sábado, 19 de diciembre de 2015

Sobre las soledades y el lenguaje.

Existen a lo menos dos tipos de soledades entramadas con el lenguaje que se diferencian radicalmente la una de la otra.

La primera se trata de una soledad motivada por un arrebato de voluntad, una soledad deseada por el sujeto en un momento dado y concretada por éste en tanto logra desvincularse de un medio determinado o del peso agobiante de las miradas ajenas. Ahí está, por ejemplo, el furtivo retiro de la fiesta familiar, con sus risotadas de champagne y saludos añosos, para resignarnos a contemplar la cascada de estrellas que ornamenta el cielo de verano y ante el cual nos sentimos eternamente frágiles, inmensamente solos y, aún así, más en familia con nosotros mismos que con los de nuestra sangre. Esta soledad -la soledad por agravio o por desprecio- se alza como un lugar de encuentro del sujeto consigo mismo. Gracias a ella hay una reafirmación de nuestra interioridad en la que el relato mudo con que desarrollamos nuestro soliloquio, en la que las palabras impronunciadas que van articulando nuestra tristeza o enfado sin testigos, es capaz de llevarnos a una relación de sinceridad con nosotros mismos. Relación de sinceridad que precisamente yace configurada en la capacidad de expresarnos y construirnos por medio de ese lenguaje que vamos desplegando en silencio. En efecto, en ese tipo de soledades físicas y padecientes en que sólo contamos con la invisibilidad del lenguaje como único puente capaz de sostener la comunicación entre lo que somos y el modo cómo nos recibimos a nosotros mismos. Y justamente porque el lenguaje cumple a cabalidad su labor, esto es, porque el lenguaje refiere a algo que está fuera de sí mismo con perfecta armonía (en este caso eso que yace fuera del lenguaje pero a la vez absorbido por éste son nuestras propias vivencias subjetivas), es que el lenguaje mismo se torna invisible: mientras más efectivo es el lenguaje más pareciera que anula su capacidad representativa, más pareciera que su capacidad es presentar antes que re-presentar. Así, en dicha primera experiencia de la soledad física, el lenguaje operaría como si él mismo no existiese, operaría como si trabajase desde las sombras, sin ni la más mínima petulancia, presentando al mundo interior de nuestras vivencias tal cual como las sentimos. El lenguaje y su impresentabilidad a la hora de representar: el lenguaje como la región encubierta que eleva una ilusión de transparencia entre el sujeto y sí mismo.

Sin embargo, existe otro tipo de soledad que se funda y desencadena en las entrañas mismas del lenguaje. Esta soledad lingüística se basa en el sentimiento consistente en que las palabras no son capaces de expresar nuestra interioridad. Allí, en medio de una reunión festiva, nos hallamos junto a un familiar lejano al cual no veíamos hace muchos años; entonces a medida que la conversación va suscitando el contrapunto entre cálidos y nostálgicos recuerdos de infancia buscamos en vano combinar las palabras precisas que sean capaces de expresar lo que sentimos ante su mirada cada vez más desconcertada; pero no las hallamos porque la experiencia el éxtasis de la experiencia rememorada ha sobrepasado la función referencial del lenguaje. Es en este tipo de soledad lingüística donde ya no nos podemos concebir sino como seres que, dado el desencuentro entre su interioridad y el lenguaje, han fracasado en el acto comunicativo y que, producto de ello, se encuentran radicalmente solos. Solos no ya en sentido físico -como en el caso del primer tipo de soledad-, sino padecientes de una soledad más extraña y difusa, de una soledad inclasificable: la soledad de no ser comprendidos por nadie a cabalidad. No la soledad de la carne, sino la soledad del sentido que tiene la carne.

Si en el primer tipo de soledad el lenguaje emerge como invisible posibilitando la transparencia entre la interioridad vivencial del sujeto y su recepción discursiva, entonces en este caso de soledad lingüística el lenguaje se deja ver como problemático, como sustancia en crisis, como puente fracturado que impide el tránsito de la expresión de mi propia subjetividad hacia otras subjetividades. Por ende, en esta última experiencia el sujeto deviene puro ensimismamiento angustioso puesto que es incapaz de llevar a cabo el propósito ético del lenguaje comunicativo: decir algo sobre algo a alguien. Es la soledad de quien se desencuentra no sólo con una herramienta que siempre tuvo a la mano, sino que también es la soledad de quien desespera en el intento de trascender sus límites en pos de darle sentido a una vida en comunión con los demás: es la soledad del no decir-nos.

domingo, 29 de noviembre de 2015

Sobre la Quinta Sinfonía de Shostakovich.

Dimitri Shostakovich jugando ajedrez.

El contexto en el cual Shostakovich empieza a componer su Sinfonía N°5 (1937) es riesgoso. Si hasta hacía una década el compositor era visto por parte de la jerarquía estética stalinistas como el niño símbolo de la identidad musical soviética, dicho sitial empezaba a erosionarse a partir de la ópera satírica que había engendrado pocos años atrás, Lady Macbeth de Mtsenks (1934). En tal ópera nuestro Dimitri parodiaba ciertas actitudes de desprecio y aversión ante la burguesía adquiridas en Rusia posteriormente a la Revolución Bolchevique. Esto, sumado a elementos musicales vanguardistas e innovadores que fueron declarados como decadentes y burgueses, hicieron que los altos dirigentes de la estética soviética junto al propio Stalin fijasen su mirada en los próximos pasos musicales a seguir por Shostakovich.

En efecto, en medio de un clima tan hostil para un artista como el que imperaba en la Rusia de los años 30, esto es, con una política estatal de control sobre  las obras de arte, las cuales estaban obligadas a enmarcarse dentro de los cánones del realismo socialista (sencillez formal, comprensibilidad del mensaje, transmisión de voluntad social, veneración temática a la causa histórica, etc.), Shostakovich da luz a su Quinta Sinfonía. Esta obra, a primera vista, no sólo establecerá una transitoria reconciliación entre el músico y la alta jerarquía oficialista por yacer circunscrita dentro de los cánones exigidos, sino también llegará a ser un hito dentro de toda la URSS, una especie de himno apropiado por el proletariado soviético capaz de reflejar el espíritu victorioso y superador, la concreción de la finalidad última consistente en la supresión de las clases sociales y la transformación real de la utopía marxista.

Por lo mismo, no resulta extraño que esta Sinfonía pueda ser leída como una obra que solamente llega a triunfar en el último movimiento, en la gloriosa majestuosidad de los bronces y timbales que concluyen la merecida victoria que el hombre mismo se ha ganado luego de un mar de sangre, de dudas y de angustias derramada a través de los movimientos precedentes. Ésa, la lectura histórica, es la que vincula a Shostakovich con el realismo socialista. Allí, en el primer movimiento, están las descripciones de las marchas grotescas y satíricas con que el poder militar de ejércitos vendidos han servido los intereses miserables de élites burguesas. Posteriormente, en el segundo movimiento, el juego de los vientos al cual luego se integran las cuerdas deviene pura conciencia cínica, puro ideología, banal religiosidad, la cual se encuentra representada por un lirismo melódico que desemboca en unos últimos compases enérgicamente graciosos. Pero allí, cuando acaba la religión, cuando concebimos la finitud humana en su mera inmanencia, cuando el ateísmo se hunde en su propio abismo, es decir, durante el tercer movimiento, emerge la duda y el cansancio, la fatigosa mirada que instala la crisis de la materialización redentora de la utopía marxista. El tercer movimiento es el más desgarrador. En él las líneas melódicas y los stacattos anteriores han dado pie para la aparición de una confusión radical: ¿valdrá la pena luchar? De alguna manera Shostakovich escenifica el riesgo del nihilismo negativo: ya que Dios ha muerto, ya que nada tiene valor por sí mismo, ya que no hay un fundamento externo que garantice el sentido de la humanidad, ya que todas las cosas se diluyen en el viento que las envuelve como palabras vacías, ¿valdrá la pena luchar? Así, los compases de este movimiento se terminan de extinguir en una nada informe, llena de oscuridades, dudas y silencios. Será por ello que el último movimiento contará con toda una agudeza psicológica que, partiendo con la enérgica tensión de las cuerdas, tendrá que desarrollar estas temáticas presentadas en el tercer movimiento de un modo ascendente hasta lograr el triunfo final representado por la primacía absoluta de los bronces redoblados por los timbales. Es la historia del hombre de la cual el hombre mismo se ha apropiado: el proletariado ha subvertido su otrora carácter de clase dominada y ahora se alza victorioso en el lenguaje de la acción musical, se torna “en” y “para-sí” como sujeto que forja los designios del acontecer histórico.

