viernes, 23 de diciembre de 2016

Sobre la Navidad: encarnación y (falta de) origen.

I

Si nos detenemos a pensar en el mensaje que representa una festividad como la Navidad para la mayor parte del mundo cristiano bien podríamos decir que ésta se halla muy cercana a la idea de encarnación. En efecto, la encarnación consiste en la capacidad de vitalizar las acciones que llevamos a cabo o las reflexiones que nos arrebatan, es decir, de involucrarnos e implicarnos, de donarnos y de ser interpelados por aquellos asuntos que nos toman y poseen en sentido de nuestra existencia. En otras palabras, la encarnación implica reducir a la mínima distancia la brecha entre lo que nos mueve y lo que somos, los sujetos movilizados por el movimiento. Por eso la encarnación no depende de nosotros. No hay autonomía ni poder de decisión a la base de ella: siempre que encarnamos con pasión algo que nos supera (un ideal que nos sobrepasa, una obsesión que nos atormenta, un sentimiento que nos inquieta hasta dar la vida). Eso que nos supera, eso que no se percibe pero que nos determina, reside en el exceso de sentido desde donde emana todo movimiento. Por ello justamente la encarnación religiosa, la propia del Cristianismo, descansa en la aspiración a una totalidad: se totaliza al ser como carne irradiada de espíritu, como carne espiritualizada. Ambas dimensiones, la carnal y la espiritual, unifican la existencia a partir de una dinámica descendente, puesto que es del espíritu, de la no presentación de éste, de su invisibilidad, desde donde provendría toda fuerza de la carne, toda la contundencia de su presente. Dicho aristotélicamente: tal cual como es el motor inmóvil el que, sin moverse, conduce la prolongación de todo movimiento, el espíritu en tanto descendente desde las tierras de una gracia divina sería el que insuflaría de vigor vitalista a una carne que  por sí sola sería inerte, que se desgarraría en la fragmentación caótica de lo múltiple. Es de este modo que el discurso religioso pone en primer plano la Natividad como encarnación: por medio del envío de Cristo al mundo en carne y hueso, por medio de la emergencia carnal de la esencia divina en tanto Trinidad, se propone invertir la lógica del aparecer mismo. Una vez consumada la propuesta abierta por la Navidad, vale decir, la espiritualización de la materia, ya no serían los fenómenos aislados los que se presenten a la conciencia de los hombres en su calidad de fragmentos, de meros objetos vacíos y sin conexión profunda entre sí, sino que será gracias a la noción de encarnación donde se instale por vez primera la Unidad del sentido como realizable, la religación. La Natividad de Cristo sería origen del despliegue de lo divino en lo mundano por el cual todo conocimiento remitiría a Dios como finalidad última o, en términos seculares, remitiría a la Totalidad.

II

Sin embargo, desde la perspectiva de los hombres y del ateísmo este concepto de encarnación presupone siempre una división original que dicha encarnación intentaría venir a restituir, a llenar de sentido en la comunión del espíritu y la carne. Esta añoranza de divinización de lo mundano significa un violentar el orden de la aceptación de la muerte como posible finitud. Y quizás un violentar para consolar. Una consolación y ambición absoluta y con aspiraciones universalistas. Revelar en forma descendente el presunto sentido del espíritu en tanto origen allí donde impera la fragmentación, la muerte, la finitud, es decir, allí donde gobierna el sinsentido de la carne, es lo que se conoce como la proyección de los deseos imposibles. Deseos imposibles de ser satisfechos en vida y que el hombre hiperboliza en torno a la figura de un Dios. Feuerbach señalará que en ese acto, aunque por otras causas, nos llegamos a representar a Dios como omnisciente (máxima facultad de nuestra inteligencia), omnipotente (máxima facultad de nuestra voluntad) y omnipresente (máxima facultad de nuestra mirada): porque hacemos del anhelo de absoluto propio de nuestra esencia una proyección que mientras más fortalecemos la ficción de Dios más nos debilita como género humano destinado al conocimiento de la realidad.

Por otra parte, el discurso cristiano que funda el origen en la creatio ex nihilo, vale decir, el que la existencia fuese obra de un Creador que construyó el Universo desde la nada, tan sólo suspende el juicio ante el tema del origen. Sabemos cuál es el origen de la Navidad a través del mito bíblico, pero el mismo mito bíblico no puede pensar el origen de los orígenes. Es algo desmesurado para los hombres concebir al Dios cristiano, como también experimentar ninguna existencia que desborde las coordenadas del tiempo y el espacio, algo que Kant ya nos enseñó. Es desmesurado y denota un orgullo y una prepotencia aspiracional abismante. No tenemos acceso ni a ese Dios ni a la nada desde donde Dios dice crear el Universo. Como afirmara Nietzsche, la verdad es una mujer, lo cual quiere decir que sería impúdico verla desnudo. Es aquí donde se relacionan profundamente el tema de la Navidad como encarnación y de la Navidad como origen. Esto es, de la Navidad como la encarnación de un sentido que no tiene origen. El origen de la Navidad tiene sentido, el deseo de encarnación o religación, pero no tiene sentido el origen en que reposa la Navidad, él nos es inaccesible.

Así, será a partir de esta inadecuación existencial entre encarnación y (falta de) origen que representa el Nacimiento de Cristo donde se acuna el mensaje de Navidad más radical para nosotros, los sujetos de la posmodernidad. O sea, de la brecha surgida entre, por un lado, la carne rebosante de espíritu y de sentido y, por otro lado, de la incertidumbre ante un origen inasible que pone en duda la existencia del espíritu mismo, y con ello de la propia encarnación, desde esa brecha, será desde donde se manifieste el espacio para el nacimiento de la fe en el amor. Al no haber origen, al no poder contrastarse argumentos racionales sobre los mitos cristianos, todo su peso recae en el mensaje forjado por su propio puño, en el periplo y sentido de la encarnación como religación de la existencia y destino hacia donde yace conducida, el sacrificio y sufrimiento de la carne motivada por un amor que se esmera en vencer a la muerte.

III


En conclusión el Nacimiento de Cristo, tomado desde nuestro contexto histórico actual y abordado desde una perspectiva filosófica, nos entrega un doble mensaje: junto con representar la encarnación de nuestra dimensión interior en cualquier acción llevada o acontecimiento que nos afecte, esto es, de luchar por apropiarnos de un exceso de sentido que siempre nos sobrepasará, también revela la posible y angustiante falta de necesidad y de origen de aquel mismo sobresentido. Es una constatación de lo más cercano, esto es, el saber que somos movidos por algo que nos sobrepasa, pero al mismo tiempo se torna una duda radical e imposibilidad de determinación del origen preciso de aquella fuerza que nos impulsa a movernos. Como si de esa relación problemática entre encarnación y (falta de) origen se desprendiese el misterio que conflictúa la consolidación de toda fe en el amor, pareciera ser que siempre estamos invitados a dar un salto decisivo sin piso seguro en el cual llegar a sostenernos: ni fe ciega en Dios ni comprobación de Dios, sino seres intermedios, creyentes, creyentes en el sentido o creyentes en el sinsentido, pero siempre creyentes. En última instancia, volver al mensaje original de la Navidad significa, siempre como gesto filosófico, hacer renacer la pregunta sobre el sentido o sin sentido con la vitalidad e implicación de quien yace encarnado en la radical fragilidad de su falta de origen. El nacimiento es inmemorial.

domingo, 27 de noviembre de 2016

Sobre Fidel Castro: figura histórico-mítica.



Fidel no sólo era la reliquia viviente que condensaba en su figura gran parte de los problemas políticos propios de la Historia del siglo XX, sino también representaba la encarnación de un mito. Mejor dicho: Fidel era el estertor final proveniente de ese tiempo olvidado en que la Historia y el Mito habían vuelto a convivir en un mismo lugar: el de las utopías.

Su poder de movilización Histórica-Mítica se forjó a partir del derrocamiento de Batista, tuvo su momento épico en Bahía Cochinos, mostró su solidaridad con causas de liberación nacional en África, recibió el apoyo de la URSS en pleno contexto de Guerra Fría, apoyó a la URSS en sus acciones disuasivas ayudando a generar la Crisis de los Misiles y vivió las penurias de la escasez propias del bloqueo yanqui. Al mismo tiempo hizo de Cuba un pueblo educado, con altísimas tasas de alfabetización, y de la salud cubana un estandarte de prestigio en toda la región. Y todo lo llevó a cabo con dignidad. Sin dar ni una ni la otra mejilla. No lo hizo por el poder. Ni por la gloria. Lo hizo por el deber y el compromiso con la justicia social, con la sensibilidad ante los oprimidos, con los anhelos de construir el sueño del Paraíso terrenal.

