lunes, 16 de febrero de 2009

Metro a Metro. Sentido a Vacío.

Edvard Munch: «Atardecer en el Paseo Karl Johan» (1892)



"El hombre, universo monótono,
cree ensanchar sus bienes,
y de sus manos afiebradas
no brota más que límites sin fin"

La Piedad”, Giuseppe Ungaretti, (1928).


Siempre me ha gustado andar en Metro. Es elegante. Mucho más que movilizarse en micro. Las personas que lo utilizan también son más elegantes en su vestir, en sus rasgos y en sus gestos. Hablan estupideces, es cierto, pero lo hacen de manera sofisticada. Entre los carteles publicitarios que se extienden por las estaciones se halla una que otra interesante información sobre actividades culturales. Incluso a veces te encuentras con estaciones decoradas artísticamente (las telas que describen hiperrealistamente la geografía nacional en Moneda; los murales históricos de Mario Toral en Universidad de Chile).

El Metro es un pedazo de Europa que quedó huérfano en la barbarie. Cuando se ingresa al Metro de alguna manera se pierde gran parte de nuestra identidad latinoamericana (o por lo menos de lo que el Boom Literario nos ha hecho creer que fuimos alguna vez): hay que guardar mayor compostura, debemos reprimir ciertos instintos (como el tirar desechos al suelo, alegar con improperios cuando se retrasa el viaje), fingimos, dulcificamos nuestras costumbres formando una norma civilizatoria donde cualquier acto que salga de esta norma es plenamente distinguible e imputable. El Metro es y no es a la vez. Una mentira verdadera. No es una mentira por ser una buena copia de un modelo del primer mundo y no una idea originaria, pues en la contemporaneidad nos asumimos como eternos productos de segunda mano. Es un constructo, una mentira que devela nuestra más patética verdad, la materialización real de nuestro deseo más entrañable que tenemos como Nación: el deseo obsesivo por la apariencia, por la siútica "imagen-país", por el reconocimiento exterior de integrarse a la modernidad (claro, la mayoría de los que conducen este país piensan que la modernidad es la panacea, que es sinónimo de progreso y que todavía sigue existiendo), por la tecnofilia compulsiva del tener por sobre el ser. De alguna manera el Metro revela que nuestra verdad más amada es una gran mentira, que toda gran mentira puede devenir --gracias a la tecnología-- en una realidad funcional, pero toda realidad funcional, todo lo engendrado por el cálculo y la razón instrumental, caduca y termina hundiéndose en el vacío.

Ese vacío es el que nos rodea y carcome en la posmodernidad. Es un vacío de sentido. El mundo está sobrepoblado en tecnologías, en bienes materiales, en avances científicos que se van traduciendo a prácticas cotidianas. Pero a pesar de ese omnipresente ruido ensordecedor sabemos que estamos vacíos. Sabemos que la modernidad, tal cual como el Metro, se construyó a partir de una apariencia, siendo el despliegue de una metafísica presuntamente absoluta y universal (la razón instrumental ingenieril en el caso del Metro y la Racionalidad Ilustrada en la Modernidad): la de que el hombre se podía reducir a la razón; que la realidad estaba allá afuera y podía ser conocida, transformada y poseída lógicamente; que el sujeto estaba claramente constituido en oposición al objeto; que los mitos son supersticiones y se deben combatir; que avanzamos hacia el progreso y libertad autónoma. No es que todos estos conceptos sean mentiras, asumiendo la mentira como algo falso, sino que son constructos: son representaciones, mentiras verdaderas, ficciones. Todo es ficción. El problema es que son malas y altaneras ficciones. Son malas porque no responden a las necesidades de sentido de la posmodernidad (la hibridez cultural, la crisis de la racionalidad, los problemas de género, el insomnio de la ética, etc.). Son pretensiosas porque desean establecerse como verdades lógicas, absolutas e irrefutables. Los mitos, en contraste, fueron ficciones que respondieron a las necesidades de su tiempo otorgándole sentido al mundo sin jactarse de su verdad lógica. El mito no intentó ser lo que la modernidad logocéntrica lo acusó de no ser. Recuerdo a los teóricos de la Escuela de Frankfurt cuando señalaban que la Ilustración luchó contra los mitos pero no hizo más que construir otro tipos de mitos, y por cierto con mucho menos encantos, secularizados, vacíos en su sobreabundante vacuidad.


Cuando viajamos en el Metro sentimos el desplazamiento suave, el silbido inocente del carro y las luces intensas que alumbran caras satisfechas y orgullosamente modernas. Y Preferimos no mirar por la ventana, enfocarse en el vagón, en el diario, en los avisos publicitarios, porque intuimos que mirar el túnel, ese abismal no-lugar oscuro por el cual creemos ir de un espacio a otro, nos puede insinuar nuestro vacío de sentido. En el Mito de Sísifo, Camus señala que la literatura de Kafka queda plasmada metafóricamente en una sencilla pero desconcertante escena que refleja esta pérdida de sentido. Decía que los personajes de Kafka parecieran estar pescando en una tina llena de agua, esperan capturar un gran pez pero no quieren asumir que ese pez jamás llegará a sus manos pues se encuentran en la precariedad de un baño y no en lo místico del mar. En el túnel del Metro ocurre algo similar: queremos pensar que tenemos un sentido, que llegamos a una estación, nos bajamos y retornamos a casa. Y no asumimos que en el fondo todas las estaciones nos llevan a la misma parte: ninguna. No es que la vida no tenga sentido; tiene muchos; ninguno de verdad.

La realidad no es real, sólo a ratos es verosímil. No es verdadera, ni tampoco falsa: es una construcción, lo cual quiere decir que es falsa y verdadera a la vez. O como cantaba ese agilísimo danzarín mariquita de García Lorca: "Por las ramas de un laurel / vi dos palomas desnudas, / la una era la otra / las dos eran ninguna".