Sin embargo, a pesar de lo plausible de esta lectura histórica (la cual de seguro fue la que satisfizo a los inquisidores soviéticos), de todos modos valga la siguiente interrogante: ¿por qué Shostakovich no compuso esta sinfonía como una obra programática? Es decir, al no haber ningún sustento literario de base a la música, se especula que Shostakovich dejó un margen de acción para plantear su inconformismo con la cercenadora política estética stalinista. Esta disconformidad se expresaría a través de ciertos angustiosos y desoladores pasajes del tercer y cuarto movimientos, en los cuales se transmite ese aire de opresión tan representativo en sus obras posteriores.

En fin, si el debate sobre el verdadero sentido de esos pasajes intercalados sigue abierto es porque una obra de arte tan sublime como la que Shostakovich nos donó con su Quinta Sinfonía admite una multiplicidad de interpretaciones conceptuales, lo cual, desde ya, marca el fracaso de toda política estética que intente coaccionar la polisemia artística.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Sobre dos tipos de ocio.

En nuestras sociedades contemporáneas marcadas por la hegemonía de la productividad económica y donde todo conocimiento teórico es reconocido en plenitud solamente allí cuando logra traducirse a términos prácticos, la experiencia del ocio ha sufrido una profunda mutación.

En efecto, si en tiempos de los griegos el ocio era visto como una de las condiciones de posibilidad necesarias para la emergencia de la filosofía (tal cual lo dejó expresado Aristóteles), principalmente gracias a la imposición de una tonalidad del alma caracterizada por lo contemplativo, actualmente la misma experiencia del ocio no cuenta con dicha disposición anímica que desemboque en lo filosófico. Y esto se debe justamente a que nuestro ocio contemporáneo no descansa tanto en lo contemplativo, es decir, no descansa en la templanza del alma que deja aparecer ante sí, con cierto grado de temor y retrocediendo a las (pre) ocupaciones materiales, los acontecimientos asombrosos de la existencia. Ya nadie palpita ante la apertura radical de una pregunta sin respuesta (¿por qué el ser y no la nada?) en la cual se deja transparentar la fragilidad y contingencia de toda existencia, su carencia de toda necesidad y el aura de terror que conlleva tal fragilidad. Ya nadie se conmueve ante el estremecimiento de las preguntas puesto que todos yacen obsesionados con las respuestas fáciles y presuntamente exactas. Eso fue lo que Heidegger denominó como respuestas propias de las filosofías de la presencia. O sea, respuestas de filosofías que siguen moviéndose en el plano de los entes en lugar que en el del ser, en lo óntico antes que en lo ontológico. Y la ciencia, como consumación de la metafísica moderna, ha dado múltiples respuestas arraigadas en el nivel óntico, en el nivel de los entes intramundanos, pero es incapaz de responder las preguntas por el sentido, por la esencia del acontecimiento. Así, si el ocio de la antigua Grecia contaba con la virtud de poder hacer vibrar el resplandor de las preguntas asumiendo una ignorancia extrema capaz de derivar en el terror del asombro y la aporía (como sucede en el diálogo “El sofista” de Platón), esto se debía a que las mismas preguntas no se contentaban con respuestas contaminadas por la exactitud de la ciencia o de las filosofías de la presencia.

Nuestro ocio contemporáneo, en contraste, es el resultado de un proceso histórico que no cuenta con la contemplación como base en la cual repose dicho ocio, sino que posee al aburrimiento como sustento. De ahí que el ocio actual sea algo tan perjudicial: tenemos un deseo de diversión, un anhelo como promesa fundada en nuestras experiencias pasadas, pero somos incapaces de concretarlo y esto nos lleva a un sentimiento de vacío constante, a un sentimiento de negación del mundo y, sobre todo, de negación de nosotros mismos; nos lleva a algo peor que la muerte: a desear la muerte. En el aburrimiento, como bien lo definió Humberto Gianinni, se manifiesta una degradación ontológica. Cuando habitamos el aburrimiento somos presa de nuestro propio egoísmo, de un egoísmo no moral sino existencial, el cual nos impide donarnos tanto al prójimo como a las cosas puesto que los vemos en su mera función de disponibilidad para nosotros y que en ese momento son imposibles de satisfacernos. Experiencia ontológica degradada, en el aburrimiento deseamos acceder a la mera dimensión de los entes, de las cosas como instrumentos para llegar a divertirnos, a (pre) ocuparnos de algo, y nos hallamos imposibilitados de embargarnos del resplandor de  las preguntas por el ser, puesto que todo gira en torno a nuestro egoísmo existencial. Y tiendo a creer que el ocio actual tiene por origen esa instrumentalización de los otros o del mundo que se resume en el aburrimiento. Por lo mismo se comprende que en nuestras sociedades contemporáneas el ocioso devenga cualquier cosa menos filósofo.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Sobre "La vocación de San Mateo" de Caravaggio.

"La vocación de San Mateo" (1599) de Caravaggio.


La llamada es sutil pero decisiva. El dedo de Cristo se alza en un movimiento sublime, ingrávido, de sagrada eternidad. La cita que ejecuta Caravaggio en pleno tiempo de la Contrarreforma tiene por origen, obviamente, al Miguel Ángel de la Capilla Sixtina. No es casualidad, entonces, que junto a Cristo, como protegiendo su cuerpo de cualquier mirada banal y curiosa por parte del espectador, se halle la figura de Pedro, representante de la Iglesia Católica, quien con un gesto mucho más tosco y mundano, también indica con el dedo a Mateo.

Más arriba, la luz desciende en diagonal desde algún lugar sin nombre otorgándole al cuadro su arquitectura profunda en contraste con el fondo sombrío. Adivinamos que Mateo, hasta antes de ese momento luminoso, se mantenía en la oscura labor de la recaudación de impuestos que absorbía, tal cual como dos de sus compañeros de mesa, el sentido de su existencia. Sin embargo, ahora Mateo es interpelado por un acontecimiento trascendente. Sin buscarlo, él mismo se ha encontrado gracias a la llamada que ilumina su camino. Sin buscarlo, el propio Mateo, incrédulo en un comienzo, temblando de dudas después y finalmente naciendo de nuevo y para siempre, consuma su autenticidad: el vivir desde sí mismo ya no en relación instrumental y cosificadora con los otros a través del dinero, sino el vivir desde sí mismo en gratuita confianza hacia el sobresentido revelado. Así, quizás Mateo venga a encarnar el vaciamiento más radical, el salto más riesgoso, el giro más drástico de todos los apóstoles: su existencia manifiesta una torsión absoluta en el tránsito abrupto que va desde las comodidades materiales y del afán de recolección económica hacia la espiritualidad de su apuesta. Mateo es capaz de acoger dentro de su alma eso que lo rebasa; Mateo es capaz de lo imposible; Mateo es capaz de Dios.

Por ello, por su carácter inanticipable e incontrolable, por ello, por la capacidad de irrumpir en la cotidianeidad más burda e inesperada, bien podemos afirmar que esta obra de Caravaggio retrata con una belleza extremadamente realista un fenómeno extremadamente metafísico, un fenómeno irretratable: la singularidad incomunicable de todo acontecimiento. Es decir, detrás de un motivo religioso, detrás de una técnica prodigiosa, detrás de una inmediatez visual que le confiere a esta obra una naturalidad fuera de serie, está latiendo todo lo que supera al lenguaje y a cualquier explicación arraigada desde nuestra propia e ingenua autonomía: el acontecimiento como la posibilidad de ser creados, cuando menos lo pensemos, por un Otro que siempre nos excede. Llámese Dios o acontecimiento.

lunes, 2 de noviembre de 2015

Sobre el conocimiento científico.

