Desde la Antigüedad Griega,
específicamente desde el Diálogo El Banquete de Platón, el fenómeno del deseo
ha estado configurado a partir de una cierta noción de carencia. En efecto,
este tipo de deseo atestiguaría la distancia entre el objeto deseado y el
sujeto deseante: el deseo sólo ardería allí donde pudiese existir una
diferencia fundada en la carencia que evidencia nuestra propia incompletud.
Pero el ardor del deseo, a su vez, buscaría anular dicha incompletud. El deseo
anhela la plenitud. De ahí que la mayoría de los deseos se esmeren
obsesivamente en suprimir la distancia entre él y el objeto deseado intentando
poseer a este último. Sin embargo, ¿qué sucede cuando llevamos a cabo la
experiencia contraria, la experiencia de habitar el deseo? Es decir, ¿cómo
operaría en esta lógica del deseo la voluntad de distender, de esperar o de
postergar lo deseado en favor de hacer vibrar una imaginación que se abastezca
de aquel impulso del deseo a pesar de no obsesionarse con su materialización,
con poseer lo deseado? Creemos preliminarmente que este otro tipo de deseo
expresado a partir de la imaginación (por ejemplo: fantasear con el encuentro
entre nosotros y la persona deseada bajo posibilidades creativas que gozan más
de la trama que del desenlace) pone en crisis la concepción platónica tanto en
su variante impulsiva como contemplativa. Así, se daría un desplazamiento desde
el clásico deseo de la carencia hacia un deseo de la espera (¿sin esperanza?),
lo cual no significaría más que trastocar, quizás voluntariamente, la
naturaleza del fenómeno: pasar de ser presa de la avidez del deseo a la
domesticación o sublimación imaginaria del mismo.
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