sábado, 29 de julio de 2017

Sobre el deseo (una vez más).

Desde la Antigüedad Griega, específicamente desde el Diálogo El Banquete de Platón, el fenómeno del deseo ha estado configurado a partir de una cierta noción de carencia. En efecto, este tipo de deseo atestiguaría la distancia entre el objeto deseado y el sujeto deseante: el deseo sólo ardería allí donde pudiese existir una diferencia fundada en la carencia que evidencia nuestra propia incompletud. Pero el ardor del deseo, a su vez, buscaría anular dicha incompletud. El deseo anhela la plenitud. De ahí que la mayoría de los deseos se esmeren obsesivamente en suprimir la distancia entre él y el objeto deseado intentando poseer a este último. Sin embargo, ¿qué sucede cuando llevamos a cabo la experiencia contraria, la experiencia de habitar el deseo? Es decir, ¿cómo operaría en esta lógica del deseo la voluntad de distender, de esperar o de postergar lo deseado en favor de hacer vibrar una imaginación que se abastezca de aquel impulso del deseo a pesar de no obsesionarse con su materialización, con poseer lo deseado? Creemos preliminarmente que este otro tipo de deseo expresado a partir de la imaginación (por ejemplo: fantasear con el encuentro entre nosotros y la persona deseada bajo posibilidades creativas que gozan más de la trama que del desenlace) pone en crisis la concepción platónica tanto en su variante impulsiva como contemplativa. Así, se daría un desplazamiento desde el clásico deseo de la carencia hacia un deseo de la espera (¿sin esperanza?), lo cual no significaría más que trastocar, quizás voluntariamente, la naturaleza del fenómeno: pasar de ser presa de la avidez del deseo a la domesticación o sublimación imaginaria del mismo.

No hay comentarios: