sábado, 30 de mayo de 2015

Sobre El Bosco.

Tríptico de El Bosco "El Jardín de las Delicias" (1500-1505)

A veces el arte opera como terapia: el artista sana de su enfermedad individual justamente gracias a la creación de la obra de arte. En efecto, allí, en el proceso de producción de la obra, el enfermo es capaz de desviar la mirada de sus propios tormentos e inundarse de los espejismos estéticos, de los analgésicos transitorios que acallan sus desgarros. Incluso este sujeto artístico puede adquirir un estilo definido, una identidad artística, que trascienda el tópico y los motivos de la enfermedad misma, provocando una superación radical de dicha enfermedad. A ese sujeto el arte le ha salvado la vida y, por ende, él le consagra su vida al arte. Todo para no volver a enfermar.

Sin embargo, existe otro tipo de relación entre el artista y la enfermedad. Una relación, si se quiere, circular. Ese tipo de relación no opera como mera terapéutica, sino bajo la constante dinámica de posesión/exorcismo. Así, las obras de El Bosco, a mi juicio, se inscribirían en este tipo de movimiento. En el arte de este pintor la primacía del pecado, la oscuridad de la culpa, la física del justo dolor ocupan un lugar central. Hay demasiado cuerpo en las almas. Es precisamente esta relación, la del hombre con su destino pecaminoso y, por consiguiente, con el eterno castigo allí cuando ya no hay redención alguna, la que se constituye en motor de un fatal vaticinio: la naturaleza caída del propio hombre. No hay superación. No hay punto de fuga ni vía de escape. Por eso mismo, en la obra de El Bosco se advierte un surrealismo incipiente: es el inconsciente, el mundo de figuras oníricas y de tempestades infernales, el mundo de pesadillas arquetípicas y de angustias circulares, el que ha emergido e iluminado sus cuadros. Y sólo pintando esos demonios, sólo representándolos en la obra, sólo prolongando sus carcajadas sin fondo en la materialidad de los cuadros, es posible calmar ese terror, exorcizándose en un acto que le permita continuar pintando o viviendo, lo que para El Bosco es lo mismo. Terror que ronda no sólo en sus escenas infernales, sino también en sus obras consagradas a santos y personajes religiosos.

¿Y dónde residiría el origen de esta terrorífica dinámica circular? Me atrevería a decir que en lo grotesco. Lo grotesco, en tanto herencia de un imaginario medieval, yace como fundamento en lo cual descansa el terror, el mal, el castigo. Pero también es, al mismo tiempo, el lugar donde se ejecutaría la sublimación. Por eso para El Bosco, moralista satírico, denunciador de los vicios medievales, inverosímil pintor de los pecados reales, lo grotesco cumple una doble función: por un lado es testimonio y constatación del grito de sus propios demonios y, por otro lado, es un analgésico que lo alivia en el acto de representar a tales demonios. Pero nunca es superación.

La enfermedad circular de El Bosco consiste en cargar con una grotesca cosmovisión medieval allí donde el hombre se encuentra incipientemente liberado y motivado para crear un arte humanista en pleno Renacimiento; es decir, carga con la culpa epocal de ser un eco distorsionado del Medioevo allí donde la represión se halla debilitada: su culpa se hace más fuerte allí donde ha perdido su objeto, allí donde se la porta como irremediable. El arte de El Bosco, a su vez, consiste en el acto de exorcizar dicha culpa: en el advenimiento de lo onírico depositado en un lugar vacío (la tela o madera, el espacio a ser pitado; la vigilia, el espacio a ser vivido) para crear a partir de la materia de los sueños, lo grotesco, un mundo de castigos, y dolores capaces de remediar aquella culpa. En definitiva, su obra se constituye en un grito. Un grito que, como todo grito, no sólo es evidencia testimonial del tormento, del dolor del alma que, en este caso, aqueja a El Bosco, sino que al mismo tiempo es un analgésico, o sea, una puerta de salida transitoria a aquellos propios tormentos encadenados que no tardarán en volver a repetirse.

miércoles, 6 de mayo de 2015

Sobre "Los embajadores" de Holbein.

Los embajadores (1533), Holbein el Joven .


Allí están. Se despliegan orgullosamente ante nuestra vista. Sí, allí están. ¿Quiénes? Nosotros. Todo de lo que la Modernidad occidental se ha jactado, todo lo que piedra por piedra construimos yace simbolizado en esta obra de Holbein el Joven. No sólo se encuentran dispuestos en plena evidencia los dos embajadores que, instalados desde las coordenadas epocales del Renacimiento europeo y sus políticas tanto expansionistas como imperialistas, tienen al mundo entre sus pertenencias. También cuentan entre ellas con los avances que la humanidad había forjado hasta dicha época como es el caso del conocimiento científico y de las expresiones artísticas. Así, ante nuestros ojos desfilan, por ejemplo, desde valores técnicos como el control del tiempo representado por el reloj de sol hasta el conocimiento del cosmos representado por el globo de constelaciones; desde corpus teóricos como el orden matemático de las partituras musicales hasta el laúd en tanto encarnación del placer de la música. Todo en esta obra es ostentación, regocijo, autosatisfacción. Es el poder del hombre, un poder-ver y un poder-hacer, el que se manifiesta en cuanto lugar de primacía. Así, no deja de resultar certera la posición que ocupa el crucifijo, arriba y a la izquierda, perdido entre las sinuosidades de los pliegues de la cortina como simbolismo de la pérdida de centralidad del mensaje y la práctica cristiana. En efecto, el hombre ha usurpado su lugar, ha desplazado, gracias a la política y a la Iglesia, gracias al conocimiento y a las artes, a un sitio meramente ornamental, aparentemente insignificante dentro de la obra,  la verdad sobre el sentido de Cristo, convirtiéndose en un detalle irrelevante o un adorno desgastado que sólo por medio de un olvidadizo descuido ha tenido la suerte de aparecer. El Cristo de la Pasión, el del crucifijo sangriento, el que consuma su discurso por medio de sus actos, ha quedado casi invisibilizado.

Sin embargo, si prestamos atención, hay otro elemento que configura el cuadro desde la centralidad inferior. Se trata de un cráneo pintado bajo la técnica del anamorfosis (técnica consistente en la desfiguración cóncava o convexa de una imagen). Este cráneo es, sin duda, el símbolo escondido que le da consistencia a todo el cuadro a nivel significativo. Simbólicamente hablando -sobre todo en la tradición pictórica renacentista- la representación del cráneo posee la lectura unívoca de ser un “memento mori”, es decir, un recordatorio de la muerte, de la finitud humana, del irremediable vacío en el cual devendrá todo lo que es esta vida. De esta manera, el cuadro se transforma en una denuncia. Denuncia de la vanidad de toda nuestra existencia. Denuncia del trágico e inútil camino de la ciencia y las artes cuando son manipuladas como meros objetos de pertenencia. Denuncia del carácter perecedero de toda cultura y del mundo en tanto posesión.

¿Y qué es lo que hay detrás de la cortina? Quizás lo que mora al otro lado de la vida (¿Dios?) sólo lo podamos ver desde otra perspectiva: inocentemente desnudos y desprovistos de toda petulancia; en soledad con lo incomunicable de nuestra propia experiencia y diciéndole adiós a las posesiones de este mundo.