Pero Fidel también cometió pecados: acusó a los homosexuales de ser contrarevolucionarios sólo por su condición de género que no se condecía con el imaginario del patriarcado revolucionario y se opuso a otorgar libertades económicas de emprendimiento individual a los cubanos. Así mantuvo el imperio del bien común, el cual era demasiado bueno y demasiado comunitarista para este mundo demasiado egoísta. Los homosexuales fueron reprimidos y los disidentes acallados. La libertad de prensa nunca existió. Muchos artistas e intelectuales latinoamericanos que antes ponían sus manos a la obra para materializar el sueño de Martí en compañía de las manos de Fidel fueron dándole la espalda paulatinamente.


Hasta que un día el Muro se vino abajo y la economía capitalista global empezó a dominar el plano de la política popular con su correlato consumista, y el neoliberalismo se fue comiendo la Historia mientras la separaba con delicadeza imperceptible del Mito. La influyente Revolución se quedaba sola, mirando con nostalgia sus años felices, como el anciano que rememora sus delirios de infancia en medio de un triste atardecer en el Caribe, aquellos años y aquellos delirios donde la promesa de un futuro redentor siempre era más real que cualquier ilusión pero la cual sabemos que no existe: la (des) creencia en la utopía. La Isla se aislaba cada vez más. La Isla lloraba después de cada baile, al son del propio son. La economía cubana estaba y, de algún modo, sigue estando en crisis. Por eso Fidel se tuvo que abrir a los ingresos provenientes del turismo, de ciertas remezas extranjeras y se vio obligado a flexibilizar algunas de sus políticas económicas externas para subsistir. Chávez también aportaría lo suyo en petróleo a cambio de capacitación médica y educativa. Y sin darnos cuenta muy bien cómo ni cuándo, sin poder fijar las coordenadas de su divorcio, el Mito fue correspondiendo cada vez más a la fantasía mientras la Historia se marchitaba bajo la cruel contundencia de lo real. Como hermanos separados.

sábado, 29 de octubre de 2016

Sobre la experiencia creativa en el arte. O el "estar-convencido-de-algo".

Lo reconozco. Estoy convencido de algo. Estoy convencido de ése algo con toda la certeza acrítica y ciega que implica la convicción y con toda la indeterminación que se evidencia al denominar un fenómeno específico con la palabra “algo”. “Estar-convencido-de-algo” es siempre riesgoso porque, si se lee bien, puede evidenciar la tensión entre dos polos que muchas veces no son capaces de articularse entre sí: por un lado el polo de la convicción, esto es, del dogmatismo, y por otro lado el polo consistente en llamar “algo” a un fenómeno que siempre es mucho más que simplemente “algo”, o sea, el polo del escepticismo.

Pero prosigamos con lo nuestro. De lo que me encuentro plenamente convencido es que sin arte, sin literatura, sin filosofía, es decir, sin esas expresiones humanas que, en un movimiento sumamente arbitrario, caracterizaré aquí bajo el término de “algo”, capaz siempre de sobrepasarse y excederse siempre a sí mismas, a su propia “algocidad”, la existencia sería menos soportable. Menos soportable y también menos enjuiciable. El arte y la filosofía, o la filosofía como arte, nos permiten mirar tanto la caleidoscópica verdad de cada uno de los horizontes de sentidos que forjamos a través del existir como también retratar nuestra aterradora experiencia de silencio derivada del abismo del sinsentido. Por ello, la convicción expresiva, el “estar-convencido-de” es valentía mezclada con cobardía: el deseo de poseer la verdad de la cual carecemos. La valentía reside en nuestro impulso inagotable por buscar o construir sentidos trascendentes a nuestra precaria finitud; la cobardía reside en lo mismo: en nuestro impulso inagotable por buscar o construir sentidos trascendentes a nuestra precaria finitud. Eso significa que en el “estar-convencido-de”, artísticamente convencido, opera la fuerza subterránea de un ímpetu narcisista: la de ser o querer ser el eje central de toda la existencia que nos rodea. A su vez, el “algo” en tanto indeterminación sobre el cual cae toda convicción expresiva, toda pasión artística, refiere a un grado creativo más avanzado, el cual asume la imposibilidad de sintetizar lo múltiple en lo Uno, el cual se desgarra al no poder religar el conjunto aislado de partes en un todo coherente. En dicha labor, en la experiencia de constatación del “algo” hacia la cual se halla (pre) destinado todo “estar-convencido-de”, puede atestiguarse el sedimento particular, el posible éxtasis o la profunda angustia, de esa pluralidad de sentidos o de aquel radical sinsentido. Así, el “estar-convencido-de-algo” como inicio y término de la génesis artística, significa justamente una ganancia de conciencia ante el tono trágico de la existencia estética en su calidad irreductible a criterios conceptuales. Es el tipo de conocimiento nebuloso e incesante que emana del arte mismo, desde la sabiduría honda de lo sin fondo, y no del rigor conceptual de un método científico a base de hipótesis y observaciones palpables.

Desde una perspectiva más mundana, me parece que entre la variedad de posibilidades que nos abren estas expresiones artísticas se encuentra la de trascender el campo disciplinar en que se insertan y reproducen. O sea, una de las principales formas de resistencia de lo artístico y lo filosófico ante un diseño institucional que tiende a separarlos en diversos compartimentos estancos consiste en superar aquel orden que le es impuesto por medio de un canon epocal en pos de volver a hacer resplandecer su constante desfase, su vibración nacida a partir de la más originaria inadecuación. En fin, los destellos resultantes de la fricción entre el “estar-convencido-de” que emana del artista o filósofo y la recepción de su obra en calidad de “algo” nunca del todo agotado representan este movimiento.


Así problemas como, por ejemplo, el del apego a la tradición en estas expresiones humanas no se daría a partir de un estudio riguroso de la literatura precedente, ni en la exégesis estética que se afana en rendirle pleitesía a un tiempo pasado para, quizás, acallar sus culpas presentes en la actitud necrofílica ante ese mismo pasado. Por el contrario, el primer apego a la tradición se da allí cuando se pone en tránsito el “estar-convencido-de-algo”, esto es, cuando manifestamos la convicción de esa pasión y voluntad creativa aceptando de antemano toda transmutación, toda trastocación del mensaje originario del cual creíamos ser sus amos, el cual pensábamos que nos pertenecía sólo a nosotros desde su nacimiento hasta su perecer, aquel mensaje de cuyo sentido creíamos ser la esencia. Eso quiere decir que el apego a la tradición se da, en una primera y básica instancia, en tanto hermenéutica del diálogo: en estar dispuestos a decir “yo”, a hablar desde el tiempo presente y conmovidos bajo nuestra singularidad, pero siempre abiertos a asumir que mi convicción creativa, que el “estar-convencido-de” terminará disolviéndose en el eco de un “algo” a los ojos del prójimo. Justamente en eso consiste el diálogo según Gadamer: no tanto en proyectar nuestras convicciones intentando persuadir al otro, sino en estar dispuestos a finalizar el diálogo con nuestras convicciones refutadas, a salir de la comunicación temblando de fragilidad, y con una actitud de auténtico asombro ante “el-estar-convencido-(sólo) de-algo”.

lunes, 10 de octubre de 2016

Sobre la poesía de Jorge Teillier.


I
El poeta canta a la experiencia fronteriza, al lugar huidizo e inexorable donde confluyen la vida y la muerte. Y ese lugar no es la agonía ni la fe. No es el último estertor del enfermo ni la incertidumbre vana del religioso. Ese lugar es la memoria. 

II
El poeta invoca a sus muertos por medio de los utensilios pertenecientes a una cotidianeidad irremediablemente ida, a un mundo que está condenado a diluirse en el abismo del vacío. Al poeta lo anima la nostalgia, ese movimiento del alma que nunca se sabe si se genera como reacción y escapatoria ante un presente caído en radical desgracia, o si proviene del abanico abierto de la infancia, de aquel tiempo donde todo el futuro se dibujaba a placer mientras contemplábamos las estrellas sentados sobre la copa de un árbol. La nostalgia y su resistencia a dejarse cartografiar. ¿Desde dónde emerge la nostalgia? ¿Desde la desesperada respuesta ante un presente degradado cuya verdad reside en el fracaso anticipado de toda felicidad, o desde el vapor de un pasado donde florecía la fiel promesa de esperanza en la felicidad venidera?