La mayoría de las veces tendemos a creer de un modo bastante simplista que las ciencias avanzan progresivamente en su labor fundamental, esto es, en la tarea de develar el conocimiento de eso que solemos a llamar realidad. Así, nos reímos de la añeja física aristotélica en comparación a la física inaugurada por Galileo y consolidada por Newton. A su vez, también nos causa cierto cándido rubor el comparar tan sólidas y a primera vista incuestionables teorías contemporáneas, como por ejemplo la teoría darwiniana de la evolución, con otras visiones antropológicas que han quedado sepultadas bajo los cafés derramados en mesas trasnochadas.

Sin embargo, no hay que olvidar algo que nos enseñó Kuhn poco más allá de mediados del siglo pasado: el conocimiento científico no progresa de modo acumulativo, sino de manera resignificativa. Esto quiere decir que la ciencia posee paradigmas inconmensurables entre sí. De esta forma no habría una relación de inferioridad por parte de la física aristotélica en comparación con la física de Galileo puesto que la primera yacería inmersa en un contexto epocal “onto-teleológico”, es decir, donde los objetos eran estudiados de acuerdo a sus propiedades esenciales y a sus posibilidades metafísicas de orden natural. En contraste, la física de Galileo introducirá la matematización de la realidad puesto que el contexto histórico del Renacimiento abogaba por un “deseo de exactitud” sobre los objetos estudiados con la intención, ya incipientemente proclamada en esta temprana modernidad, de dominar y transformar el curso de la naturaleza.

Así, porque las significaciones otorgadas a un fenómeno dependen del paradigma contextual en el cual dicha fenómeno se inscribe, Kuhn es capaz de afirmar que el conocimiento se resignifica  dependiendo de la época y cultura en que es investigado y de las funciones que cumple en determinada sociedad, siendo imposible tildar de inferior o superior la cantidad y calidad de conocimiento entre diversas épocas y paradigmas. Y si no puede haber juicio entre distintos paradigmas epocales se debe a que, junto con no existir un punto de comparación lo suficientemente neutral desde donde emitir el juicio, todo conocimiento se encuentra anticipadamente historizado y politizado, dependiente de la visión de mundo que la sociedad instaura. En efecto, no es casualidad que el darwinismo haya tenido su auge en plena sociedad liberal inglesa. Al ser una teoría que sostiene  la primacía de un modelo sin modelador y a plantearse en oposición a las ideas religiosas basadas en un paradisíaco punto final hacia el cual presuntamente habría de dirigirse la Historia hermanada con la Divina Providencia, viene a representar el correlato biologicista de toda una cosmovisión política consistente en la pasión por la idea de progreso indefinido.


Bueno, quizás al final hasta el mismo conocimiento sobre la realidad sea esclavo de su tiempo. Pero esta última reflexión ya no es conocimiento de la realidad, sino apreciación fatal de la tragedia propia del determinismo histórico.

lunes, 19 de octubre de 2015

Reflexiones sobre la noción de barrio.

En una primera instancia y visto desde una perspectiva cotidiana, la noción ideal de barrio yace determinada por referir a una comunión entre dos puntos dicotómicos: lo público y lo privado. Esta comunión que se manifiesta en el barrio debe ser entendida en términos de armonía y equilibrio. En el barrio no nos encontramos desnudos y expuestos ante el fenómeno del tránsito anónimo y pre-ocupado por las calles de la ciudad (espacio radicalmente público),  pero tampoco somos presa de una seguridad absorta tal como la que poseemos en nuestro domicilio (espacio radicalmente privado). En el barrio se llevaría a cabo una constante armonía entre lo propio y lo ajeno; una tácita apropiación  y equilibrio entre, por un lado, la materialidad simbólica que forma a éste y, por otra parte, la disponibilidad de nosotros para con él, como si se tratara de una especie de negociación invisible e inmemorial con aquello que, sin obligación alguna, acoge nuestro diario vivir.

Y si afirmamos que en la noción ideal de barrio se establece una relación armónica y equilibrada se debe a que en ella se expresa siempre un específico orden del mundo. En esa primera aproximación a la ciudad el barrio se alza como un espacio que no sólo conocemos y manejamos, sino que conocemos y manejamos porque comprendemos su importancia a nivel de convivencia: en el barrio convivimos con los Otros gracias a que estamos a su disposición con miras a un mundo común y, al mismo tiempo, los Otros pueden instalarse en nuestra historia personal gracias a que nos afectan íntimamente. Como si se tratara de una especialidad simbólica que tiende a desplazar sus propios límites, que tiende a ir y a venir más acá y más allá de sus fronteras, parte del barrio ingresa a nuestro hogar en la medida en que va forjando de manera dinámica nuestra propia identidad familiar. A la vez, pero en un sentido inverso, otra parte del barrio se proyecta hacia el campo en el cual somos vulnerables: las calles mudas de la ciudad. Y tal proyección se da bajo la forma de un puente mediador entre la seguridad ensimismada de nuestro hogar y la aventura citadina del riesgo propia de lo ajeno. En el barrio hay orden precisamente a causa de que estos dos componentes de lo público y lo privado yacen armónicamente equilibrados, esto es, sin superponerse uno sobre otro. Esto último posibilita que nos podamos identificar con un barrio en cuanto lugar de comunión. De esta manera en el barrio opera el deseo y la praxis comunicativa, los cuales poseen como resultado la primacía del bien común. Justamente esto significa que el barrio es, después del hogar, nuestra segunda naturaleza simbólica-espacial. Una segunda naturaleza que comprendemos precisamente por el hecho de estar sujetos a ella en su uso cotidiano.

Ahora bien, yendo al plano de la identidad podríamos decir que existe cierta circularidad en la actividad que vincula a ésta con el barrio. Así, los rostros ajados de las calles cargados de gestos e historias que se despliegan al interior del barrio cumplen la función de sintetizar el proceso dual de conformación de identidad. Nuestra identidad ejerce una doble dinámica en relación con el barrio: se perfila como constituida por y constituyente de éste . En efecto, nuestra identidad es constituida por el barrio cuando éste opera como un lugar simbólico-espacial susceptible de delinear el contorno de nuestros recuerdos, susceptible de soportar el escenario donde se deslizan las imágenes afectivas de nuestra memoria. En contraste, a partir de la carga de afectos y recuerdos, de gestos e historias, nuestra identidad es constituyente del barrio: no hay unidad barrial sin un lazo emocional o una idea que represente y condense la importancia de tal, no hay identidad barrial sin un concepto que comprenda en su interior nuestra propia intimidad. De ahí que la dinámica circular que relaciona a la identidad con el barrio posea un carácter virtuoso: es la mutua retroalimentación entre lo constituido y lo constituyente.

En resumen, en el barrio se manifiesta aquel primer vínculo de cercanía espacial con lo Otro, con los fenómenos que exceden a mi control domiciliario, esto es, con la calle en tanto terreno de tránsito abierto a los sucesos. Allí nos vemos avergonzados ante ese árbol de la plaza que lleva tallada en su piel nuestra fallida promesa de amor juvenil. Allí se proyecta hasta un curvo y desconocido horizonte la calle por la cual transitamos todas las mañanas para esperar la locomoción que nos lleve al desgastado lugar de trabajo. Allí, en el barrio, se cruzan rostros familiares y voces cálidas, los que van siendo reemplazados por otras caras y sonidos cada vez más difusos e irreconocibles a medida que nos alejamos de él.  Sin embargo, en nuestro barrio no nos extraviamos, no nos perdemos y, por ende, no tenemos la posibilidad de conquistarnos, posibilidad con la que sí contamos con ella en el trabajo auténtico. Pareciera ser que en el barrio, en ese lugar de emociones con el cual nos identificamos, hubiéramos estado desde siempre ahí: desde siempre sembrados para florecer dentro de sus nostalgias. El barrio viene a representar el terreno más próximamente seguro de lo común.


