viernes, 3 de agosto de 2012

Fragmentos (VI).

Máscara (1941). Jackson Pollock.

Los esquizofrénicos somos artistas. Eso nos enseñaron. Artistas del imaginario. El carácter con que una alucinación se nos presenta a la conciencia es igual de intenso como una percepción sensible: las carcajadas de los mil demonios que portamos dentro son tan reales como las lágrimas que nos provoca Bach. Creamos, sin ser mérito nuestro, caleidoscopios musicales, imágenes de la nada, caricias de vapor.


La primera sentencia obviamente es falsa. Ningún esquizofrénico es artista. Para ser artista hay que ser un genial donador de sentido, un constructor de profundidades, un creador de una obra que tarde o temprano se termina por emancipar. Así que ningún esquizofrénico es artista. Digo, artista serio. Los esquizofrénicos somos más humildes. Somos meros ajedrecistas habitando un mundo personal, jugando contra nosotros mismos. Y si somos ajedrecistas es porque estamos arrojados a la existencia de un modo anticipatorio al tiempo y, sobre todo, al espacio: en cada alucinación la amenaza se ha tornado más fuerte que la ejecución.


Sin embargo dicha conclusión no es del todo cierta. Es verdad que yacemos proyectados pero no como un ajedrecista. El ajedrez sólo es lenguaje dentro del ajedrez: es intrínsecamente lógico pero fuera de él no hay nada más que un bostezo de Dios. Los esquizofrénicos, en contraste con los ajedrecistas, no tenemos un soporte particular y restringido, una materia prima con la cual realizar malabarismos calculatorios sin ningún mundo fuera de dicha materia prima (que, se entiende, son las leyes del ajedrez), sino que aspiramos a la totalidad: a trastocar las leyes mismas. En fin, los esquizofrénicos no somos ni artistas ni ajedrecistas (las dos profesiones más inútiles de la Tierra). Somos una tempestad infernal. De ahí todo lo demás. Ojalá haya quedado claro en esta primera página de mi diario.

miércoles, 1 de agosto de 2012

Sentido Rotativo.



No había sido una buena noche. Había sido, mejor dicho, una noche que llevaba meses. Meses de antipsicóticos que se le venían incrustando en los pliegues del cerebro tal cual somnolientas agujitas de acupuntura. Meses en los que tanto su familia como sus amigos (¿acaso no son los mismos?) aún no le perdonaban lo que había hecho. Meses en los que aprendió a creer en Dios pues dejó de tener confianza en sí mismo. Meses en los que ya no era capaz de escribir más de un párrafo diario. Meses, en fin, donde pudo haber encontrado la muerte más de una vez, pero de la cual logró huir luego de haberle robado un par de secretos.

¿Qué podía esperar si ya su deseo yacía ahogado en el calmo mar de la melancolía? ¿Una señal de sentido? ¿Una línea de fuga? ¿Una voz que lo emparentara con un lenguaje sin palabras? Fue después de pensar en todo ello cuando se decidió a actuar. Y todo lo demás vino por añadidura.


Así que se levantó de la cama, puso música de Rachmaninov (esos conciertos para piano que conjugan tan bien la esperanza con la desesperación) y la llamó a sabiendas que ella no contestaría, que jamás le iba a volver a contestar, que era imposible que los muertos hablaran, sobre todo, con su asesino. Su castigo era su única salvación. Y su salvación, después de todo, sólo era un medio para seguir castigándose, para no dejarla de amar y para estar siempre con ella aunque fuese del otro lado de ese río circular.