III
Teillier, el poeta lárico, el poeta de la nostalgia. Ignacio Valente señaló que Teillier no es poeta por escribir poesía sino que escribe poesía porque es poeta. Da la impresión que su obra poética está plenamente enraizada con su propia experiencia. Vibrando en la suspensión de un lugar siempre anterior a todo lo escrito. Precisamente por eso el estilo de Teillier es sencillo y transparente en su elaboración, manifestándose reacio a todo artificio verbal o malabarismo lingüístico: porque va en búsqueda del significado a una dimensión que le precede y en cuyo seno las palabras aún se esfuerzan en comulgar con las cosas.  Precisamente por eso la escritura de Teillier se despliega bajo una homogeneidad atmosférica tal que incluso leyendo un par de sus poemas da la impresión de haber leído toda su obra: porque emana desde la cohesión de una identidad vital, desde un sentimiento de nostalgia eternizado y esencial, casi sagrado, que siempre es capaz de encarnase en la multiplicidad de imágenes, cosas y acciones que el poeta ilumina.

IV

Se le ha tildado de decadente. Se le ha acusado de apolítico. Puede ser. Aunque yo creo que la poesía de Teillier yace motivada por ambiciones mayores. Así, en la presentación de lo impresentado, en la aparición de una cotidianeidad siempre pretérita y sin retorno, se manifiesta el deseo esencial del hombre revestido de la más sincera fragilidad: la añoranza de felicidad absoluta, la añoranza de Paraíso, o sea, el anhelo de volver a acunarse en el espacio ocupado por el cadáver de Dios, la esperanza de (re) encuentro ante la contundente desnudez de Su huella.

lunes, 22 de agosto de 2016

Sobre las cosas.

Tendemos a ver las cosas desde lejos. Las vemos como si ellas sirvieran siempre para algo. Para algo que viniese a justificar su existencia. Para algo útil y que de paso nos sirva. Digo que las vemos desde lejos porque no concebimos a dichas cosas entramadas plenamente con nosotros mismos. Si bien desde siempre yacemos en una relación pragmática con ellas, determinadas por el uso para algo, este pragmatismo atestigua justamente una brecha, la presencia de un vacío, la dolorosa abertura de un olvido: desde hace mucho tiempo que debemos violentar a las cosas para hacerlas operativas, para manipularlas o descifrarlas. Hemos olvidado nuestra comunión con ellas.

En ese tenedor que utilizo para llevar la comida a mi boca, en esas sábanas rugosas que resguardan mi sueño, en la ventana de mi habitación por la cual penetra la rudeza del mundo, todas esas cosas indudablemente cumplen una función. No obstante esas cosas presentadas de tal modo, es decir, presentadas como útiles destinados a satisfacer una necesidad del sujeto que las forjó, no agotan a las cosas mismas. Las cosas, por así decirlo, siempre son más de lo que son, siempre terminan siendo más de lo que en una primera instancia aparentan. Por eso cuando ingresamos en un plano que trasciende la cotidianeidad déspota del uso, cuando somos capaces de suspender el egoísmo de la mirada determinado por la utilidad, podemos contemplar a las cosas desde una perspectiva renovada. Desde una perspectiva que supere a la misma cosidad de las cosas.

En la experiencia estética es donde con mayor vigor se muestra ese desplazamiento desde la cosidad de las cosas, desde su carácter meramente pragmático, hacia la esencia de ellas como un acontecimiento de asombroso sobresentido. Así, cuando nos introducimos en dicho estado experiencial no reparamos en la función directa de las cosas, sino que nos interrogamos, gracias a ellas, por un sentido mayor: las cosas nos interrogan por un sentido nuevo. Las cosas nos interpelan. Ya no nos conformamos con el significado exacto y unívoco de la función de una cosa en particular. En un cuadro, por ejemplo, buscamos el significado a partir de lo que las cosas nos interrogan pero cuyo sentido no se restringe a la suma del conjunto de ellas, a la totalidad compuesta por la suma de todas las cosas presentes en la obra de arte, sino por un éxtasis que siempre está más allá de cualquier interpretación absolutizante y donde la singularidad misma de nuestras vivencias pasadas en comunión con las cosas es la que viene a significarlas. En otras palabras, en la experiencia estética mantenemos el trato más problemático con las cosas, el trato más enriquecedor con lo que ellas vienen a representar entrelazadas con nosotros, vinculadas con nuestra historia y siendo interrogados incesantemente. Ya no son meras cosas en calidad de útiles operables para algo: se convierten en signos esforzándose por transparentar un sentido oculto que nos seduce con toda su carga de inevitable opacidad.


Ningún tenedor puede ser sólo un tenedor: en él también se acuna, de repente, el reflejo sorpresivo de la propia mirada cansada a la hora de comer con la familia. Ninguna sábana puede ser sólo una sábana: en ella se prolongan nuestras arrugas, nuestras angustias, nuestros insomnios como huellas de una noche demasiado estéril para haber sido pasada en compañía. Y ninguna ventana sólo mira de adentro hacia fuera: en todas las ventanas del mundo convive el paisaje que ingresa por ella con el hombre que, aunque sea alguna vez en su vida, se estremece por la posibilidad imaginaria de ingresar en el paisaje. Como nosotros mismos ingresando en la piel hospitalaria de las cosas recobradas.

miércoles, 20 de julio de 2016

Sobre dos tipos de paradojas.

A veces se producen paradojas. Paradojas tan rígidamente elaboradas (¿por quién?) que se nos torna difícil ahondar en ellas, difícil el habitar en sus intersticios, extremadamente complejo el explorar sus aristas. Esas son las paradojas de la lógica. Por ejemplo, Bertrand Russell y su “Paradoja del Barbero” con todas esas eventuales soluciones de autorreferencialidad. Pero no pasan de ser un divertimento, un divertimento que inquieta, allá a lo lejos, a ciertos jugadores de cartas bajo la manga.

Sin embargo, hay otra clase de paradojas tan tenues como la nieve que acaricia la mirada infantil y que, por eso mismo, debido a su tersa ambigüedad, debido a su frágil carácter de anunciación, no advertimos más que cuando nos detenemos con asombro en un punto de crisis. A esas paradojas sólo las vemos allí cuando se nos nubla la vista cotidiana, cuando el sentido común se eclipsa y perdemos la ingenuidad segura que tan robustamente habíamos construido o nos había sido dado en el mundo de quehaceres prácticos. Esas son las paradojas existenciales, las que nos dejan estupefactos más allá del mero divertimento. No son, como las paradojas del lenguaje lógico, fórmulas que dicen algo sobre algo, sino que son paradojas encarnadas en la existencia del hombre.  Estas últimas paradojas son las que implican al sujeto en su acontecer, las que reconfiguran sus posibilidades en este mundo y que, incluso, trastornan la raíz misma desde donde emanan los posibles sentidos, reformulando al propio ser, aterrorizándolo en el pavor de su padecimiento ante un sinsentido momentáneo o absoluto. Estas paradojas existenciales advienen a nuestras espaldas, se engendran allí donde todo lo voluntario cede terreno a una dimensión opaca que no somos capaces de prever. Son paradojas que, como diría Kierkegaard, sólo se pueden superar dando un salto de fe y no a partir de una discusión teórica de argumentos.

La paradoja que desgarra, la paradoja del hombre que sale a la noche mínimamente alumbrada por el parpadeo de estrellas que ya se desvanecen, y que, así y todo, se sigue preguntando por el valor de una vida sin sentido, es una paradoja existencial. La paradoja que erosiona los pilares del alma justamente yace enraizada en esos pilares mismos: todo asombro –que es una de las modalidades que adopta el acontecimiento- es un asombro de la existencia confrontada ante la nada, y al mismo tiempo un espacio de nada que se acuna en la existencia para darnos, paradójicamente, una imagen anticipada del vacío. Nada y vacío radicales en el cual nos vemos refugiados y desheredados del flujo de una cotidianeidad adormecida, de un anestesiado sentido común que se preocupa de cosas mundanas. Así, por ejemplo, el asombro con que se observa la paradoja del magnífico orden del cosmos ante la falta de sentido y valor de mi propia vida ya sin Dios, es decir, sin trascendencia, no hace más que confirmar la fata de “necesidad” de nuestro existir. Y para que ello se muestre con tal intensidad es necesario que nos distanciemos de esa cotidianeidad enajenante del sentido común.


