo. Cruzo los semáforos en rojo, como desafiando al destino. Voy pensando en ti. Camino y, como hace 20 años, voy pensando en ti. Me adentro en tu edificio buscando olores y caricias. Subo las escaleras, empapado de sudor, de lluvia, de llanto. Veo tu puerta y me muerdo el labio. La toco, la acaricia, la hielo como olía tu cuello mientras dormías, pero me resisto y no la golpeó. Bajo esa escalera que subí hoy al igual que miles de noches, sabiendo que seguirá ahí, girando sobre su propio eje y anclada al centro de mis tormentos. Busco respirar o huir. Expulsarte. Salir. Quisiera ir por columpios y balancines. Quisiera emborracharme, bailar y coger con todas las muchachas del mundo, sólo para lograr vomitar este veneno crudo que yo mismo produzco y amaso. Pero nada de eso será necesario: la escritura, diciéndome un par de groserías al oído, ha vuelto a copular con la vida. Y, antes del amanecer, tú y yo habremos sido olvidados. Ya sin odio, ya sin odio.

sábado, 6 de mayo de 2023

Mostración: hueso, democracia y nulidad


Graffiti de Patricio Albornoz, "Ecos"

Tocar, mostrar el hueso. Mostrar hasta tocarlo, pero sin necesidad de hundirse ni de escarbar, sin indagar bajo la carne, ni cuidarse de rozar o romper arterias. No. Sólo mostrar lo que está ahí: el hueso inerte, muerto sobre el vacío que él mismo ocupa y recrea. Roca blanca y puramente lisa, hueso irreconocible como tal y carente de la más mínima pulsación; hueso que ya no articula nada, ni puede ser articulable más que con el látigo del poder como orden de mantener el orden. Hueso degradado en garrote, luma, abuso, falo, disimulo, miseria, metonimia de dolor y humillación, tabú para los pueblos del mundo. Hueso-señal, hueso-dedo, hueso sin cuerpo, pero que procede a someter o a culpar la intensidad, la alegría de los cuerpos; que procede a capturar o extinguir la vida en la afirmación y perpetuación de su mismidad autoritaria. Hueso ante el cual - ahora y en última instancia- sólo resulta posible experimentar un gesto de repulsa por la misma transparencia que él es y transparenta: la repulsiva mostración del fantasma (portaliano) que lo anima.

*

La negociación del Acuerdo por Chile se fraguó a partir de un doble fraude, conducido por las fuerzas oligárquicas y ejecutado, principalmente, por los miembros de ese poder conservador -a lo largo de toda la historia de la humanidad- llamado Senado. En efecto, el Acuerdo comprende 12 puntos que delimitan y condicionan (para no decir determinan) los contornos de cualquier futura discusión dada por los Consejeros que elegiremos mañana. Además, en consonancia con este afán antidemocrático, la clase política diseñó un  procedimiento en el cual esos doce puntos estarán cautelados por dos entidades: una Comisión de Expertos, cuya función consiste en esbozar, con anterioridad a la discusión del Consejo, las líneas a seguir por éste (es decir, que opera como cerrojo de entrada); y otra entidad, llamada Comité Técnico de Admisibilidad, cuya función consiste en dar el beneplácito o de rechazar (siempre "técnico", sea lo que sea lo que quiera decir eso en política) los puntos de la propuesta Constitucional, siempre de acuerdo a si ésta se adecua o no a los 12 puntos iniciales presentes en el Acuerdo por Chile (es decir, que opera como cerrojo de salida). 

Pues bien, sólo para mencionar uno de los diversos dispositivos de control, remitámonos -muy en clave liberal, como gusta a los "analistas"- al doble fraude electoral en que se funda este proceso.

Recordemos las dos elecciones más importantes del proceso constituyente pasado, abiertas tras el Acuerdo del 15 de Noviembre de 2019. 