Finalmente, con la noción ideal de barrio mantenemos un lazo afectivo de doble constitución: puesto que representa un lugar significativo en la construcción de nuestra identidad, también nuestra carga de afectos le otorga sentido identitario al barrio mismo. Así, el barrio correspondería al lugar donde aquilatamos nuestras vivencias en cercanía experiencial con los Otros, donde nos hallamos destinados hacia la conformación de un Nosotros marcado por la primacía del bien común y, en último término, donde empezamos a hacer ciudadanía compartida.  

lunes, 12 de octubre de 2015

Sobre el lenguaje y su falta de origen.

La famosa frase de Nietzsche “no hay hechos sino sólo interpretaciones” pone en escena al lenguaje como protagonista principal de todo acto. El lenguaje, en efecto, vendría siendo la estructura configuradora de todo aparecer: todo lo que se presenta a nuestros sentidos ya aparece mediado por el lenguaje. El lenguaje preexiste al mundo. Y, como nos es imposible mantener un contacto desnudo y directo con el mundo, lo que hace ese lenguaje es referir siempre al lenguaje mismo. Toda interpretación es una cadena infinita de signos, un proceso de constante desplazamiento de éstos en función de asegurar un significado siempre ficticio. Por ejemplo: ¿Acaso es posible que el concepto general de "piedra" revele la esencia de un acto particular, de una experiencia vital como la consistente en sentir la aspereza de ella mordiendo la palma de nuestra mano? ¿Y no es acaso esta experiencia que hacemos de la dura aspereza de la piedra abrazada por nuestra palma algo que, a pesar de estar configurada lingüísticamente, es al mismo tiempo intraducible? No hay experiencia pura justamente porque no existen los conceptos puros.


Por ende podríamos afirmar que, en concordancia con lo señalado por Nietzsche, los conceptos no son más que metáforas olvidadas. Todo es metáfora de otra metáfora y así hasta el infinito. Máscara de la máscara. De esta manera, si una de las características principales del movimiento metafórico es la de relacionar dos imágenes distintas como si tuviesen un núcleo común sin que en esta relación se excluyan, sino más bien se potencien las diferencias mismas entre esas imágenes, entonces podemos aseverar que en la metáfora existe una ilusión. Es la conciencia de esta ilusión, o sea, el saber que las metáforas son metáforas, lo que hemos olvidado. Por lo mismo, por no distinguir su engaño, a estas metáforas olvidadas tendemos a llamarlas conceptos: terminamos creyendo que esos conceptos nos otorgan una vía de acceso directa a la dimensión metafísica de la verdad o del mundo, tal cual como si en ellos se transparentase el Ser. Pero hemos olvidado lo olvidado: que todo concepto no es más que una metáfora que olvidó su procedencia, una metáfora que dejó atrás para siempre lo inmemorial de su nacimiento. El lenguaje no tiene origen.

domingo, 6 de septiembre de 2015

Sobre la contraposición entre Schoenberg y Stravinsky.

Es bien sabido que filósofos como Adorno señalaron que con el atonalismo de Schoenberg se generaría un campo de revolución necesario (no contingente) que, al mismo tiempo de superar la gran tradición musical alemana (esa que nace con Bach y algunos de sus predecesores), sintetizaría lo más alto de ella misma. En otras palabras, el desarrollo históricamente necesario con que la modernidad se consumaría abriéndose más allá de sí misma estaría plasmado en la estética de Schoenberg en tanto artista capaz de elevar su nueva música a un campo determinado por la evolución histórica de ésta. Por lo mismo, Adorno considera a Schoenberg como el músico más prometedor de la modernidad tardía: en sus obras atonales se expresaría una ganancia de conciencia subjetiva gracias a la creatividad consistente en integrar los valores estéticos del pasado para superarlos y abrir, de ese modo, un nuevo horizonte futuro.

En contraste, la música de Stravinsky representaba para Adorno la absorción del sujeto por el objeto, esto es, la pérdida de todo vínculo real y vivencial con la tradición, la cual sólo sería tomada por el compositor ruso de manera fetichista y cosificadora. Adorno afirma ello a partir de la espacialidad-rítmica y repetitiva que predomina en su obra en detrimento de la evolución interna más relacionada con la temporalidad-melódica, con lo inmanente del movimiento y despliegue de la obra misma. Así, tanto en las obras del período ruso (“Petroushka” o “La consagración de la primavera”) como del neoclásico (“Pulcinella” o la ópera “La carrera de un libertino”) Stravinsky injertaría externa y abstractamennte una serie de fragmentos a modo de pastiche, tanto del folklor nacional (etapa rusa) o de la tradición musical europea (etapa neoclásica), que no guardarían relación alguna entre sí, sino que yacerían superpuestos de una manera arbitraria e imposible de intuir para el auditor. La utilización de dicho tipo de materiales alterados meramente de modo rítmico era, para Adorno, sinónimo de una marcada tendencia hacia la cosificación reproductiva del pasado en la que el compositor se limitaba a abordar a modo de utensilio esa tradición sin proponer ningún nuevo horizonte de sentido por el cual la música ampliase y enriqueciera su devenir, por el cual la música progresara en su transitar histórico necesario.

A la luz de lo anterior, bien podemos decir que Stravisnky es un compositor muchísimo más cercano a la posmodernidad que Schoenberg. Sin embargo, aquella etiqueta, lejos de representar un halago, bien puede significar –como de seguro lo sería para Adorno- una ofensa. En efecto, si la posmodernidad mantiene una relación nihilista con la tradición, una relación inclasificable y desestructurada consigo misma, siendo discurso de una voz vacía, máscara de máscara, pareciera que todo intento por legitimarla resultaría vano. Por ende, a lo más, la posmodernidad musical sería la constatación de una crisis: la crisis de la razón vuelta sobre sí misma y a la cual no le queda más que ironizar de mil y un modo diversos sobre la repetición de lo mismo.


Posmodernidad: ataque a las estructuras donde descansan los ideales de belleza, de coherencia interna e imitación naturalista de los objetos o motivos a ser representados. Posmodernidad: pérdida del sentido, muerte de Dios, disolución del fundamento. Quizás al final sólo nos queda aferrarnos a ese testimonio que Stravinsky nos donó en Petroushka a modo de invisible retrato de una época que le habría de advenir: una pura mecanización, un puro marionetismo a la deriva, donde la rigidez arbitraria de los objetos, su propia finitud, se impone ante cualquier desarrollo temporal y melódico, ante cualquier deseo que busque abrir una vía de trascendencia enraizada con la gran tradición que, querámoslo o no, se desvanece en el presente.

sábado, 22 de agosto de 2015

Divagaciones metafísicas: acerca de la noción de origen.

No es fácil hablar del origen. Y no lo es porque el origen siempre va más allá de sí mismo: en el nacimiento de algo, en eso que tendemos a llamar origen, no sólo se produce un darse, un estallido efímero de lo dado, sino una perseverancia en el despliegue de aquello dado. A esa perseverancia en el despliegue, a ese impulso que emana desde el amanecer del objeto dado hacia su propia madurez identitaria, bien lo podemos llamar esencia. La esencia como una fuerza activa que lucha por conservarse, por perpetuarse inmutablemente en el objeto más allá de las contingencias.

Pues bien, jugaremos con la siguiente hipótesis. Creemos que gracias a su evidencia e inmediatez lo que comúnmente entendemos por “objeto” es el lugar en el que ocurre el donde, es decir, el cuerpo en el cual se han de desarrollar las contingencias: todo donde es un campo de batalla en el que se manifiestan los fenómenos entendidos en clave de accidentes, fenómenos que van transformando al objeto. La esencia, en contraste, es el lugar del siempre, o sea, el soporte que permite aquel desarrollo de las contingencias, la condición de posibilidad de los fenómenos que se condensan en un objeto, la sustancia por el que los accidentes transitan, el piso sobre el que esos accidentes bailan de forma expresiva pero que permanece petrificada, inmutable, eterna.