La irresolución de esta última paradoja nos puede llevar, como a muchos lo ha hecho, al suicidio –único problema filosóficamente relevante según Camus-,  mientras que nadie se suicidaría por la irresolución “Paradoja del Barbero” de Russell. En conclusión, el pathos de una y otra paradoja, la afección desde la cual se encuentran motivadas, es contrariamente divergente precisamente por sus distintas maneras de remecernos, de implicarnos, de hacernos partícipes de ellas. Las paradojas de la lógica nos demandan tan sólo la tonalidad anímica propia de una diversión lejana, de un juego, mientras que las paradojas existenciales exigen la encarnación vital de la problemática, la identificación de quien piensa y lo pensado.

lunes, 18 de julio de 2016

Sobre la Historia en tiempos actuales.

El mundo actual se encuentra fuertemente remecido por los efectos que se han venido desprendiendo del fenómeno de la globalización. Esta globalización no sólo trae consigo, como todos lo sabemos, la transformación de las relaciones económicas a nivel mundial, sino también la trasformación de los antiguos medios de comunicación y, con ello, de la concepción del tiempo y del espacio tanto en un estrato empírico como imaginario al interior de la vida social.

Es por lo mismo que la visión del hombre sobre su propio hogar en cuanto especie, es decir, sobre su pasado histórico tomado como memoria de largo aliento, también ha cobrado un giro. Y este giro dentro de la concepción histórica del hombre globalizado se ha caracterizado preliminarmente por agudizar una postura crítica ante la envolvente homogeneización producida por los procesos económicos y de comunicación. Si bien dichos procesos de homogeneización derivados de una economía globalizada y de la mayor conexión de los medios comunicacionales han implicado un cierto grado de aculturación, esto es, la pérdida de la identidad específica de cada cultura participante de la aldea global, también se han presentado mecanismos de resistencia como reacción a dicha presión que amenaza con homogenizar a las culturas circunscritas en el proceso de modernidad. Así, una serie de nuevas perspectivas de comprender el pasado histórico han salido a la luz, las cuales en su mayoría presentan una posición crítica ante la noción de Historia Universal y de los supuestos que ella contiene.

Interrogantes como las siguientes son las que han proliferado con mayor recurrencia: ¿Acaso podemos seguir confiando en la idea de progreso después de contemplar y sufrir las barbaries acaecidas durante el siglo XX? ¿Habrá una verdadera evolución histórica tendiente hacia la libertad y apoyada bajo la noción de racionalidad que nos oriente como especie para proseguir el camino? Y de ser así, de haber dicha evolución progresiva, ¿cómo constatarla? ¿De modo apriorístico como lo hacen algunos filósofos y religiones o a posteriori como lo podría realizar la historiografía tradicional? Y de no ser así, de ser la idea de progreso una mera entelequia, el flatus vocis de un metarrelato ya ajado, entonces ¿qué podemos hacer para no ahogarnos en este mar de sinsentido hacia el cual todos somos arrojados en tanto humanidad? Pero, es más, ¿habrá una sola humanidad con su correlato histórico de tonalidad monolítico: habrá una sola Historia Universal, habrá un solo modelo de hombre capaz de portar consigo la misma racionalidad en todo tiempo y espacio?

Dada la envergadura y actualidad de las preguntas antes planteadas creo que se torna indispensable intentar evaluar su peso y densidad, es decir, su la vibración abierta de su incertidumbre. En efecto, el fenómeno consistente en que la gran mayoría de los paradigmas históriográficos a través del siglo XX hayan tendido a estudiar la Historia bajo la dictadura de la empiria, esto es, bajo la primacía de los sucesos fácticos abalados tras la noción de “hecho histórico”, ha eclipsado la posible visión de una historia total y monolítica, con sus sentido y finalidad trascendentes a la concateación de meros hechos. Concretamente, la humanidad (que siempre fue la humanidad occidental y eurocéntrica) ha quedado desamparada a la inercia de su propio devenir y fragmentada en su composición. Aquel soporte que durante decenas de siglos otorgó la religión con su Plan Divino oculto a los ojos de los hombres, aquel optimismo especulativo que desde la modernidad temprana filósofos como Kant y Hegel representaron como una fuerza subyacente de características totalizantes y susceptible de donarle sentido a la humanidad por medio de un objetivo histórico, en fin, aquella naturaleza ascendente que gracias a la idea de progreso se concibió como una fuerza racional de la humanidad tendiente hacia una civilización universal alejada de todo primitivismo instintivo, todo eso se ve profundamente cuestionado hoy en día. Y podemos decir que tal cuestionamiento se encuentra justificado si asumimos que nos hallamos cruzados de raíz por un contexto epocal que se caracteriza tanto por la gradual retirada de las religiones de la esfera pública como por la agonía de la metafísica en los diversos círculos filosóficos.

Por lo mismo, respirar la vibración de las preguntas por la posibilidad del fin del sentido de la historia como un proyecto dirigido y dado de antemano se halla poderosamente emparentado con la muerte de Dios diagnosticada por Nietzsche, con la caída de la verdad en sentido universal y con la emergencia de los relativismos culturales y de los escepticismos epistémicos que, a lo que más aspiran en términos comunitarios, es a construir un consenso pasajero, regulador e inmerso en el flujo móvil de la historicidad misma en clave heterogénea. Este fenómeno trae consigo, en última instancia, un desplazamiento de la historicidad, el cual se basa en hacer del plano reflexivo de la disciplina historiográfica una extensión del dominio ético por sobre el epistémico. Pareciera ser, así, que el aprendizaje más elevado que nos puede brindar el saber histórico de raigambre empirista ya no será el ayudarnos a develar el sentido de la humanidad e, inductivamente, su calidad de idea rectora y verdadera, sino las enseñanzas basadas en la experiencia mundana, entitativa, óntica, de los propios aciertos y errores terrenales desplegados en diversas culturas temporalmente situadas e inconmensurables entre sí.

jueves, 16 de junio de 2016

El Ser como anterior a la verdad.

Según Joseph Moreau existe una tradición epistemológica que se remonta desde Aristóteles en adelante la cual entiende que la noción de verdad como concepto fuerte se encuentra determinada por la adecuación predicativa. Esta adecuación predicativa refiere a la convergencia entre el juicio pensado y la cosa real que es expresada en dicho juicio. Por ejemplo, si tenemos el juicio particular y contingente de “hombre blanco” éste juicio llega a consumarse realmente si es que en la realidad hacemos la experiencia de enfrentarnos a la constatación sensorial de aquel hombre blanco. La verdad contingente no correspondería, por ende, a la realidad sino al juicio o proposición; pero a su vez la realidad vendría a coronar el juicio en el hecho de completar intuitivamente lo mentado por él.

Así, la realidad como espacio de experiencia propia de los sentidos no contaría con la posibilidad de ser verdadera o falsa: la realidad simplemente es. ¿Quién podría dudar la afección que viene a recaer sobre sus propios sentidos? En efecto, la realidad de nuestros sentidos no puede ponerse en duda: mientras contemplamos a lo lejos el dato sensorial de la rojez circular de un punto sobre la mesa de nuestro comedor podemos dudar si se trata de un tomate o de una manzana, pero no podemos dudar que hemos visto algo, que una rojez intensa está afectando a nuestra conciencia. En otras palabras, podemos dudar del juicio que hacemos sobre la realidad, de la manera de intelectual de llegar a la verdad de aquel fenómeno que nos es mostrado como rojez circular (si es, por ejemplo, manzana o tomate), pero no podemos dudar de la rojez circular misma percibida por nuestra conciencia: hay un algo colorido que veo como imposible de ser negado.

Por lo mismo, con la primacía irrefutable de los sentidos en tanto constitutivos de nuestra estructura afectiva podemos decir que si bien no se garantiza el conocimiento del mundo, de lo que éste es en sí, sí podemos garantizar la emergencia de una manifestación anterior a cualquier juicio sobre la verdad: a través de los sentidos se garantiza la aparición del ser. El ser, al contrario de todo objeto quiditativo, emana como fenómeno absoluto, esto es, emana como lo más originario de nuestra esencia y sin condicionamientos de comprobación. Dicha emanación del ser a través de nuestra propia experiencia fenoménica corresponde a una aperturidad, tanto del ser como de nosotros, que nos determina de manera estructural: no somos solamente, según Heidegger, los guardianes o pastores del ser debido a que contamos con el privilegio de ser la única especie que se pregunta por el ser; antes que eso, somos la única especie -por sobre plantas y animales- a la cual le aparece, le es mostrado, le es interpelado el ser en cuanto otra cosa, en cuanto enmascaramiento y ocultación del ser mismo que lo implica dentro de la pregunta por el ser. El ser, que siempre se nos dona a través de la máscara del ente, se presenta antes que todo gracias a la irrefutabilidad de la afección abierta a los fenómenos propia de nuestra constitución sensorial.


