sábado, 29 de julio de 2017

Sobre el deseo (una vez más).

Desde la Antigüedad Griega, específicamente desde el Diálogo El Banquete de Platón, el fenómeno del deseo ha estado configurado a partir de una cierta noción de carencia. En efecto, este tipo de deseo atestiguaría la distancia entre el objeto deseado y el sujeto deseante: el deseo sólo ardería allí donde pudiese existir una diferencia fundada en la carencia que evidencia nuestra propia incompletud. Pero el ardor del deseo, a su vez, buscaría anular dicha incompletud. El deseo anhela la plenitud. De ahí que la mayoría de los deseos se esmeren obsesivamente en suprimir la distancia entre él y el objeto deseado intentando poseer a este último. Sin embargo, ¿qué sucede cuando llevamos a cabo la experiencia contraria, la experiencia de habitar el deseo? Es decir, ¿cómo operaría en esta lógica del deseo la voluntad de distender, de esperar o de postergar lo deseado en favor de hacer vibrar una imaginación que se abastezca de aquel impulso del deseo a pesar de no obsesionarse con su materialización, con poseer lo deseado? Creemos preliminarmente que este otro tipo de deseo expresado a partir de la imaginación (por ejemplo: fantasear con el encuentro entre nosotros y la persona deseada bajo posibilidades creativas que gozan más de la trama que del desenlace) pone en crisis la concepción platónica tanto en su variante impulsiva como contemplativa. Así, se daría un desplazamiento desde el clásico deseo de la carencia hacia un deseo de la espera (¿sin esperanza?), lo cual no significaría más que trastocar, quizás voluntariamente, la naturaleza del fenómeno: pasar de ser presa de la avidez del deseo a la domesticación o sublimación imaginaria del mismo.

sábado, 22 de julio de 2017

Sobre el ajedrez y las máquinas.

"Alguna vez los hombres tuvieron que ser semidioses; si no, no habrían inventado el ajedrez.”
Alexander Alekhine.

Desde hace algunos años los mejores módulos computacionales de ajedrez derrotan en efectividad a cualquier ser humano que ose enfrentarlos. La inteligencia artificial de estos programas ha derribado cualquier intento, incluso el proveniente de los mejores jugadores del mundo, de generar una lucha medianamente equilibrada en una partida de ajedrez. Actualmente la máquina ha terminado por desbancar al hombre de su cetro de privilegio en cuanto al rendimiento de cálculo y concepción estratégica. En el marco de una batalla ajedrecística el resultado es lapidario para el hombre. Si se aprecia desde la perspectiva exclusivamente competitiva, el hombre se encuentra superado por la máquina y lo seguirá estando cada vez con mayor distancia.

Además de este fenómeno actual, la máquina amenaza algo peor. Mucho peor. Ya no una herida narcisista contra la hegemonía histórica de la inteligencia natural del ser humano, sino también con agotar las posibilidades del ajedrez mismo. Dado que se trata de un juego con ramificaciones y árboles de variantes finitos (al contrario que el lenguaje natural, el cual no yace limitado por los contornos de ningún tablero en el cual desenvolverse), la amenaza consiste en que la máquina consuma todas las partidas y posiciones posibles, sean estas irracionales o no para la concepción humana. Dicha hipótesis es probable que se concrete en un futuro próximo gracias a los módulos cuánticos que se esperan construir. La amenaza de un “Ojo de Dios” que revele lo absoluto de la ejecución ajedrecística parece cercana.  Así, da la impresión que el ajedrez se halla condenado a su muerte tanto en lo referente a la lucha de la inteligencia natural frente a la artificial como también en el agotamiento de sus misterios concernientes a la revelación de todas sus posiciones posibles.

Hasta ahí el diagnóstico. Y también el pronóstico. Ahora bien, cabe preguntarse lo siguiente: ¿Es similar afirmar que la ya consumada derrota deportiva de los hombres frente a las máquinas y la futura resolución de todas las partidas posibles de ajedrez marquen la muerte del juego mismo? ¿Acaso el desarrollo de la dimensión estratégica, el cálculo táctico, la fuerza de juego e, incluso, el saber agotado el juego gracias al conocimiento que nos otorgan las máquinas será sinónimo de la pérdida del horizonte de sentido de la disciplina ajedrecística?

El ajedrez en su aspecto competitivo es una máquina. Máquina que puede ser absorbida por otra máquina. Máquina que sólo puede ser absorbida y resuelta por una homogeneidad ideativa que es otra máquina que maneje su mismo lenguaje artificial, espacial y cuantificable en una evaluación. Sin embargo, soy un convencido que el ajedrez no sólo se reduce a su dimensión deportiva, a la efectividad de quién derrota al adversario. Registrar un historial de victorias es aún más rudimentariamente cuantificable que la evaluación que los módulos realizan de una posición determinada en la actualidad. El énfasis en el resultado y las evaluaciones encubre el sentido que palpita detrás de éstos: el del propio ajedrez. Este sentido reside justamente en la comprensión, en la humanidad de la comprensión que se filtra por medio de esta máquina del placer mental y masturbatorio que es el ajedrez. La comprensión, en términos ajedrecísticos y extra-ajedrecísticos, significa ser capaz de integrar el por qué de una determinada jugada, la inteligibilidad de un plan a largo plazo, la virtud de distinguir conceptualmente puntos débiles y casillas fuertes. Todo eso es parte del sentido invencible del ajedrez: traducir en lenguaje natural, en lenguaje humano, aquellos aspectos propios del desarrollo del juego. La comprensión contiene una explicación (algo que pueden hacer las máquinas muy bien) pero con un necesario superávit de sentido en lenguaje natural (algo que nunca podrán hacer las máquinas). La compresión, desde un prisma hermenéutico-existencial, es al mismo tiempo asimilación de lo extraño como propio y de lo propio como extraño: asombro ante el sentido que intentamos aprehender mientras siempre se nos escapa de las manos. La comprensión del sentido del ajedrez por los hombres, aunque sea fragmentada y pasajera, es lo realmente inagotable, lo inmortal.

Por lo mismo, creo que la profundidad comprensiva del ajedrez, su sentido conceptual capaz de traducirse al lenguaje natural, a la ambigua belleza de las palabras, se funda en la encrucijada de la fragilidad humana: en su lugar de estar en jaque constante. Es el jaque que nos constituye en tanto seres que luchamos por lo absoluto del conocimiento a la vez que yacemos atravesados por los límites de la finitud.