En el Plebiscito de entrada, en Octubre de 2020, con casi el 80% de las preferencias, la voluntad popular se inclinó tanto por la redacción de una Nueva Constitución, como por el que ésta fuera discutida y redactada por un órgano de representantes exclusivamente electos para éste fin (fin constituyente), sin presencia de miembros de otro órgano (ya constituido). Tras el triunfo del Rechazo en el Plebiscito de salida del 4 de Septiembre del año pasado, la clase política, con el Senado en la vanguardia, se arrogó la facultad de desconocer la elección del Plebiscito de entrada, ejerciendo un golpe de estado institucional (golpe blando le llaman algunos), para liderar un nuevo proceso "a su imagen y semejanza". Es decir, el Senado ha puesto en marcha un proceso constitucional (no constituyente), donde él ha decidido acerca no solo de su diseño, sino también de los márgenes y del nombramiento de los miembros de los de la Comisión de Expertos y del Comité Técnico de Admisibilidad, y que, por ende, va en contra de lo expresado por la ciudadanía en el Plebiscito de entrada de octubre de 2020. Este elemento configurados del dispositivo de fraude electoral que compone el golpe de Estado institucional, bien podría caracterizarse en cuanto "desconocimiento" de la voluntad popular.

Sin embargo, como elemento complementario a éste, aunque siendo parte del mismo dispositivo del golpe de Estado institucional, el Senado ejerció otro fraude. Ya no un fraude de desconocimiento de la voluntad popular, sino, por el contrario, de "sobreinterpeetación". Tras el triunfo del Rechazo en el Plebiscito de salida del 4 de septiembre de 2022, en lugar de replicar el evento de consulta a la ciudadanía, abriendo otro Plebiscito de entrada, la clase política comandada por el Senado, "leyó arbitrariamente" que el 62% de adherentes del Rechazo lo habilitaba para hacerse con el proceso bajo sus propias reglas, lo cual, definitivamente, dio lugar al Acuerdo por Chile y a 12 puntos zanjado entre 4 paredes. En este sentido, la sobreinterpretación permitió a la oligarquía chilena, precisamente, "sacar del proceso al pueblo en nombre del pueblo". Esto representa el lado "bondadoso" o justificatorio del golpe de Estado institucional, justamente para buscar disimularse como tal, o sea, para hacer pasar su farsa como real.

Por todo anterior (y por mucho más), votar nulo el día de mañana no significa ni un movimiento épico, ni constituye un acto consumatorio de una campaña o llamado. Nada de eso. Votar nulo significa un simple movimiento menor, el cual -según lo  afirmado por Rodrigo Karmy- muestra la dimensión ontológica y real de todo este proceso: su nula legitimidad democrática. De paso, también muestra el punto cero de la política, reactivando el autoritarismo propio del pacto oligárquico que ha dominado la historia de nuestro país.

*

Votar nulo en las elecciones de Consejeros Constitucional no puede constituir un llamado. Más bien, significa un acto menor e irónico a la vez. El voto nulo es un modo de mostrar la nulidad de este proceso constitucional y, al mismo tiempo, de los 30 años de post-dictadura. ¿De post-dictadura? Pues sí, de post-dictadura sin más: de democracia sin pueblo. Como agudísimamente lo ha pensado el mismo Karmy (y pensado aquí no es un verbo reemplazable por otro presuntamente similar), se trata del único voto posible dentro de una democracia "adémica", desprovista de pueblo, afectos, disenso y vida (tal cual lo pretendió el ministro-empresario Diego Portales a la hora de ejercer su arte de gobierno como "peso de la noche"). 

En efecto, anular el voto es lo único posible porque revela el punto cero de la política actual: la imposibilidad de ésta dentro del marco institucional y la subsunción de cualquier voto válido en la violencia de una realidad que ha anulado la democracia.

En suma, el punto cero, el esqueleto, el hueso más inerte, crudo y desangrado de la democracia liberal muestra, justamente, su reducción a lo procedimental: la elección tiene que realizarse para respirar que el fantasma respire en paz y prosiga la farsa. Una farsa representada en un teatro de espectadores tristes, pero que ya está lejos de hacer hacer reír a alguien.

Por esto, tengamos claro algo: que todo fantasma ha llegado a ser tal sólo a costa de no haber conjurado lo inconjurable, de ser reacción a lo inconjurable de sus (im)propios demonios. 

La revuelta, como la felicidad, nunca pierde su inminencia. Mientras haya fantasma seguirá latiendo la potencia de la revuelta. He ahí los demonios.


miércoles, 15 de febrero de 2023

Fraseos: Envejecimiento

Manuel Álvarez Bravo, Qué chiquito es el mundo (1942).