Esa constitución sensorial que precede a los juicios y proposiciones de la lógica y la epistemología predicativa de raíces aristotélicas representa el terreno más originario de todos. Un terreno de mostración antes que de demostración, un terreno antepredicativo. El único terreno donde se hace posible el acontecer de la vibración característica de la pregunta por el sentido oculto del ser (el asombro) antes de verse replegada a la precariedad de una respuesta reductiva por la verdad o falsedad de un ente.  

domingo, 1 de mayo de 2016

Sobre el trabajo en la era industrial.

Con seguridad uno de los percances más nocivos para la historia de la humanidad ha sido el proceso de industrialización que ha venido aparejado junto a la modernidad tardía. Los efectos de dicho proceso no sólo han mermado las estructuras de la organización del trabajo, sino que han degradado al trabajador mismo y la concepción que éste posee de su propia actividad.

Actualmente, y como fruto de aquella industrialización, el trabajador no concibe su trabajo más que como medio destinado a un fin que le es ajeno al trabajo mismo: el salario mensual que necesita para (sobre) vivir. Lo que se ha perdido en el acto de trabajar ha sido la inquietud e interés por religar la existencia a través de una obra. Inquietud e interés por hacer del trabajo una prolongación de las dudas metafísicas o culturales de cada sujeto: decir esta producción transparenta mi ser, en la talladura única de esta silla yace impresa mi firma. A esto le podemos llamar el ideal de artista o de artesano. Aquel ideal implica contar con la suficiente voluntad y determinación capaz de tornar posible la proyección de la subjetividad, de la interioridad, del alma (si se quiere), de aquel trabajador en el producto realizado. Dicho ideal, a su vez, presupone que cada sujeto exprese su propia unicidad, los dolores y clamores, las angustias epocales y las preguntas universales, de un modo singular y creativo. Toda masificación técnica, todo uso práctico y estandarizado del conocimiento aplicado con posterioridad al trabajo, nubla esta capacidad del trabajador consistente en plasmar su subjetividad en los objetos. Por lo mismo, el trabajador que solamente ejerce su labor en función de un salario no sólo pasa a transformarse en un engranaje más de la máquina de producción capitalista con todo el sometimiento reproductivo que ella trae consigo; también pierde el asombro radical ante la existencia, pierde sus preguntas fundamentales y, con ello, su propia libertad en cuanto ser humano.

Este fenómeno, que es conocido ampliamente en las corrientes filosóficas de teoría crítica como alienación, deviene la ideología más perjudicial en la medida que impone un modelo cultural de modo naturalizado, la cual hace parecer que fuese el único modo posible de organización socio-productiva. De ahí que en una época como en la que vivimos se vea totalmente oscurecida la alternativa de una revolución radical. El individualismo y los valores de competitividad internalizados a través de los medios de comunicación y la publicidad impiden que podamos imaginar otro orden distinto al actual. El ideal de pueblo, con su conciencia en-sí y para-sí, se ha erosionado para venir a constituirse una suma de partes, una mera masa informe que solamente revela su voluntad de elección a través del mercado, esto es, a través de lo cuantificable y transable. Así, los objetos y el proceso de trabajo se transforman en simples entidades unívocas, por medio de su utilización y reducción a un código, precio o salario. Todo aquel trabajo que el individuo debería realizar en pos de conocer y comprender, en pos de acceder al cómo y al por qué, en fin, de lo humano, se mantiene invisibilizado en un trasfondo abismal. El deseo de formular las preguntas esenciales con que la humanidad debería problematizarse y concebirse a sí misma permanece sumergido bajo las trágicas aguas de una superficialidad en cuya densidad todos nos terminamos por ahogar.

sábado, 2 de abril de 2016

Sobre actos y actualizaciones en sentido fenomenológico.

En su obra “Estructuras de la praxis” el filósofo español Antonio González afirma, desde una perspectiva marcadamente fenomenológica, la siguiente idea sobre la significación de los actos y de la actualización de los fenómenos que en ellos operan en tanto alteridad radical.

“En definitiva, los actos, liberados de todos los presupuestos que usualmente se proyectan sobre ellos, consisten en actualizaciones de algo que se presenta como radicalmente otro…...la prima veritas que constituye el punto de partida de la filosofía no es ni una evidencia, ni una adecuación, desvelación o actualización. La verdad primera de los actos es un factum, todo lo adecuado, desvelado y evidente que se quiera. Los actos constituyen un hecho radical sobre el cual se funda toda verdad y toda evidencia ulterior."
Como dice González los fenómenos actualizados en nuestra conciencia siempre se presentarán en distinción a nosotros mismos y a nuestros propios actos. Las cosas del mundo se actualizan en cuanto otras. Independientemente del cómo el acto intencione determinadas percepciones, sentimientos, recuerdos, imaginaciones, etc., el qué de dichas actualizaciones siempre será una alteridad inaprehensible.

Me permitiré introducir una escueta imagen metafórica con tal de ilustrar de mejor modo la operación del acto que se lleva a cabo junto a la emergencia de las cosas en tanto alteridad radical. Utilizaré la imagen del vidrio o, mejor dicho, del vidrio de la ventana.
Nos sentamos en soledad frente al vidrio de la ventana a beber el último café del día mientras contemplamos cómo desciende el atardecer. Nos asombramos por los colores crepusculares. Ahí está la fugacidad siempre nueva de los rojizos del cielo, los cuales se entraman con los matices más suaves de las nubes, las que son balaceadas por el silbido del viento. Más abajo yace la diversidad de los árboles, los cuales se dejan mecer por la respiración de la tierra. Sobre ellos moran los pajarillos paseándose de una a otra copa florecida, con la danza ágil de sus alas y el canto alegre de sus gargantas. En fin, vemos todo con la dulce certeza de quien piensa que nunca aquel panorama se apagará; el mundo parece sin origen ni fin. Allí, en esa escena exuberante y delicada a la vez, la eternidad musita su sentido de vida inextinguible: lo inmortal del ocaso circular que hace amanecer por medio suyo, una y otra vez, la inocencia misma del hombre. No obstante, debido a esas misteriosas ironías de los momentos sublimes, justamente segundos antes que se extinga totalmente la luz del día reparamos de golpe en el vidrio de la ventana, específicamente en su frágil y latente calidad de espejo que ahora se hace, de un momento a otro, manifiesto. Claro, no hemos dejado de mirar por la ventana; tan sólo que ahora miramos también en la ventana: vemos, más acá del crepúsculo de la tarde, nuestra imagen reflejada en la transparencia. Así, el vidrio de la ventana permite que ingresen las últimas luces ahogadas del día a nuestro hogar, pero al mismo tiempo también refleja el interior de nuestro morada y, por cierto, nuestro pálido y tembloroso rostro. Sabemos que observamos lo observado.

Me parece que la relación indestructible que presenta el acto, por un lado, con la actualización de una alteridad radical, por otro lado, es muy similar a la que acabo de describir en la anterior escena metafórica. En efecto, el paso de la retracción, esto es, el paso de descubrir que el vidrio de la ventana no sólo opera como una transparencia que nos permite mirar hacia el mundo, sino que nos otorga la opción de también vernos reflejados frágilmente en ella, es el paso que permite contemplar tanto el acto mismo como lo actualizado en el acto. Es un golpe de la conciencia. Esto significa que lo que se habrá de reflejar en el vidrio de la ventana como mismidad (el acto perceptivo en este caso) y la imagen que ingresa en tanto Otro por medio de dicha ventana (la actualización de la alteridad radical de la naturaleza crepuscular) conforman una suerte de unidad diferenciada que está a la base de toda experiencia filosófica: la experiencia del factum que viene a atestiguar la existencia tanto de mi acto de conciencia como de la aparición del mundo su calidad de actualización de una alteridad radical. Dicha afección de dos caras se trata de un doble dato irrefutable e inequívoco a nivel de nuestra conciencia.


Así, este carácter de los actos que tiene por contenido a las actualizaciones plantea el beneficio de ser la verdad primera. Verdad primera propiciada por la actitud reflexiva de la conciencia que no solamente percibe lo percibido, sino que percibe que percibe lo percibido, que no sólo recuerda, sino que sabe que recuerda lo recordado, etc. Es una verdad primera que en tanto análisis, tal cual como el prisma de la ventana, comprende ambas dimensiones, el acto y lo actualizado, de un modo intrínsecamente constituyente el uno del otro. En otras palabras, me parece que la verdad primera se da en el hecho concreto del intenso lazo entre el acto y lo actualizado como una unidad fáctica que implica el dato más originario y fundante del quehacer filosófico.

viernes, 11 de marzo de 2016

Sobre fenomenología estática.

