domingo, 11 de octubre de 2009

Divagaciones sobre la distorsión: en torno a la problemática sujeto/objeto.

Las Meninas: Velázquez/Picasso.

Gardel cantaba:"Todo es mentira, mentiras y lamentos". Supuestamente la ideología es eso. Mentiras y lamentos. Pero es una serie de articuladas mentiras que tienen la finalidad de acallar un inmenso lamento. Gracias a la ilusión de creer en la veracidad de una mentira, se pasa a creer en la veracidad de la vida. Es un acomodo -prismático- de lo real. Donde el prisma, y la mentira no se ven.

El mito, por su parte, es una subjetivación de lo real. El tango sigue así: ".../hoy está solo mi corazón". En el mito el corazón está y no está solo, pues el corazón es todo el kosmos: la unión de todos los corazones de los hombres en torno a una visión de sentido total, unificante y homogenizadora, un gran corazón.

El arte representa otra forma de distorsión de lo real: la temporalidad y espacialidad dentro de éste no se ciñen bajo los mismos criterios conceptuales que el tiempo cronológico ni el espacio físico de nuestra cotidianeidad. El marco estructural del arte es una realidad caleidoscópica, mutable, inasible, inconstante, heterogénea y, por ende, irreal.

Siempre distorsionamos. Incluso más. Es imposible distinguir tan claramente lo ficticio y lo real. No hay una línea dibujada en la arena del mar que designe el terreno donde de un lado debe cabalgar el Quijote y del otro lado caigan las gaviotas muertas tal cual como las manzanitas de Newton. Por consiguiente, una vez que asumimos esto (o sea, que la noiesis perceptiva no está férreamente separada de la poiesis constructiva) no se debe aseverar la tesis que da cuenta del desarrollo originario de esta edificación del mundo de manera simplista y diacrónica. El error de este diacronismo es que presupone la existencia de uno de los dos polos antes que el otro. Acepta que hay dos dimensiones: la empírica de lo real y la estética de lo ficticio-psicológico; pero piensa que uno, cualquiera sea, nace del otro. Ciertamente eso nunca lo sabremos. No sabremos si esa ficción del arte se funda en la distorsión de aquella realidad que le precede: como se tiende a pensar ingenuamente que el artista es un manipulador de una realidad en la cual ya está inserto, llegando a transformarla en otra cosa. O bien si es al revés: que lo que llamamos realidad se constituye a partir de un proceso de exteriorización de algún psicologismo-ficticio que se va encarnando materialmente en la tangibilidad de las cosas reales (o como dijeron por ahí: la realidad es una ficción de lo concreto que, en vez de la literatura que trabaja sobre la abstracción de palabras, se funda en la mayor intensidad que otorga lo material sin dejar de ser ficción).

¿Cómo analizar esta problemática sin caer en un radical soplipsismo u, opuestamente, en un realismo empirista? ¿No hallan facilista señalar que el mero proceso dialéctico es el sistema detrás de todo esto? Si es verdad que nos constituimos en-y-con-el-mundo (Heidegger), las nociones antagónicas de sujeto y objeto parecen ser más difusas aún y, por ende, la existencia de lo ficticio y lo real podría no ser más que el movimiento oscilante de un péndulo entre aquellos dos puntos, el sujeto y los objetos. Oscilación en la cual, paradójicamente, nunca se sabrá qué es el movimiento, ni dónde empieza uno como sujeto para pasar a eso otro como objeto.

Nuevamente no lo sé. Son grandes temas. Temas que me atrevería a llamar, también grandilocuentemente, epistemo-estéticos. Temas inmensos que sólo los puedo mencionar a modo de susurro debido al temor que me provoca su trascendencia. Lo cual reviste a estos problemas de cierta aura ominosa, al igual que el pavor que sentiríamos al verle el rostro a Dios. Pero lo único que siempre nos ha acunado maternalmente ante ese pavor ha sido la forzada distorsión: la distorsión ideológica de la religión y la política, la distorsión de los prístino sentidos míticos o la distorsión masoquista de la belleza del arte. La voz de Gardel, su llanto y su auténtico lamento, también es un consuelo distorsionante y acunador ante ese mismo pavor.

jueves, 30 de abril de 2009

Joderse con Miedo.

Francisco de Goya. "Perro Hundiendose". 1819-1823.

Entonces le pregunté: "Ya nos jodimos?".
Él me contestó mirándome a los ojos:
"Sin miedo: nos jodimos".
Noté su pupila dilatada,
irónica y heroínicamente dilatada
por los Siglos de los Siglos.

Y nunca supe si ese fue el principio o el fin.

jueves, 23 de abril de 2009

Representación.