Pero insistamos: ¿qué es el origen? Si el objeto es el donde y la esencia es el siempre, el origen no puede ser más que el desde donde siempre. Así, en las primeras páginas de su conferencia sobre "El origen de la obra de arte" Heidegger señalará: “Lo que es algo, cómo es, lo llamamos su esencia. El origen de algo es la fuente de su esencia." A nuestro juicio el origen es un desde donde siempre por la razón de constituir una condición de posibilidad de la esencia, esto es equivalente a decir una condición de posibilidad de la condición de posibilidad del objeto en tanto susceptible de ser accidente/accidentado. De este modo, vale señalar que el desde donde siempre es la cualidad del origen, es justamente la fuente desde la cual emana la esencia. La esencia posee una necesidad: la necesidad del origen. A su vez, el origen sólo aparece como parte constitutiva de un objeto gracias a la esencia: la esencia atestigua al origen, pues éste es el lugar de emanación (y quizás de determinación) de aquélla.

Y este desde donde siempre que representa el origen de la esencia de un objeto puede entenderse como lugar de la comprensión de la finalidad de una determinada cosa o valor. Así, por ejemplo en la filosofía clásica el origen de la esencia del guerrero vendría siendo la conciencia de la valentía, lo que es sinónimo de su virtud; o, en épocas más contemporáneas, el origen de la esencia de la obra de arte podría ser la sensación/problematización de la belleza por medio de la ficción. Por lo mismo, un objeto como tal sólo puede desaparecer radicalmente, sumergirse en la nada, cuando se destruye el origen de la esencia de dicho objeto, esto es, cuando se logra erosionar los lazos de esa íntima cadena que conforma el desde donde siempre. Y de dicho modo, para mantener los mismos ejemplos, el guerrero se degrada instrumentalizándose en mero militar al servicio de los intereses propios de los poderes de una nación; o bien el arte se degrada tornándose simplemente publicidad. A eso normalmente se le llama adulterar el sentido original de los valores y consiste en opacar la pureza de las condiciones históricas que están a la base de las posibilidades de un determinado objeto.

miércoles, 5 de agosto de 2015

Sobre la contraposición entre el "sí mismo" y el "yo" a la luz de Kierkegaard.

Si el sí mismo tiene la peculiaridad de alojar una multiplicidad de alteridades, bien podemos señalar que aquel sí mismo se constituye en comunión con las contingencias, con la permeabilidad de los accidentes. En efecto, ahí yace mi cuerpo involuntariamente enfermo, padeciéndome un tormento sin nombre, haciéndome sufrir por alguna insospechada razón y formando parte de mí; allí están mis deseos por llegar a ser quien no soy ahora, por liberarme de mí, por huir lejos de mi piel en busca de una biografía de otro que sea la mía; y también están mis dudas sobre mis acciones culpables, mis silencios, mis remordimientos en torno a lo que me avergüenzo de ser y que quisiera omitir de mí, mis arrepentimientos que den paso a un nacimiento nuevo capaz de lavar todo mi pasado. Dicho de otro modo, el sí mismo es una subjetividad de la apertura y el advenimiento: en el sí mismo somos afectados por fuerzas que en un origen nunca gobernamos pero que abrupta y sorpresivamente constatamos como siendo parte de nosostros, como nosotros siendo en ellas. Por ende, gracias al sí mismo se puede expresar la identidad de una manera móvil, nos podemos mirar ante un espejo distorsionante, espejo que no somos más que nosotros mismos reflejados en los abismos de nuestra enigmática y múltiple alma.

Por otra parte se encuentra el elemento dicotómico de esta relación con el sí mismo: el yo. Si, como dijimos, el sí mismo se halla próximo a las afecciones y su mutabilidad, a la aperturidad de ser esculpido por la alteridad, el yo, en cambio, se encontraría más cercano a la centralidad de la autonomía subjetiva. A la hora de construir un yo es indispensable fijarlo en el tiempo y el espacio, conservarlo como una estructura inmutable, instaurar sus cimientos iluminadores de una vez para siempre. Gracias a la confianza en la permanencia del yo puedo prometer y enorgullecerme en el cumplimiento de eso prometido; gracias al mantenimiento de ese yo soy capaz de  recocer mis obras como propias, mi trabajo como propio, mi vida como propia. En fin, el yo me legitima en cuanto idea metafísica: ésa es mi identidad, ése, sea cual sea, soy yo. La conceptualización del yo posee una rigidez que no tiene la aperturidad del sí mismo: el yo es un constructo metafísico con pretensiones de universalidad que reividica lo idéntico y se resiste a lo otro.

Como ya se habrán dado cuenta es precisamente entre estos dos polos de la identidad donde reside otra de las paradojas de Kierkegaard. Paradoja que siembra una opacidad. Al concebirse como una tarea, como un hombre por hacerse en la lucha por la identidad, el sujeto existencial pone en operación la relación entre el sí mismo y el yo. Pareciera decirse: soy un sí mismo que se promete constituir en yo, ésa es mi tarea. Pero a la vez también sabe que en ese decidirse del sí mismo en miras a concretarse en un yo hay mucho que se pierde, que se diluye, y otro mucho que se inventa. Pareciera ser que en Kierkegaard se respira una radical falta de reconciliación entre la experiencia del sí mismo y la conceptualización del yo. Y justamente será este un motivo más que nos llevaría a la desesperación; desesperación que no es más que la condición de posibilidad de los saltos de fe con que el alma busca aspirar, según Kierkegaard, a un estadio religioso.


domingo, 2 de agosto de 2015

Sobre "Las espigadoras" de Millet.

"Las espigadoras" (1857) de Millet.


La declinante luz del atardecer se desliza por sobre el cuadro como queriendo abrazar la totalidad de la representación. A lo lejos, resaltando del horizonte, se elevan los montes de trigo que más de algunas manos cansadas han erigido. Más allá, hacia la derecha, emerge la geométrica solidez de unas casas cuyos propietarios, amenazantes hasta en su ausencia, se jactan de habitar. Un poco más cerca un hombre a caballo controla a distancia el buen rumbo del trabajo. El telón de fondo de la escena se completa con una frágil carretilla sobrecargada, tal cual si fuese la metáfora casual del ambicioso deseo de acumulación de esos terratenientes que gozan de los frutos extraídos gracias a la explotación del pueblo. Y finalmente, en primer plano, nuestras heroínas: allí están las espigadoras, inclinadas al compás del reiterativo trabajo que curva sus espaldas.

La significación de esta obra plantea como elemento central los mensajes de denuncia y resistencia. Se trata de una denuncia a los procesos de explotación propios del trabajo campesino en un contexto de masificación, del cual el quehacer monótono, el esfuerzo inhumano y la fatiga irremediable son el testimonio de una injusticia sin nombre. Pero también se trata de una resistencia de ese otrora tipo de vida, del ethos cultural campesino, que viene a verser erosionado por los acontecimientos históricos que marcaron la época en que Millet desarrolló su arte: la consumación de la Revolución Industrial del siglo XIX. En efecto, dicha Revolución trajo aparejada una clara precarización del trabajo, la cual se caracterizó por transformar a los sujetos trabajadores en meros engranajes de la máquina de producción capitalista. Esto conllevará una enajenación tal que el trabajador, al ser forzado a abordar su trabajo con miras a la mera optimización de las ganancias de otro, se ve imposibilitado de proyectar su “interioridad” subjetiva en los procesos productivos. Y dichas espigadoras, vigorosas ante la adversidad, se sitúan en el áspero tránsito entre el antiguo modo de producción, capaz de propiciar un contacto simbólico de los trabajadores con la tierra, y el nuevo, aquel que enajena el sentimiento de identificación del trabajador con su trabajo. Las espigadoras, de esta manera, son el aún resistente testimonio de denuncia de un mundo que inexorablemente devendrá en ruinas debido a la irrupción de un capitalismo exacerbado.