A Esteban Osorio, con cariño.

Tal vez el principio metodológico más importante de la primera fenomenología -la fenomeología estática- consistió en abordar las apariciones de los objetos que se nos donan a la conciencia desde un prisma exclusivamente inmanente. O sea, no especular un hecho a través de explicaciones que vayan más allá de lo estrictamente dado en dicho hecho. Eso es a lo que Husserl hizo referencia a la hora de enfatizar “la vuelta a las cosas mismas”.

En efecto, la fenomenología, que nace a comienzos del siglo XX con la intención de ser una teoría del conocimiento capaz de superar, entre otras corrientes, la estrechez objetivista del positivismo, cuenta con la virtud de incluir a la conciencia subjetiva dentro de la esfera del conocimiento mismo. Es por ello que el “volver a las cosas mismas”, es decir, el analizar a cabalidad lo que se nos presenta a la conciencia y exclusivamente lo que se nos presenta a ella sin adicionar ningún argumento trascendente a esta presentación, marcará el primer paso de un conocimiento que, yendo desde la psicología descriptiva hacia la apertura de los fenómenos del mundo, instale al sujeto en primera persona como soporte de un conocimiento que no caiga en el mero solipsismo de carácter representacionalista o escéptico.

Así, la primera fenomenología, gracias a este principio introducido por Husserl basado en restringir el análisis de los objetos donados a la conciencia a su propio modo de aparición, vino a consumar parte del gran ideal moderno inaugurado con Descartes y potenciado con Kant: la empresa de un sujeto activo en el rol del conocimiento. En consecuencia, Husserl pretende hacer del conocimiento un análisis de datos (lo presentado a la conciencia) lo más riguroso posible dentro de la experiencia en primera persona. Por otra parte, esta rigurosidad tendrá, a mi manera de ver, otro componente fundamental, el cual consistirá en la búsqueda de un terreno de esencias ideales (principalmente derivadas del campo de la lógica) que operará como telón de fondo y piedra de toque a la hora de estudiar los modos de constitución del mundo a partir de la conciencia subjetiva.

En fin, gracias al famoso eslogan de Husserl, “volver a las cosas mismas”, la fenomenología puede desarrollar su trabajo como una disciplina filosófica que, a pesar de distinguir claramente los polos de subjetividad, por un lado, y de objetividad, por otro, no contempla esa relación como un tránsito separado de elementos independientes entre sí, sino más bien como un lazo destinado a marcar la correlación entre sujeto y objeto, algo que sólo puede darse a nivel de una conciencia afectada por algo.

sábado, 27 de febrero de 2016

Sobre "Cristo destruye su cruz" de Orozco.

"Cristo destruye su cruz" (1943) de José Clemente Orozco.


La ira de Cristo se desata contra los símbolos que consagran su dolor en pos de la supuesta Redención de la humanidad. Es una ira de fuego. Es una ira que quema hasta el éxtasis. Pero también es la ira que destruye las cadenas que apresan a la humanidad misma. Destruye a la religión y su ideología de debilidad, de sometimiento ingenuo, de esperanza ya podrida y cansada de esperar el supuesto advenimiento de un “supramundo” donde esos mismos débiles serán, invertidamente, vestidos de dichosos.

En efecto, al pintar la ira de este Cristo que desata una tormenta de fuego y destrucción contra la pesada joroba de la cruz, contra los pilares de un Templo de papel y papeles a seguir, contra Las Sagradas Escrituras y su lectura literal, contra los miles de libros escritos con palabras vacías que intentan fundar la vida en un insulso más allá, en contra de todo eso José Clemente Orozco arremete decididamente. Es decir, arremete en contra de las corrientes de catolicismo más conservadoras del México de los primeros años del siglo XX –y las cuales sigue formando, lamentablemente, una de los puntos más oscuros de nuestra heredada identidad Latinoamericana-. Así, el pintor mexicano, posicionado desde una postura marxista que aboga por un cambio social radical en este mundo, condena las lecturas contemplativas y reaccionarias de las corrientes católicas que favorecen, en tanto ideología de representación del mundo y de práctica cómplice con los intereses de los poderosos, la predominancia del orden de explotación del hombre sobre el hombre. Y todo porque el mundo, tal como lo señalara Marx, se debe transformar de una buena vez antes que interpretarlo mil veces.

Si ese Cristo que dentro de su humanidad sufriente y doliente, iracunda e irreductible, se rebela contra el destino impuesto metafísicamente es porque en él está palpitando la fuerza de la carne como dimensión primordial de la revolución marxista: tiene a la experiencia como soporte. Es verdad que no hay práctica revolucionaria sin teoría revolucionaria, sin embargo pareciera ser que toda teoría florece desde una extraña materialidad que delinea las formas de dicha teoría hasta hacerla regresar, para cargar de nuevos bríos y posibilidades, de fuerza y horizontes de sentido, a esa misma materialidad. Por ello, la vida material, como carne y dolor, está en la base de la historicidad marxista y de la experiencia humana: desde allí se proyectarán los límites y los alcances de la revolución.

En última instancia, la fuerza expresiva que logra generar Orozco en una tela donde impera el más mínimo juego cromático se debe justamente a que en ella todo es acción y evidente actualización temporal de lo simbólico. La expresión viene dada por la explosión de un acontecimiento que incuba en sí mismo una significación capaz de rebasar cualquier preciosismo formal, tal como si se tratase de una “pintura literaria”: el contenido ha superado a la forma. Y esta “Pintura literaria” ha bebido de lo más profundo de la historia humana. Ha bebido de ese hito –el cristianismo-  que, al devenir otra máscara más de la misma explotación del hombre por el hombre, también termina por dejar en evidencia su más miserable gesto: el de ocultarse ella misma tras la máscara de un perdón incapaz de reconocer sus propios pecados históricos. Y sólo la acción radical engendrada a partir de esa ira puede cambiar el mundo sin enmascararlo una vez más.

jueves, 25 de febrero de 2016

Sobre Kant y su Filosofía de la Historia.

Kant es bastante claro a la hora de expresar que la Historia yace gobernada por finalidades ocultas a los ojos de los individuos. Así, para Kant la historia tiende a un fin teleológico. Este fin teleológico tendría por hipotético contenido la consumación de la libertad humana al amparo de un sistema jurídico-político republicano. Es decir, la naturaleza como fuerza motora y providencial del devenir histórico regularía el acontecer de los hechos con el objetivo de cumplir una especie de plan divino, de cumplir una misión providencial inaccesible al individuo agente de dicha Historia. Este plan o misión providencial se caracterizaría por el perfeccionamiento progresivo de la especie en vía ascendente hacia dicha libertad. Libertad que, obviamente, no se desarrollaría a nivel de individuos, sino que lo haría a nivel de especie humana.

¿De dónde emerge esta idea?

Es aquí donde Kant opera bajo el principio de analogía. En efecto, lo que realiza el filósofo de Königsberg es una analogía entre los órganos y facultades que la Naturaleza deposita en los hombres, ninguno desprovisto de propósito, y la orientación hacia la cual la misma Naturaleza hace tender a la razón, esto es, hacia la libertad. O sea, así como poseemos distintos órganos y cada cual se halla determinado para cumplir una función específica, la Naturaleza también al dotar al hombre de razón lo hace para que ésta se desarrolle con miras a un determinado fin, el cual sería la libertad enmarcada en un sistema político republicano.

Ahora bien, es bastante evidente que en este sistema de concebir la Historia sigue imperando el mismo modelo dicotómico con que Kant idea su teoría del conocimiento enmarcada en su filosofía crítica. Esto significa que Kant escinde la Historia entre el plano fenoménico de ésta, vale decir, lo que se muestra o aparece a nivel de experiencia y sucesos históricos de los individuos, y el plano nouménico de la misma, o sea, la “cosa en sí” -en este caso el plan de la Naturaleza- que estructura secretamente el devenir histórico de acuerdo a su providencia de libertad racional. Así, si siempre el reino de lo nouménico, de la “cosa en sí”, se presenta como velado al hombre puesto que lo único que somos capaces de conocer son meramente los objetos circunscritos bajo las formas puras propias de nuestra estructura categoríal, es decir, los objetos susceptible de tiempo y espacio, entonces bien podemos decir que en su filosofía de la historia Kant intenta ir más allá de lo que su propio modelo le permite. Y este ir más allá sólo es capaz de lograrlo en calidad de simple esbozo de “la cosa en sí” precisamente gracias a la labor que cumple el principio de la analogía entre la Naturaleza como motor y la Historia humana.

