No había sido una buena noche.
Había sido, mejor dicho, una noche que llevaba meses. Meses de antipsicóticos
que se le venían incrustando en los pliegues del cerebro tal cual somnolientas
agujitas de acupuntura. Meses en los que tanto su familia como sus amigos
(¿acaso no son los mismos?) aún no le perdonaban lo que había hecho. Meses en
los que aprendió a creer en Dios pues dejó de tener confianza en sí mismo.
Meses en los que ya no era capaz de escribir más de un párrafo
diario. Meses, en fin, donde pudo haber encontrado la muerte más de una vez,
pero de la cual logró huir luego de haberle robado un par de secretos.
¿Qué podía esperar si ya su deseo
yacía ahogado en el calmo mar de la melancolía? ¿Una señal de sentido? ¿Una
línea de fuga? ¿Una voz que lo emparentara con un lenguaje sin palabras? Fue
después de pensar en todo ello cuando se decidió a actuar. Y todo lo demás vino
por añadidura.
Así que se levantó de la cama,
puso música de Rachmaninov (esos conciertos para piano que conjugan tan bien la
esperanza con la desesperación) y la llamó a sabiendas que ella no contestaría,
que jamás le iba a volver a contestar, que era imposible que los muertos
hablaran, sobre todo, con su asesino. Su castigo era su única salvación. Y su
salvación, después de todo, sólo era un medio para seguir castigándose, para no
dejarla de amar y para estar siempre con ella aunque fuese del otro lado de ese
río circular.
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