Tal vez Millet -quien fue tildado de socialista y peligroso por la alta burguesía francesa-intuía levemente por qué debía plasmar en “Las Espigadoras” esa luz crepuscular que todo lo envuelve, como si fueran los últimos estertores de una tarde agónica: era el presagio de esa larga noche capitalista en la que todos, sabiéndolo o no, nos terminamos por hundir.

sábado, 1 de agosto de 2015

Sobre la gloria y la fama.

Se ha escrito mucho sobre la identidad de la Grecia Antigua como una cultura de la exterioridad. Una cultura donde el héroe se encuentra motivado por energías trascendentes a su propia personalidad individual: por energías que siempre guardan relación con la mirada de los otros que configuran el nosotros, con la mirada de una tradición venidera que lo recordará con orgullo más allá de su muerte o, en su defecto, que se olvidará de él producto de lo vergonzoso de sus acciones fracasadas. Las epopeyas de Homero así lo reflejan. En “La Ilíada” la virtud está en el honor: las muertes de Aquiles y Héctor, por ejemplo, se torna prestigio asegurado en la larga memoria de los hombres; la areté del guerrero, la valentía, es la que prima sobre toda la obra. Por otra parte, en “La Odisea” es la areté del hombre ingenioso, el cálculo creativo aplicado a solucionar un problema real, lo que prevalece en tanto digno de admiración. De este modo, ambas obras no sólo condensan los valores más altos de la tradición oral precedente, sino que además se proyectan como los manuales de educación que fundarán Occidente. Y todo a partir de una cultura del reconocimiento basada en la mirada del nosotros en tanto comunidad.


Me parece que en la sociedad actual la tendencia ha sido a permutar el reconocimiento arraigado en una comunidad de valores -como en el tiempo homérico- por la mera fama de caras vacías, por la respetabilidad de anónimos. De ahí la importancia que se le otorga a la fama en estos tiempos. La condición suficiente de ser famoso significa meramente ser conocido pese a estar vaciado de contenido sobre la comprensión del sentido profundo que nos llevó a destacar, o sea, ser un otro para unos otros. La fama, en consecuencia, no tiene valor alguno más que el de andar en boca en boca, como un flujo de aire desprovisto de todo significado. Lo que realmente interesaba a los griegos no era la fama, sino la gloria: el reconocimiento que solamente se logra por medio de la admiración de los pares, del nosotros, de todos aquellos que han construido la memoria pública de la polis hasta la eternidad.

sábado, 25 de julio de 2015

Sobre "La carrera de un libertino" de Igor Stravinsky.

William Hogarth.  "Manicomio", de la serie Rake´s Progress.


A continuación tomo del “Diccionario de la Ópera” de Kurt Pahlen el argumento de la ópera de Stravinsky “La carrera de un libertino”. Posteriormente realizo un breve análisis sobre la misma.

Argumento: Tom Rakewell se ha comprometido con Ann Trulove. Ambos parecen tener por delante un futuro de amor y felicidad. Pero el padre de Ann desconfía del carácter vacilante de su futuro yerno y quisiera verlo en una posición firme y segura. Eso no es lo que quiere Tom, en cuyo inconsciente duermen miles de deseos y veleidades. Entonces aparece una personalidad tenebrosa, Nick Shadow, una figura mefistofélica inventada por los libretistas y que no aparece en los grabados de Hogarth, y cuyo nombre (shadow = sombra) adquiere significación simbólica; Nick, por otro lado, es un popular nombre inglés del demonio. Shadow explica que ha sido criado del tío de Tom, que al morir dejó una enorme herencia a su sobrino; y quiere entrar al servicio de Tom, el sueldo carece de importancia, se puede negociar más tarde. Shadow lo lleva a Londres y comienza, como anuncia dirigiéndose al público, the rake 's progress, la carrera del libertino en el que se transforma Tom bajo la dirección de Shadow.

Aunque al principio se contiene por el recuerdo de Ann Trulove (también un símbolo: true love = amor verdadero), la vida lo introduce en sus formas más primitivas. Después del prostíbulo sigue el grotesco matrimonio con una atracción de feria, la «bab turca», un monstruo barbudo al que apenas se puede considerar una mujer. Al mismo tiempo, Tom quiere explotar un invento capaz de convertir las piedras en pan. Shadow está detrás de todo y cada paso conduce a Tom más cerca del abismo. No se puede impedir la quiebra financiera, la subasta de todos sus bienes se presenta en una escena casi fantasmal. Shadow cree que ha llegado su hora. Conduce a su señor, que en realidad es su víctima, al cementerio de una iglesia, en medio de la noche, y le revela ante una tumba abierta el salario que exige: el alma de Tom. Juegan una decisiva partida de cartas en la que, gracias a la intervención mística de Ann, Shadow pierde y cae muerto cuando dan las doce. Pero Tom no se salva. La locura se apodera de él y termina en el manicomio. Sin embargo, hay una transfiguración más allá de su final. La fiel Ann, que intentó ayudarlo varias veces, se le aparece como un cuadro de luz. Ann, en la escena tal vez más bella de la obra, acuna en su regazo la cabeza de Tom, destruido por la vida, y canta para que se duerma.

Por último vuelven al escenario todos los personajes de la pieza (como solía hacerse en la antigua ópera italiana y como hizo Mozart en su Don Juan) y sacan conclusiones de los hechos descritos. Lo hacen sin máscaras, sin pelucas y sin falsas barbas: en cierta medida regresan a nuestro siglo, que se ha servido de una fábula vieja pero siempre vigente para exponer la seriedad de la vida.

En “La carrera de un libertino” (1951) Igor Stravinsky rinde tributo a las óperas italianas del Siglo XVIII, como también al estilo clásico tan característico de las óperas de Mozart. Por lo mismo, muchos han denominado aquél período donde fue concebida esta obra como marcadamente neoclásico dentro de la producción del músico ruso. Aquí no escuchamos nada de aquel compositor poseído por la ebriedad rítmica propia de su ballet “La Consagración de la primavera” –esa obra de un primitivismo majestuoso-, sino la devoción por la mesura, por la pulcritud, por las formas y las estructuras, por las líneas melódicas largas y claras,  por las armonías de simpleza ornamental, en fin, por la justa medida como principio regulador. El retorno musical a la época dorada de la ópera, en pleno siglo XX, se conjugará de manera particularísima con el respeto por la tradición y buenas costumbres que se plasmará en el libreto de esta ópera.

“La carrera de un libertino” tiene su origen en una serie de ocho grabados realizada por el pintor inglés William Hogarth, artista que compuso la totalidad de su obra en el siglo XVIII. En ambas producciones -la serie de grabados y la ópera-, que cuentan con casi doscientos años de diferencia, impera un ambiente irónico destinado a moralizar la conciencia de los espectadores. En efecto, la narración en la cual descansa tanto al arte de Hogarth como el libreto de la ópera de Stravinsky, escrito por el poeta W. H. Auden, tiene por fundamento la crítica social. Crítica social que apunta, en el caso de Hogarth, al derroche de dinero, a la vida disipada, a los excesos sexuales y alcoholísticos susceptibles de atentar contra las solemnes costumbres que deberían imperar en el imaginario de una comunidad tan cohesionada e identitariamente definida como la inglesa. Crítica social que, en el caso de Stravinsky - Auden, remite a la inautenticidad de los hombres, los cuales, motivados más por las inclinaciones asociadas al placer antes que por una decisión y compromiso existencial sobre el sentido de su vidas, se entregan a los vaivenes de la fortuna y el azar sin lograr mérito alguno por llegar a merecer lo que se les concede.