1507. Mapamundi de Martín Waldseemüller

Cabe la calle en una palabra?
Cabe una imagen en otra imagen?
Cabe la realidad en un sistema?
Cabe mi alma en una metáfora?
Y cabe esa metáfora en un concepto?

Cabemos todos en un abrazo?
Cabemos esféricamente en Dios?

No alcanzamos.
Sin miedo: no alcanzamos.

martes, 10 de marzo de 2009

Gaviotas Muertas. O a la manera de Bolaño. (Y sin introducción teórica,eh!)




"Escribiendo poesía en el país de los imbéciles.
Escribiendo con mi hijo de rodillas.
Escribiendo hasta que cae la noche
con un estruendo de mil demonios.
Los demonios que han de llevarme al infierno,
pero escribiendo".
Roberto Bolaño. La Universidad Desconocida.

Y a veces dan ganas de escribir con ritmo, rápido, con una musicalidad endiabladamente corporal. No piensas en qué asunto, ni el tema, ni la trama, nada. Sólo te sientas, mueves las manos como si fueras un pianista y te pones a teclear. Sin contenido, sin moderación, siendo delirio. Eres pura forma derrochada, como una mala copia del imposible matrimonio entre surrealismo y tolerancia. Y así te agotas. Duras poco. Dejas de escribir y te jodes. Te jodes sin saber en verdad cuándo y dónde y por quién te jodiste. Y te acuerdas cuando Vargas-Llosa se pregunta cuándo se jodió El Perú!? Pero tu miserable jodida no tiene nada que ver con Perú ni menos con Vargas-Llosa. Tu jodida es sólo tuya, no está en libros, ni en las Cantatas de Bach que te hacen gritar, ni en las putas piezas de ajedrez que mueves todo el día por internet...Y si no encuentras esa jodida, ese punto asqueroso donde tu vida se fue al carajo, ese punto exacto como un reloj, como el tic-tac de su secundero que ya pasó y siempre viene y que luego va para seguir pasando y no lo pillas nunca, si no logras parar el secundero de ese reloj barato, si no logras ver qué coño jodió tu vida, sabes que nunca podrás salir. Sabes que te verás al espejo todas las mañana y mirarás tus cejas como quien mira una gaviota muerta que se pudre en la arena, muerta y queriendo vivir, muerta y jodida, jodida y asesinada por Dios. Por ese mismo Dios que, entre paréntesis, ya dejó de existir, por ese Dios al que todos juntos ya asesinamos, ese Dios al que todos juntos ya jodimos, gracias a Dios.

lunes, 16 de febrero de 2009

Metro a Metro. Sentido a Vacío.

Edvard Munch: «Atardecer en el Paseo Karl Johan» (1892)



"El hombre, universo monótono,
cree ensanchar sus bienes,
y de sus manos afiebradas
no brota más que límites sin fin"

La Piedad”, Giuseppe Ungaretti, (1928).


Siempre me ha gustado andar en Metro. Es elegante. Mucho más que movilizarse en micro. Las personas que lo utilizan también son más elegantes en su vestir, en sus rasgos y en sus gestos. Hablan estupideces, es cierto, pero lo hacen de manera sofisticada. Entre los carteles publicitarios que se extienden por las estaciones se halla una que otra interesante información sobre actividades culturales. Incluso a veces te encuentras con estaciones decoradas artísticamente (las telas que describen hiperrealistamente la geografía nacional en Moneda; los murales históricos de Mario Toral en Universidad de Chile).

El Metro es un pedazo de Europa que quedó huérfano en la barbarie. Cuando se ingresa al Metro de alguna manera se pierde gran parte de nuestra identidad latinoamericana (o por lo menos de lo que el Boom Literario nos ha hecho creer que fuimos alguna vez): hay que guardar mayor compostura, debemos reprimir ciertos instintos (como el tirar desechos al suelo, alegar con improperios cuando se retrasa el viaje), fingimos, dulcificamos nuestras costumbres formando una norma civilizatoria donde cualquier acto que salga de esta norma es plenamente distinguible e imputable. El Metro es y no es a la vez. Una mentira verdadera. No es una mentira por ser una buena copia de un modelo del primer mundo y no una idea originaria, pues en la contemporaneidad nos asumimos como eternos productos de segunda mano. Es un constructo, una mentira que devela nuestra más patética verdad, la materialización real de nuestro deseo más entrañable que tenemos como Nación: el deseo obsesivo por la apariencia, por la siútica "imagen-país", por el reconocimiento exterior de integrarse a la modernidad (claro, la mayoría de los que conducen este país piensan que la modernidad es la panacea, que es sinónimo de progreso y que todavía sigue existiendo), por la tecnofilia compulsiva del tener por sobre el ser. De alguna manera el Metro revela que nuestra verdad más amada es una gran mentira, que toda gran mentira puede devenir --gracias a la tecnología-- en una realidad funcional, pero toda realidad funcional, todo lo engendrado por el cálculo y la razón instrumental, caduca y termina hundiéndose en el vacío.