Finalmente, vale plantear un par de preguntas. Se sabe que Kant es el filósofo de la libertad racional. Se sabe también que, dado este plan providencial de la Historia, el determinismo histórico aparece como un problema. ¿No será justamente esta dualidad entre libertad y determinismo, a primera vista imposible de zanjar, lo que decante en una especie de sistema moral como el que Kant postula en sus obras prácticas?


Me explico. La filosofía moral de Kant señala que el hombre a la hora de actuar libremente debe autolegislarse a través de una máxima universal: el imperativo categórico capaz de superar cualquier consecuencialismo egoísta. Este imperativo categórico pregona que debemos obrar sólo según aquella máxima que haría que nuestra acción también esté, al mismo tiempo que legitimada para nosotros, legitimada universalmente, en todo tiempo y espacio y para cualquier ser racional. En otras palabras, toda autonomía requiere de una legislación; toda libertad requiere de ciertos límites: legislación y límites que la propia razón otorga. Por lo mismo, y dado el carácter formal del imperativo categórico, ¿no sería la filosofía práctica de Kant una especie de fusión armónica y aplicada que surge a raíz de la combinación entre los problemas ya presentes en su Filosofía de la Historia, esto es, entre determinismo y libertad? ¿No sería esa necesidad por el deber basada en la autonomía racional del imperativo categórico una manera de autodeterminar nuestra propia libertad y, por ende, hacer florecer a nivel individual la dirección racional del perfeccioamiento propio del telos histórico?

miércoles, 10 de febrero de 2016

Sobre "Virgen con el Niño y seis ángeles" de Botticelli.

"Virgen con el Niño y seis ángeles" (1500, aprox.) de Sandro Botticelli.


La técnica de Botticelli es prodigiosa. Sin embargo, y al contrario de otros grandes maestros del Renacimiento, el énfasis de su pincelada no está puesta al servicio de la aprehensión visual que se desprende de las sinuosidades cromáticas de una escena determinada –como sería el caso de Leonardo con su sfumato-, sino en la narración simbólica de la historia, en la develación de un relato subyacente capaz de unificar todas las partes de la obra gracias a la intensidad y homogeneidad de los colores y a la estricta delimitación de las líneas.

¿Qué es lo que nos narra Botticelli en su “Virgen con el niño y seis ángeles”? En una primera instancia resulta bastante evidente: nos narra la historia de la futura Pasión de Cristo. Por ello, los cuatro ángeles más cercanos a nosotros, los cuales rodean las zonas laterales de la estructura piramidal compuesta por la Virgen y el Niño, levantan sobre sus manos los elementos que marcarán la muerte carnal de Cristo. Allí están desde la flecha que se incrustará en su costado hasta la corona de espinas con la que se intentará avergonzarlo, pasando también por la esponja remojada en vinagre y por los tres clavos de la cruz. Todos estos vendrían siendo los elementos propiamente mundanos que marcarán la Pasión de Cristo en tanto instrumentos de tortura.

¿Pero qué acción llevan a cabo los dos ángeles que yacen en la cúspide del triángulo? Ellos nos abren la escena de la ternura divina existente entre la Virgen y el Niño, la cual se encuentra determinada por la expresión de majestuosidad que representa la corona. Así, esos dos ángeles nos están dando a conocer un aspecto atemporal: abren las cortinas en señal de apertura y desocultamiento de lo divino. De lo divino de toda la escena. De lo divino en cuanto eterno y profético: la Virgen, el Niño y su camino venidero se alzan como estando allí, detrás del telón, desde siempre.

Si lo que caracteriza, como ya dijimos, el arte de Botticelli en general es su notable facultad narrativa, esto es, su utilización simbólica de los elementos puestos a disposición de una historia digna de ser desplegada en el tiempo, entonces bien podemos afirmar que en “Virgen con el niño y seis ángeles” su arte, el sentido profundo de lo representado no hace más que referir a la narración entendida como profecía.

En efecto, la profecía se distingue del pronóstico por el carácter adviniente de la primera en contraposición al tono escalonado del segundo: la profecía emana desde el futuro y se dirige inexorablemente hacia nosotros; el pronóstico proviene desde el más acá, desde el aquí y el ahora para ir consumándose gradualmente, paso a paso. Esto, en síntesis y aplicado a la obra de Botticelli, quiere decir que el oleo posee como fundamento significativo la conjugación de lo eterno propio del contenido de la profecía con lo temporal de su narración a nivel formal. Por ello será justamente el tiempo en su doble dimensión, como sucesión de acciones narradas, por un lado, y como anulación de sí mismo con miras a la eternidad, por otro, lo que se ponga en tensión a través de esta obra.

Así, antes de ser una expresión pietista de la Pasión de Cristo, pietismo en el cual el cuerpo y la sangre cobrarían un rol de piedad relevante, esta obra representa la sublimación apolínea de lo que simboliza dicha misma Pasión a niveles de contenido y forma: la amalgama perfecta entre la dimensión de lo eterno en tanto profecía adviniente y los modos mundanos de acceso a aquella profecía, esto es, la estructura narrativa de la temporalidad. 

viernes, 5 de febrero de 2016

Sobre la amistad y el enamoramiento.

Según el gran pensador francés Maurice Blanchot en el fenómeno de la amistad, al contrario que en la experiencia del enamoramiento, no hay flechazo.

Esto significa que la amistad ocurriría por un soterrado despliegue temporal, por una silenciosa y subyacente comunión entre los amigos antes que por la irrupción de un encantamiento posible de ser identificado en el tiempo por dichos amigos. En el inicio de la amistad no hay pruebas. La amistad, por ende, llega siempre antes que nosotros: cuando somos conscientes de que el prójimo se ha transformado en nuestro amigo la amistad ya se había forjado. ¿Cómo? Por sí misma. A lo más, podemos alzarnos como testigos del inicio de la amistad y nunca podemos afirmar con propiedad desde cuándo somos amigos de aquella persona. En el inicio de la amistad ocupamos un mero rol de actores secundarios. La amistad se autorrealiza. El inicio de la amistad no se elige; nuestra constatación sobre el amigo siempre nos sorprende. No es usual saber desde qué momento mi amigo se transformó en tal. En el fondo, al inicio de la amistad siempre llegamos con retraso. La misma alteridad que nos conforma es la que se encarga de erigir la más honesta amistad con el prójimo. Así, la amistad revela algo de maravilloso a la vez que de inquietante: nunca somos dueños a cabalidad de nosotros mismos.  

En contraste, si en la experiencia amorosa del flechazo podemos sostener que nos enamoramos de una mujer de golpe, ya sea por la significación de su belleza gestual o por el contenido inefable de su mirada inundando nuestra interioridad, esto se debe a que allí, en el enamoramiento, opera la irrupción de un evento que junto con remecernos nos obliga a responder, nos despierta y nos invita a mantenernos despiertos. La intensidad del flechazo amoroso es tal que nos sacude y, con ello, vitaliza cualquier posible cotidianeidad adormecida. En otras palabras, gracias al enamoramiento toda nuestra voluntad se vuelve presa de una finalidad: la finalidad que impone el objeto deseado movilizando nuestro propio deseo hacia él. En la experiencia del enamoramiento despertamos abruptamente, y por medio de un golpe de estupefacción, desde la más desinteresada cotidianeidad hacia la voluntad obsesiva del deseo. Podemos dar cuenta de estar enamorados de ella y saber incluso el momento exacto en que se grabó aquel instante súbito en el cual adquirimos la voluntad de conquista o el reposado placer de desear contemplarla por siempre. El flechazo es, en definitiva, el punto en que nuestra vida cobra un giro radical, a la vez que la posibilidad de poder nacer de nuevo en la medida que nos abocamos a la conquista o contemplación de un prójimo que nos sobrepasa.


En resolución, ambas experiencias, la del enamoramiento y la del inicio de la amistad, si bien se contraponen en muchos de sus elementos constitutivos también dejan traslucir la propia esencia de ser y saberse afectado: la acogida de lo Otro, la capacidad de hablar el idioma de lo involuntario y romper, de modo casi irracional, con la mismidad de un hombre absorto en sus propias cavilaciones para dar paso a los acontecimientos.

miércoles, 3 de febrero de 2016

Sobre la filosofía en general.

En las primeras páginas de su obra “La Filosofía” Karl Jaspers sostiene que la fundación histórico-etimológica de dicha disciplina se basa en una oposición con el ideal del sabio.