Y cuando salíamos del trabajo, fatigados hasta la indiferencia, empezábamos a buscarnos. Nos buscábamos para perdernos y así sentir el respirar del beso amigo y fugaz. A veces también sonreíamos. Sonreíamos de verdad. Por un instante, mientras mi palma rozaba tu hombro, o entre el cosquilleo que despertaban tus dedos alrededor de mi cintura, podíamos saber que sonreíamos de verdad, como un cúmulo de niños mojados al sol o un amanecer retardado bajo las cámaras. Eran segundos de extravío que hacían estallar el universo al interior de mis mejillas. Luego nos mirábamos y, tras la intraducible torpeza de nuestros párpados, emitíamos una frase, solo una frase o un par de frases entrecortadas y mal pulidas, demasiado livianas para ser tomadas en serio, pero demasiado vergonzosas como para no ser pensadas durante las noches de insomnio y al calor del engaño parejero. Eran bromas. Nada más que bromas; nada más ni nada menos que bromas. Ademanes aislados e insignificantes, pero cuyo deseo subterráneo contaminaba la impoluta blancura de la sala de trabajo y amenazaba la tersa textura de cada sábana matrimonial. Esas tardes nos creíamos capaces de reavivar un tiempo originario que nada tenía que ver con trabajo ni roles familiares: en el efímero lazo de cada mirada, nos salvábamos del cansancio hasta hacernos resucitar en medio de este mundo. Y sólo requeríamos un par de frases titilantes, la sorpresa del gesto esperado pero siempre nuevo, la imaginación de unos cuerpos entrelazado que nunca habrían podido dar abasto (¿a qué?). Pero la gloria de la muerte -esa que nos hunde en el caos agitado tras cada pequeña muerte- sólo yace reservada para un par de amantes. Porque pese a que ambos estábamos dispuestos a arder en la caldera del deseo, hasta consumir cualquier rastro de confesión y sin temer al advenimiento de una culpa a ser pagada en infinitas cuotas, el puente en llamas que unía nuestras insinuaciones se estaba viniendo abajo: al final, envejecíamos; eso era todo, eso explicaba todo. Entonces no nos quedó más que contarnos un telepático y tranquilizador cuento: envejecíamos y punto; buscábamos el paraíso para escapar del hambre y no para sobreabundar de potencia. El cuento sería nuestra anestesia. Y durante noches y más noches, nos repetimos ese cuento, soñamos y nos atormentamos en las austeras redes de él; y lo hacíamos mientras odiábamos a quienes siempre habíamos amado; y lo fuimos volviendo una verdad, hasta convencernos de él, hasta transformarlo en una convicción y en la más profunda -pero temblorosa- de nuestras verdades. Y por eso, ahí nos quedamos, resistiendo la ilusión del "cómo te va", cerrando el paréntesis de un "bien gracias", esquivando la tartamudez de aquella conversación siempre abortada, ignorando la tristeza del "hasta mañana" tras un resignado "cuídate", apresurado el hipócrita "descansa" y el mecánico "tú también..."; ahí nos quedamos, amputando de raíz la continuación del "...ojalá que en mi hombro", no concibiendo el "y ojalá que yo en tu pecho" y nunca llegando a escribir el "juntos, contigo y juntos, aunque sea una vez, contigo, compañera."

lunes, 6 de febrero de 2023

Carcajada y desnudez. Reseña sobre "Los muertos no escriben" de Emilio Ramón



Una ciudad que no alcanza a ser ciudad. Un cementerio vestido, mal vestido de ciudad. Allí, en un edificio del otro lado del Mapocho y destinado a la desaparición y al olvido, como un falo en irreversible letanía, los personajes de Los muertos no escriben (Los perros románticos, 2021) oscilan entre el crudo patetismo y el más iluso e incomprensible espíritu de resistencia.