Ese vacío es el que nos rodea y carcome en la posmodernidad. Es un vacío de sentido. El mundo está sobrepoblado en tecnologías, en bienes materiales, en avances científicos que se van traduciendo a prácticas cotidianas. Pero a pesar de ese omnipresente ruido ensordecedor sabemos que estamos vacíos. Sabemos que la modernidad, tal cual como el Metro, se construyó a partir de una apariencia, siendo el despliegue de una metafísica presuntamente absoluta y universal (la razón instrumental ingenieril en el caso del Metro y la Racionalidad Ilustrada en la Modernidad): la de que el hombre se podía reducir a la razón; que la realidad estaba allá afuera y podía ser conocida, transformada y poseída lógicamente; que el sujeto estaba claramente constituido en oposición al objeto; que los mitos son supersticiones y se deben combatir; que avanzamos hacia el progreso y libertad autónoma. No es que todos estos conceptos sean mentiras, asumiendo la mentira como algo falso, sino que son constructos: son representaciones, mentiras verdaderas, ficciones. Todo es ficción. El problema es que son malas y altaneras ficciones. Son malas porque no responden a las necesidades de sentido de la posmodernidad (la hibridez cultural, la crisis de la racionalidad, los problemas de género, el insomnio de la ética, etc.). Son pretensiosas porque desean establecerse como verdades lógicas, absolutas e irrefutables. Los mitos, en contraste, fueron ficciones que respondieron a las necesidades de su tiempo otorgándole sentido al mundo sin jactarse de su verdad lógica. El mito no intentó ser lo que la modernidad logocéntrica lo acusó de no ser. Recuerdo a los teóricos de la Escuela de Frankfurt cuando señalaban que la Ilustración luchó contra los mitos pero no hizo más que construir otro tipos de mitos, y por cierto con mucho menos encantos, secularizados, vacíos en su sobreabundante vacuidad.


Cuando viajamos en el Metro sentimos el desplazamiento suave, el silbido inocente del carro y las luces intensas que alumbran caras satisfechas y orgullosamente modernas. Y Preferimos no mirar por la ventana, enfocarse en el vagón, en el diario, en los avisos publicitarios, porque intuimos que mirar el túnel, ese abismal no-lugar oscuro por el cual creemos ir de un espacio a otro, nos puede insinuar nuestro vacío de sentido. En el Mito de Sísifo, Camus señala que la literatura de Kafka queda plasmada metafóricamente en una sencilla pero desconcertante escena que refleja esta pérdida de sentido. Decía que los personajes de Kafka parecieran estar pescando en una tina llena de agua, esperan capturar un gran pez pero no quieren asumir que ese pez jamás llegará a sus manos pues se encuentran en la precariedad de un baño y no en lo místico del mar. En el túnel del Metro ocurre algo similar: queremos pensar que tenemos un sentido, que llegamos a una estación, nos bajamos y retornamos a casa. Y no asumimos que en el fondo todas las estaciones nos llevan a la misma parte: ninguna. No es que la vida no tenga sentido; tiene muchos; ninguno de verdad.

La realidad no es real, sólo a ratos es verosímil. No es verdadera, ni tampoco falsa: es una construcción, lo cual quiere decir que es falsa y verdadera a la vez. O como cantaba ese agilísimo danzarín mariquita de García Lorca: "Por las ramas de un laurel / vi dos palomas desnudas, / la una era la otra / las dos eran ninguna".

domingo, 11 de enero de 2009

Reflexiones sobre las Estrellas.

Las Pléyades.

Hay un Maestro de ajedrez aficionado a la astronomía. El otro día fuimos a su casa junto a un grupo de viciosos de este deporte-ciencia y pudimos disfrutar de sus ilustrativas enseñanzas sobre las constelaciones mientras mirábamos a través de prismáticos la noche granulada de estrellas. Referencias a la composición de los objetos celestes, a las distancias siderales, a los años luz que nos separan de ciertos fulgores de otras galaxias.