En efecto, si el sabio se caracteriza por ya poseer un saber y traducirlo a términos prácticos, es decir, por atesorar y poner en operación una determinada verdad, el filósofo, al constituirse como amante del saber (según la raíz griega philo: amor, y sophos: saber), cuenta con una actitud totalmente distinta: para el filósofo el conocimiento jamás llega a ser del todo hallado. Así, la filosofía es un ir en camino a la verdad, pero sin nunca llegar a poseerla, sin nunca cosificarla ni abrazarla con la frialdad dogmática de lo inmutable. La filosofía es, en última instancia, un ir en camino de la verdad, pues, como señalara Sócrates en el Diálogo platónico “El Banquete”, sólo se puede amar aquello que deseamos pero nunca es propiamente nuestro.

Esto significa, según mi lectura y siguiendo la comparación, que el sabio cierra su mirada al cuestionamiento y conmoción problemática del mundo una vez que encuentra el piso esencial en el cual sostener la existencia. En contraste, el hombre devoto de la filosofía no bebe de ella por asuntos de índole práctica, esto es, no va en busca de soluciones, sino que se siente arrebatado por el horizonte de sentido que ella abre, por la vibración del asombro y la erosión terrorífica de la duda. Por ello la filosofía porta consigo una promesa imposible de ser cumplida: la filosofía es puro exceso de sí misma, es puro pensar en el resplandor de las preguntas cuyas respuestas se transforman en otras preguntas. Así, pareciera ser que la filosofía es una especie de huella que han dejado estampada los dioses en nosotros: la aspiración a lo absoluto. Sin embargo, al mismo tiempo la misma filosofía transparenta la incapacidad del hombre por poder responder a cabalidad, por dar un golpe final y concluyente a esa idea de lo absoluto: la filosofía es razón limitada y finita, razón humanamente encarnada que se cuestiona por el ser y su sentido, por algo que va más allá de la razón misma. La filosofía, en resumen, sintetiza ambos polos más distintivos de la estructura de la existencia: la grandeza divina de nuestras aspiraciones en tanto promesa de sentido y la fragilidad de nuestra razón a la hora de resolver tal respuesta por el sentido.


En última instancia me parece que la filosofía es una actitud. Es decir, la filosofía es una emanación de los más profundo y originario del ser humano. En ella no hay respuestas fáciles ni definitivas; todo resulta problemático y el conocimiento que de ella se desprende se justifica transitoria o epocalmente para luego volver a cuestionarse de modo racional por la belleza del pensar. Y esta actitud incontrolable, esta actitud que nos hace inquirir mil veces sobre el sentido de la existencia, esta actitud que es la ciencia de las ciencias, lo más general dentro de lo particular, lo más universal contenido en el tiempo y el espacio, es un arrebato, un estar-tomados, un ser-poseído por lo que nos asombra y que habla en la medida de dicho asombro: la filosofía como el estar arrojados al camino de la verdad en cuanto deseo por el sentido. Y sólo siendo poseídos por ese Otro que es la promesa de verdad del sentido podemos encarnarnos en nosotros mismos, llegar a ser quienes somos, llegar a develar nuestra profunda constitución antropológica: la del desear hasta lo imposible con hermosa y frustrada lucidez.

lunes, 1 de febrero de 2016

Sobre el cubismo.

"Las señoritas de Avignon" (1907) de Picasso.


La supresión de la perspectiva que realiza el cubismo es plenamente dinámica, ya que pone en ejecución la noción del tiempo como posibilidad de recorrer el objeto representado por sus múltiples caras.

Lo que caracteriza al cubismo es realizar una operación pictórica de desplazamiento visual a partir del observador. Este desplazamiento consiste en que ya no jueguen un rol determinante dentro del lienzo los factores convencionales de la pintura moderna en lo que al espacio respecta, esto es, los principios de la extensión y la perspectiva. En efecto, el cubismo pondrá de relieve un elemento esencial al cual se someterá el espacio: el tiempo. Dicho de manera más gráfica, en "Las señoritas de Avignon" (cuadro, por cierto, protocubista) de Picasso ya late tenuemente la utilización de la dimensión temporal: el artista posee la capacidad de dominar el tiempo y gracias a ello captura elementos del mundo, del motivo al que representa la tela, como quien rodea una escultura por todos sus ángulos para llevar luego al lienzo bidimensional lo que su mirada recogió. Es justamente ese factor, el del dominio del tiempo en tanto prisma móvil que permite inspeccionar el objeto representado a través de sus ángulos seleccionados, el que se torna central dentro de dicho movimiento de vanguardia, desplazando con ello al espacio a un rol ya no hegemónico, sino dependiente y subordinado de una acción temporal tácita.

Así, la falta de perspectiva en el cubismo yace relacionada con la conquista de la temporalidad por parte del artista, quien se concibe capaz de abordar su obra pictórica recorriendo el objeto que representará -debido a esa extraña manera de plasmar “lo escultural” en la propia tela-  antes que la  adherencia mimética al instante fotográfico de la representación misma.

miércoles, 13 de enero de 2016

Sobre "Los jugadores de cartas" de Cezanne.

"Los jugadores de cartas"(1895) de Cezanne


Los dos hombres que juegan a las cartas parecen estampados en el ambiente cerrado de una cantina, dando la impresión que formaran parte de un todo homogéneo, de una atmósfera pulida bajo una y la misma materia, de una sustancia continua capaz de hacer vibrar tanto a los objetos como a los sujetos en una misma sintonía. Esta homogeneidad viene dada, evidentemente, por la tonalidad cromática que utiliza Cezanne al momento de representar la escena. En efecto, los colores ocres de las vestimentas contrastan levemente con el mantel, el cual se desliza sobre la mesa equilibrando la composición. Así, en esta obra Cezanne deja de lado el tema lumínico del impresionismo temprano para dar paso al problema de los volúmenes en tanto primacía de la intensidad de colores y de la distorsión de ciertas formas (como es el caso de los brazos levemente desproporcionados de ambos jugadores, de la botella que refleja una luz blanca y del sombrero alargado del jugador de la izquierda).

Sin embargo, y yendo más allá de lo meramente descriptivo, ¿qué significación profunda posee esta obra de Cezanne en un contexto como el de finales del siglo XIX, tan marcado por el naciente avance de la técnica en el horizonte europeo y la reproductibilidad fotográfica?

Me parece que Cezanne llega al clímax de su producción en esta obra precisamente por superar el modelo de la representación externa. Es decir, a Cezanne no le interesó representar el objeto visto, sino lo que vemos. En este sentido, nuestro pintor de la Provenza otorga un giro subjetivista al arte moderno para abrir sendas al contemporáneo: ya no se necesitará pintar, como hacían los realistas hasta unas décadas antes de Cezanne, a los objetos en cuanto objetos; lo que se pintará ahora será el modo de comparecer del mundo ante nuestros ojos. Lo importante será el modo en que nuestra conciencia recepciona, tiñe y hace vibrar al mundo. De este modo, Cezanne lleva a cabo algo que ningún instrumento ni cámara fotográfica puede hacer: develar ese lazo subjetivo que nos une a los objetos.


Por lo mismo, y para ser más concretos a la hora de analizar la obra, esta tela se halla cargada de una tonalidad cromática que deviene en el aura del recuerdo. Lo que palpita en su calidez es la referencia a una escena, cualquiera que sea, que resplandece con la vibración propia de la memoria. Recuerdo de un suceso que jamás presenciamos, recuerdo de una imagen nunca antes vista, recuerdo de ese niño que algún día grabó en su memoria a dos hombres jugando cartas en la cantina, esta obra de Cezanne sintetiza y aplica todo lo que en términos fenomenológicos se denomina la “intencionalidad”: el modo en que nuestra conciencia subjetiva actualiza la presencia de un objeto que le es donado a ella. Por eso, si particularmente en esta composición es el recuerdo el modo de darse de la obra de arte, o sea, la referencia a un pasado difuso, sin detallismos, y del cual conservamos sólo lo medular (los volúmenes, los colores, el ambiente), se debe a que Cezanne aborda la obra como un todo homogéneo, donde impera un aura de madera reseca, donde reina un olor a vestimenta cansada, donde finalmente se expande y vivifica la intensidad volumétrica. En fin, gracias a esa tonalidad cálida y omniabarcante de “Los jugadores de carta” se hace presente lo impresentado de la acción de recordar, el acto fenomenológico mismo del recordar. Por ende, lo que se pinta no es tanto el motivo, sino la motivación que desfigura el motivo: no hay objetos recordados sin sujetos que los recuerden. La síntesis consistente entre la intención subjetiva de recordar y el asunto objetivo de lo recordado es lo que se revela en esta obra.