Así, la obra de Stravinsky - Auden se aproxima al género operático principalmente bajo el signo de la moraleja: su obra pretende dejar una enseñanza concreta, la cual, en este caso, es la de esforzarse por decidirnos a construir nuestro horizonte e implicarnos en el trabajo de realización de nuestro propio camino. En cierto aspecto, el libreto de la ópera apela a hacer emerger una metaconciencia que busca liberar a los hombres del vicio instintivo, de la inclinaciones hedonistas, para hacerlo ingresar en el dominio y la conquista de su propia existencia. Y el lugar desde donde se ejercerá dicha conquista de la existencia será, paradójicamente, el amor. El amor como el más vibrante y a la vez sencillo de todos los afectos, como el menos dominante de todos los afectos. Es decir, el amor incondicional representado por Ann y el cual tiene a Tom por destinatario, será el sentimiento que, gracias a la entrega del ser para el prójimo, nos abrirá desde el ensimismamiento de la cárcel individual hacia el deseo de trascender nuestras limitaciones con miras a una plenitud que es pura donación, puro vivir para el otro amado.


No obstante, si bien este amor de Ann salva transitoriamente a Tom del Infierno con que finalmente lo amenaza el demoníaco Shadow, no logra salvarlo de la locura. Locura que es el precio a pagar por todos sus pecados, locura con la que Tom se logra dormir, esta vez para siempre, creyendo ser el Adonis que, en un gesto hiperbolizado de su juventud en el campo junto a Ann (como se inicia la ópera), pierde a su Venus tal cual como si se tratase de divinidades mitológicas. Será esta exageración demencial, esta maximización delirante de lo que representa la pureza del amor, el único modo posible de que Tom, una vez arrepentido de su otrora vida pecaminosa, logre vivenciarlo: el amor como insoportable tristeza ante la ausencia de la amada. Así, Tom, si bien progresa ascendentemente a lo largo de toda la obra desde que se relaciona con Shadow hasta que se desprende de él, nunca es capaz de desprenderse de su propio yo, de su propia esencia: se encuentra preso del egoísmo consistente en, aun estando enamorado, mantenerse inmerso en el terreno de la mera posesión. Por otro lado, será Ann quien, dejando partir a Tom de esta vida y guardando para siempre su amor incondicional para con él en un terreno metafísico, sea capaz de alzarse como el modelo a seguir de toda la obra, esto es, quien se alce como la encarnación del amor genuino.

viernes, 17 de julio de 2015

Sobre "La Muerte de Marat" de David.

"La muerte de Marat" de David. (1793)


Existen ciertos hitos, cierta concentración de sucesos históricos en un plazo reducido de tiempo que determinan el devenir de toda una sociedad o, incluso, de una civilización. Esos momentos históricos, que podríamos llamar revolucionarios, se caracterizan por la conjugación de lo artístico con lo político, de la sensibilidad estética puesta espontáneamente al servicio de un ideal social. Es así que la obra de David, "La muerte de Marat", yace circunscrita dentro de aquel escenario revolucionario en el cual el tiempo histórico pareciera anudarse sobre sí mismo. La Revolución Francesa corresponde, en este caso, al suelo político que se manifiesta en calidad de contexto de esta obra.

No resulta extraño, por ende, que David, pintor afín a los ideales de la Revolución además de cercano amigo de Marat, nos presente el asesinato de este último, periodista y activista comprometido con la causa jacobina, como la constatación de una traición a la vez que como testimonio de una nueva concepción político-estética. En efecto, la obra es capaz de utilizar una técnica casi minimalista, de gran sencillez y economía de elementos (principalmente está construida a partir de verticales y horizontales) con el objetivo de plasmar esa nueva concepción de mundo que la Revolución trae consigo. Esta concepción de mundo se basa en la secularización, es decir, en la desmitificación de esa religiosidad católica, tan apegada a la monarquía, pero manteniendo sus estructuras subyacentes ahora dotadas de un nuevo significado. Esa secularización será el rasgo esencial que distinga a la modernidad. Así, el brazo derecho de Marat vencido fuera de la bañera en la cual fue asesinado representa el mismo gesto de honda tristeza, de irremediable desolación, de caída final, que el de  Cristo en "La Piedad" de Miguel Ángel. A su vez, el rostro del asesinado trasluce la leve y fugaz transición desde el instante en que el cuerpo expira su último dolor hacia el descanso eterno. Sin embargo, quizás el rasgo más llamativo de esta secularización se encuentra en la sombra que se eleva en diagonal con miras al silencio de la nada, ascendiendo hacia la oscuridad de la parte superior del cuadro. Será justamente esta elevación, este diluirse del aliento en la finitud, la idea que le reporte coherencia interna a la obra en su nivel significativo. Esta idea corresponde al mensaje del ateísmo más glorificante, al de quien asume, sin la desesperación del que está perdiendo algo, todo lo perdido; al de quien asume su falta de trascendencia con la dignidad del que una vez traicionado dice adiós a este mundo dejando de lado el afán de perpetuarse en una eternidad merecida pero inexistente. En resumen, estos tres elementos (la mano derecha de Marat en rememoración de "La Piedad"; el rostro del asesinado como última exhalación del aliento del personaje; y el esfumarse de su alma en la sombría nada que se eleva en el fondo oscuro) marcan el giro que David le imprime, desde el ateísmo más dignificante, a la traición sobre Marat en tanto reflejo de toda una visión de mundo moderna.

De esta manera, “La muerte de Marat” condensa la noción de secularización en su sentido ilustrado: la superación de las supersticiones mítico-religiosas en función de un estadio nuevo en la historia de la humanidad. Estadio que pretendía dejar de cargar con las ilusiones y espejismos propios del cristianismo para acceder a un reino de ciencia y filosofía positiva, de política liberadora, de arte neoclásico y optimista. Los cimientos sobre los cuales se sostendrá este nuevo mundo moderno seguirán estando, no obstante, aún contaminados de una fuerte religiosidad secularizada (léase, por ejemplo, las nociones de verdad absoluta, de historia universal o de unidad de la humanidad, todas en mayor o menor medida también heredadas del cristianismo). Por ello, "La muerte de Marat" es una obra aún viva no sólo desde la eterna vitalidad del arte, sino también desde los temas que es capaz de transparentar a nivel de su situación histórica.

domingo, 12 de julio de 2015

Sobre el retrato de Frida por Iturbide.

Iturbide. De la serie "El baño de Frida."


A cincuenta años de la muerte de Frida Kahlo es abierto su baño. Se observan dos muletas. Dos muletas de pie, erguidas al interior de una tina seca, la cual nos deja ver sus elementos de funcionamiento: sus llaves cerradas que descansan inertes en el aséptico trasfondo blanco. El baño, lugar afectivo en el cual todos nos encontramos con una intimidad húmeda y esquiva de nuestros desechos, constituye, en este caso, el recinto donde el dolor siempre está presente. Presente hasta en la ausencia del cuerpo dolorido. Sí. Hay tanta alma en el cuerpo de Frida, hay tanta ausencia de ella entre sus objetos y pertenencias, que en el fondo nos hallamos ante la presencia de un dolor insondable: como el eco de un aullido desgarrador que se da de cabeza contra las paredes de ese baño sin poder salir nunca de él.

Y si Iturbide, la gran fotógrafa mexicana, es famosa por ser capaz de poner su mirada en esas grietas de la realidad por donde logra filtrarse lo simbólico, lo onírico, lo incosificable, donde logra la imaginación fluir en aquello que está a la mano, también lo es por recurrir a la magia. La magia consistente en develar capas más profundas, ingobernables, de una realidad que se nos dona repleta de un sentido misterioso e inaprensible. Como si por medio de su fotografía viniese a poner en crisis la realidad misma desde el ojo desnudo que la contempla. Como si a través de su cámara lograse mostrarnos que la fotografía no es un artificio más, sino la pincelada fiel con que la realidad se colorea invisiblemente a sí misma.

Por eso, porque la realidad siempre les termina jugando la última broma a los que ingenuamente piensan que conocen su presunta mecánica- e Iturbide está allí para dejar testimonio de esa ácida ironía-, es que la presencia vacía de Frida en su baño se conecta, de un modo extrañisímo, de un modo imposible, es decir, del único modo posible dentro del realismo mágico de Iturbide, con una fotografía que capturó en algún lugar eterno de cualquier geografía, quizás muchos años después, quizás como voz de un tiempo circular en el cual la vida logra dialogar con la muerte. Se trata de la fotografía perteneciente a su serie “Naturata”. En esa última imagen se muestra a un racimo de cactus heridos, restringidos en su movilidad,  los cuales parecen ser sostenidos por andamios de madera, una estructura que amputa, que impide el espontáeo desarrollo de los cactus. Están los cactus explotados. Están los cactus extraídos de su savia. Y allí, en ellos, está Frida. Iturbide la retrata. Iturbide la vuelve a encontrar, ahora en cuerpo y alma, recostada en alguna cama sobre las costrosas sábanas de todos los desiertos del mundo.

