sábado, 29 de octubre de 2016

Sobre la experiencia creativa en el arte. O el "estar-convencido-de-algo".

Lo reconozco. Estoy convencido de algo. Estoy convencido de ése algo con toda la certeza acrítica y ciega que implica la convicción y con toda la indeterminación que se evidencia al denominar un fenómeno específico con la palabra “algo”. “Estar-convencido-de-algo” es siempre riesgoso porque, si se lee bien, puede evidenciar la tensión entre dos polos que muchas veces no son capaces de articularse entre sí: por un lado el polo de la convicción, esto es, del dogmatismo, y por otro lado el polo consistente en llamar “algo” a un fenómeno que siempre es mucho más que simplemente “algo”, o sea, el polo del escepticismo.

Pero prosigamos con lo nuestro. De lo que me encuentro plenamente convencido es que sin arte, sin literatura, sin filosofía, es decir, sin esas expresiones humanas que, en un movimiento sumamente arbitrario, caracterizaré aquí bajo el término de “algo”, capaz siempre de sobrepasarse y excederse siempre a sí mismas, a su propia “algocidad”, la existencia sería menos soportable. Menos soportable y también menos enjuiciable. El arte y la filosofía, o la filosofía como arte, nos permiten mirar tanto la caleidoscópica verdad de cada uno de los horizontes de sentidos que forjamos a través del existir como también retratar nuestra aterradora experiencia de silencio derivada del abismo del sinsentido. Por ello, la convicción expresiva, el “estar-convencido-de” es valentía mezclada con cobardía: el deseo de poseer la verdad de la cual carecemos. La valentía reside en nuestro impulso inagotable por buscar o construir sentidos trascendentes a nuestra precaria finitud; la cobardía reside en lo mismo: en nuestro impulso inagotable por buscar o construir sentidos trascendentes a nuestra precaria finitud. Eso significa que en el “estar-convencido-de”, artísticamente convencido, opera la fuerza subterránea de un ímpetu narcisista: la de ser o querer ser el eje central de toda la existencia que nos rodea. A su vez, el “algo” en tanto indeterminación sobre el cual cae toda convicción expresiva, toda pasión artística, refiere a un grado creativo más avanzado, el cual asume la imposibilidad de sintetizar lo múltiple en lo Uno, el cual se desgarra al no poder religar el conjunto aislado de partes en un todo coherente. En dicha labor, en la experiencia de constatación del “algo” hacia la cual se halla (pre) destinado todo “estar-convencido-de”, puede atestiguarse el sedimento particular, el posible éxtasis o la profunda angustia, de esa pluralidad de sentidos o de aquel radical sinsentido. Así, el “estar-convencido-de-algo” como inicio y término de la génesis artística, significa justamente una ganancia de conciencia ante el tono trágico de la existencia estética en su calidad irreductible a criterios conceptuales. Es el tipo de conocimiento nebuloso e incesante que emana del arte mismo, desde la sabiduría honda de lo sin fondo, y no del rigor conceptual de un método científico a base de hipótesis y observaciones palpables.

Desde una perspectiva más mundana, me parece que entre la variedad de posibilidades que nos abren estas expresiones artísticas se encuentra la de trascender el campo disciplinar en que se insertan y reproducen. O sea, una de las principales formas de resistencia de lo artístico y lo filosófico ante un diseño institucional que tiende a separarlos en diversos compartimentos estancos consiste en superar aquel orden que le es impuesto por medio de un canon epocal en pos de volver a hacer resplandecer su constante desfase, su vibración nacida a partir de la más originaria inadecuación. En fin, los destellos resultantes de la fricción entre el “estar-convencido-de” que emana del artista o filósofo y la recepción de su obra en calidad de “algo” nunca del todo agotado representan este movimiento.


Así problemas como, por ejemplo, el del apego a la tradición en estas expresiones humanas no se daría a partir de un estudio riguroso de la literatura precedente, ni en la exégesis estética que se afana en rendirle pleitesía a un tiempo pasado para, quizás, acallar sus culpas presentes en la actitud necrofílica ante ese mismo pasado. Por el contrario, el primer apego a la tradición se da allí cuando se pone en tránsito el “estar-convencido-de-algo”, esto es, cuando manifestamos la convicción de esa pasión y voluntad creativa aceptando de antemano toda transmutación, toda trastocación del mensaje originario del cual creíamos ser sus amos, el cual pensábamos que nos pertenecía sólo a nosotros desde su nacimiento hasta su perecer, aquel mensaje de cuyo sentido creíamos ser la esencia. Eso quiere decir que el apego a la tradición se da, en una primera y básica instancia, en tanto hermenéutica del diálogo: en estar dispuestos a decir “yo”, a hablar desde el tiempo presente y conmovidos bajo nuestra singularidad, pero siempre abiertos a asumir que mi convicción creativa, que el “estar-convencido-de” terminará disolviéndose en el eco de un “algo” a los ojos del prójimo. Justamente en eso consiste el diálogo según Gadamer: no tanto en proyectar nuestras convicciones intentando persuadir al otro, sino en estar dispuestos a finalizar el diálogo con nuestras convicciones refutadas, a salir de la comunicación temblando de fragilidad, y con una actitud de auténtico asombro ante “el-estar-convencido-(sólo) de-algo”.

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