Esta novela de Emilio Ramón, escrita con el pulso ágil de quien sabe matizar la descripción coloquial con gruesas pinceladas de humor negro e, incluso, con ciertos toques de melancolía existencial, se desarrolla dentro de un entramado autorreferencial -y a ratos intratextual- desbordante en dulceamarga ironía. Así, los personajes, cuya definición inicial pareciera caer en lo estereotipado, se van revelando como la parodia que ellos mismos están condenados a representar: parodia de proyecto de escritores, de amantes sin amor, de poetas que retornan a la cocaína, de excursiones alcohólicas cuyos vómitos ya no preocupan ni espantan. Entre escritores y críticos que perdieron el rumbo al cual creían dirigirse, cayendo en el reverso sombrío de los azares que alguna vez alumbraron sus reconocidas -y ahora irreconocibles- producciones, muchísimos pasajes de esta novela rebosan un animus satírico: como si se tratase de una broma, quizás, demasiado cruel e inexorablemente cierta. Por ello, ante tal broma, no nos queda más que la honestidad de la carcajada.

De ahí que el fantasma de Bolaño, devenido cocainómano y escritor que no escribe, sea una miserable y graciosa metáfora de algo que nunca quisimos, que nunca querremos asumir: una poética del fracaso cuyos tropiezos resuenan, una tras otro, en el abismo sin fondo de la carcajada. En ese sentido, el encadenamiento de anécdotas que articula el conjunto de la novela da testimonio de una virtud de tono menor, rizomática, donde la fuerza proviene de los nudos de identidad de cada personaje y no de un orden episódico o entramado profundo que brinde estructura y continuidad ascendente a la historia. Este carácter menor, lejos de constituir un defecto, parece despejar la vía para favorecer el que tal vez sea el punto más alucinante de esta novela: el inexplicable vínculo que nos liga, en cuanto lectores y algo más, a tales personajes atormentados por el irremediable advenimiento de los cuarenta años.

En efecto, la soberbia inteligente de Camilo K, escritor que busca recuperar un reconocimiento literario y un proyecto de vida amorosa apenas saboreados; la simpleza, estupidez y rusticidad de Chancho Seis, transformado en escritor súper venta por la oficialidad del mercado editorial transnacional; las intenciones sexuales que mueve al crítico Felipe Dell” Orto, quien lee incluso menos de lo que escribe; la inteligencia aguda, aunque caída en permanente desgracia, en trágica y traumática desgracia, de Karina Valium; el rol silencioso y contenido del poeta Primo Juan, donde la sumisión, no obstante, se encuentra a un paso de tocar su límite, de explotar y hacernos explotar con él; la panza obscena y la mirada turbia en psicofármacos de Max Bodrio, poeta de visiones privilegiadas y de suerte ominosa; todos estos personajes, hilados por la camaradería de la frustración, resistiendo con su último aliento, y sin saberlo ni intuirlo, a la devastación del fracaso y abrazados entre sí por la rabia contra un neoliberalismo que algún día les prometió más de lo que les llegó a quitar, se van volviendo íntimos, se van reflejando en nosotros y en nuestros amigos y, quizás un tanto lastimosamente, se hacen dignos merecedores de ser amados.

Como si se tratara de una versión B, paródica o caricaturesca, aunque no directa o simétricamente heredera, de Los detectives salvajes, la intensidad y honestidad de la vida, en este caso la entrega irrestricta a los miles de modos de relacionarse con la literatura, es lo que, si bien no llega a salvar, al menos hace que valga la pena escribir y vivir cual se tratara de un mismo y único asunto: vivir en cuanto escritores-personajes que, en vías de ser, han quedado a la deriva de otras imaginaciones que los retoman, usan y olvidan. En sus miserias, en nuestras miserias, en la irónica autorreferencialidad de una novela sobre las andanzas de escritorzuelos de mala finitud, sólo la desnudez posesa de la carcajada, ya sea al son de una borrachera recordada al amanecer o en el insólito extrañamiento de un viejo rockero en caída libre hacia la decadencia, podrá irrigarnos la felicidad que algún día hizo vibrar a esta tierra de muertos. Carcajada y desnudez, al mismo tiempo y en un único instante, capaces de reír y de hacernos reír de nuestra propia vergüenza hasta llegar a anularla, a sublimarla, hasta transformarla en un extraña y frágil forma de orgullo: el orgullo de leer, de escribir y de fracasar del único modo genuino y original: con la inagotable inventiva del escritor.

Ficha técnica:

"Los muertos no escriben" de Emilio Ramón.

Novela.

258 páginas.

Editorial Los Perros Románticos.