El comentario existencial que más se repitió después de la observación fue que somos la nada misma en el Universo. Esa noche escuché muchas frases como éstas: "Un siglo humano es un lánguido bostezo astronómico"; "la historia natural de nuestro planeta, una fugaz sonrisa de la Vía Láctea"; "cualquier complicación del hombre parece ridículamente superflua". Entonces, al proseguir contemplando el cielo estrellado en conjugación con los datos que nuestro amigo astrónomo nos hacía saber, yo pensaba que estaba siendo invadido por todo aquello que el hombre no ha podido invadir, una tierra que no hemos podido tocar, estaba siendo conquistado por la desnuda realidad de entidades físicas sin interioridad ni intencionalidad: los objetos del estudio astronómico nos superan espacial y temporalmente sin ni siquiera proponérselo, nos someten a su compleja funcionalidad matemática y a su bello estampado nocturno sin necesidad de querer hacerlo. Pero aquello era una ilusión, pues lo que realmente me sobrecogía era saber que todo el firmamento es un indicio de algo mayor. Cuando vemos las estrellas lo que nos estremece no es realmente el saber de las estrellas per se, ellas no son más que la forma por donde se atisba una insinuación de una esencia humana, divina y cósmica a la vez: lo que nos estremce es el arquetipo del origen y del fin, de Alfa y Omega, de lo Trascendente y Continuo, de lo Absoluto, de Dios. Así lo entendieron -y en algunas partes lo siguen entendiendo- múltiples culturas.

Esta continuidad también está presente en El Erotismo de Bataille pero como energía dionisiaca que -en el orgasmo sexual y los sacrificios divinos- vuelve a unificar el desgarro del hombre, en tanto Parte, con el delirante caudal y flujo del Todo cósmico. Esta energía posee su correlato científico en ciertos elementos químicos propios del Big Bang que se mantienen como partes de la composición biológica del ser humano. Este desgarro universal, la fragmentación del hombre con el Universo, parece involucrar incluso a teorías psicoanalíticas (como el sentimiento oceánico del bebé en el vientre materno) y a su vez mitos de variadas culturas (el Caos griego, por ejemplo), lo que confirma el carácter arquetípico de índole estructuralista.

Ahora bien, la astronomía nos abastece de múltiples datos e información que enriquece nuestra matriz interpretativa. Sin embargo, cuando interrogamos a la ciencia por nuestras grandes preguntas solamente obtenemos pequeñas respuestas. Estas grandes preguntas son las que versan sobre el sentido de la existencia. En todo hombre que experiencia el fenómeno de acercamiento a la noche estelar (acercamiento que ya viene condicionado por la cultura desde la cual el observador se sitúa como lugar enunciativo) se despierta un espíritu que yacía sumergido, un deseo de contacto con lo que trasciende como residuo retroactivo del volver a la continuidad inicial que ya hemos olvidado. Un murmullo del Todo.

Y llega el momento en que alucinas, terminas de alucinar y te haces esa perentoria pregunta por el sentido. Debes decidir entre varios caminos para construir comprensivamente aquel fenómeno que te sobrepasa. Necesitas crear puentes con lo desconocido, comprender lo que apenas se comienza a insinuar. En la historia de la cultura occidental estas opciones podrían simplificarse en tres estadios de conocimiento y de vinculación con lo trascendental, según el análisis de Comte: el mítico en la Antigüedad, el teológico-metafísico en el Medioevo y el científico de la razón positiva en la Modernidad.

Pareciera que en nuestra época posmoderna conviven jirones de estas tres visiones. Llevado al tema de la experiencia estelar estas posturas tomarían más o menos las siguientes formas- parto por las que personalmente menos me satisfacen-: 1) La opción de la presunta verdad científica propia de la astronomía: le sacas la máscara a ese gran impostor que es Dios y empiezas a medir su rostro para ver el Universo, supuestamente, tal cual es. 2) La opción mística: te acurrucas en mapas estelares de connotación esotérica, no para verle la real cara a Dios sino para estar un poco más seguro de que tu vida no anda a la deriva, para vivir en el laberinto de la carta astral que es el patio trasero del Paraíso. 3) La opción artística: te sitúas a medio camino entre la ciencia y la religión, entre el escepticismo y el dogmatismo, ya sea como agnóstico crítico o pietista sufriente que añora la certeza divina, pero donde ambos mantienen una relación oscilante con Dios (el agnóstico lo hace a la manera de Aliocha Karamazov enjuiciando a Dios por permitir la crudeza fatalista de las pasiones humanas; el pietista, en cambio, siente el acercamiento de Dios con alegría conmovedora pero sufre cuando peca torturándose al temer que ya no es digno de Él, como en las Cantatas y Pasiones de Bach). En esta cosmovisión artística, los astros se contemplan como metáforas ambiguas. Por ejemplo, el Sol no es sólo una simple estrella mediana y punto (como en la postura científica); pero tampoco es Dios (como bajo algunas ópticas místicas): es la posibilidad simbólica que nos otorga la luz, aquello que nos deja ver e ilumina el devenir, la condición de posibilidad de la creatividad (agnósticamente) y quizás la primera piedra de La Creación (pietistamente).