Iturbide. De la serie "Naturata".

domingo, 21 de junio de 2015

Sobre las "Tres Gracias" de Rubens.

"Tres Gracias" de Rubens.

La escena se inscribe en una mañana eterna. Los animales que pastan al fondo izquierdo del cuadro se alimentan con tierna liviandad, fluyendo en su naturaleza, como si el mínimo detalle de su presencia estuviese vinculado, de algún modo misterioso, con la armonía de las tres figuras centrales. Las tres Gracias -deidades menores venidas de la mitología griega y originalmente protectoras de la familia- danzan circularmente en compañía de un velo transparente. Velo transparente que significa la ausencia de lo escondido, la manifestación de lo develado: entre ellas ya no se hace necesaria la vergüenza ni el pudor; no hay remordimiento ni contención. Sólo para nosotros, los espectadores, nos es censurada la visión que, junto con darnos lo prometido, diluiría nuestro deseo actual.

¿Pero cómo se vincularían precisamente aquellos animales, representados de modo muy secundario en la obra, y las tres Gracias que ocupan el lugar hegemónico? Me parece que el contraste en el cual se desarrolla el cuadro supone esta diferencia esencial entre la mecánica animal, es decir, la mera subsistencia básica, y la consumación de la vida humana: la felicidad. En efecto, Rubens es el pintor –al igual que Haendel en la música- de la felicidad, del Paraíso en la tierra. Dicho más radicalmente: con Rubens se abre el camino para un punto final que es pura distensión, puesto que en su obra la felicidad representa el objetivo de la naturaleza humana en ascendencia a lo divino, y dicho objetivo -la felicidad- sólo se obtiene cuando no la tomamos como el objetivo central, cuando paradójicamente nos abandonamos en ella, cuando nuestra voluntad deja de añorarla. Por eso precisamente la felicidad es distensión del instante y desprendimiento de sí mismo: sólo somos felices allí cuando nos olvidamos de querer serlo, cuando nos despreocupamos de nosotros mismos, para darle paso a la medida de la experiencia que nos embarga. Por eso la felicidad es encarnación de lo infinito: sólo experimentamos la felicidad allí cuando nos aproximamos a lo divino del esperar lo deseado sin desesperación con tal que así surja lo inesperado en el rostro del prójimo, como en la mirada dulce de las Gracias.

A su vez, podríamos decir que los animales no tendrían posibilidad de encarnar esa felicidad a la cual el hombre accedería en tanto sujeto capaz de elevarse hacia lo espiritual de un Otro distendiendo el instante, temporalizando el mero placer. Esa felicidad humana y no animal que yace expresada de gran manera en la luminosidad que emana desde la ronda circular. Felicidad sensualista con que las carnes bañadas por una fuente de agua fresca se mueven por sí mismas, bailan dentro del baile, ríen al interior de la risa. Felicidad, en fin, que espiritualiza la materia. En efecto, en el gesto con que la Gracia central presiona moderadamente con su mano izquierda el brazo derecho de otra Gracia, haciendo de aquel hundimiento tanto una especie de seductora invitación a su compañera como una señal inequívoca del refinado deseo de ella misma. Eso es espiritualizar la materia. Los medios que utiliza Rubens para hacernos partícipes de su felicidad pertenecen mitad a nuestra carne (el deseo) y mitad a nuestro espíritu (la sensualidad). Así, el único modo de concretar dicha felicidad es no saber plenamente qué se posee, ser ignorante de nuestra propia condición: pasar del deseo egoísta consistente en el mero desear el objeto deseado, al deseo sensualista fundado en un desear que me deseen como yo deseo, es decir, desear la interioridad del prójimo con el sentido puesto en lo inesperado, en lo asombroso, en lo infinito de su mirada depositada sobre lo infinito de la mía.

sábado, 30 de mayo de 2015

Sobre El Bosco.

Tríptico de El Bosco "El Jardín de las Delicias" (1500-1505)

A veces el arte opera como terapia: el artista sana de su enfermedad individual justamente gracias a la creación de la obra de arte. En efecto, allí, en el proceso de producción de la obra, el enfermo es capaz de desviar la mirada de sus propios tormentos e inundarse de los espejismos estéticos, de los analgésicos transitorios que acallan sus desgarros. Incluso este sujeto artístico puede adquirir un estilo definido, una identidad artística, que trascienda el tópico y los motivos de la enfermedad misma, provocando una superación radical de dicha enfermedad. A ese sujeto el arte le ha salvado la vida y, por ende, él le consagra su vida al arte. Todo para no volver a enfermar.

Sin embargo, existe otro tipo de relación entre el artista y la enfermedad. Una relación, si se quiere, circular. Ese tipo de relación no opera como mera terapéutica, sino bajo la constante dinámica de posesión/exorcismo. Así, las obras de El Bosco, a mi juicio, se inscribirían en este tipo de movimiento. En el arte de este pintor la primacía del pecado, la oscuridad de la culpa, la física del justo dolor ocupan un lugar central. Hay demasiado cuerpo en las almas. Es precisamente esta relación, la del hombre con su destino pecaminoso y, por consiguiente, con el eterno castigo allí cuando ya no hay redención alguna, la que se constituye en motor de un fatal vaticinio: la naturaleza caída del propio hombre. No hay superación. No hay punto de fuga ni vía de escape. Por eso mismo, en la obra de El Bosco se advierte un surrealismo incipiente: es el inconsciente, el mundo de figuras oníricas y de tempestades infernales, el mundo de pesadillas arquetípicas y de angustias circulares, el que ha emergido e iluminado sus cuadros. Y sólo pintando esos demonios, sólo representándolos en la obra, sólo prolongando sus carcajadas sin fondo en la materialidad de los cuadros, es posible calmar ese terror, exorcizándose en un acto que le permita continuar pintando o viviendo, lo que para El Bosco es lo mismo. Terror que ronda no sólo en sus escenas infernales, sino también en sus obras consagradas a santos y personajes religiosos.

¿Y dónde residiría el origen de esta terrorífica dinámica circular? Me atrevería a decir que en lo grotesco. Lo grotesco, en tanto herencia de un imaginario medieval, yace como fundamento en lo cual descansa el terror, el mal, el castigo. Pero también es, al mismo tiempo, el lugar donde se ejecutaría la sublimación. Por eso para El Bosco, moralista satírico, denunciador de los vicios medievales, inverosímil pintor de los pecados reales, lo grotesco cumple una doble función: por un lado es testimonio y constatación del grito de sus propios demonios y, por otro lado, es un analgésico que lo alivia en el acto de representar a tales demonios. Pero nunca es superación.

La enfermedad circular de El Bosco consiste en cargar con una grotesca cosmovisión medieval allí donde el hombre se encuentra incipientemente liberado y motivado para crear un arte humanista en pleno Renacimiento; es decir, carga con la culpa epocal de ser un eco distorsionado del Medioevo allí donde la represión se halla debilitada: su culpa se hace más fuerte allí donde ha perdido su objeto, allí donde se la porta como irremediable. El arte de El Bosco, a su vez, consiste en el acto de exorcizar dicha culpa: en el advenimiento de lo onírico depositado en un lugar vacío (la tela o madera, el espacio a ser pitado; la vigilia, el espacio a ser vivido) para crear a partir de la materia de los sueños, lo grotesco, un mundo de castigos, y dolores capaces de remediar aquella culpa. En definitiva, su obra se constituye en un grito. Un grito que, como todo grito, no sólo es evidencia testimonial del tormento, del dolor del alma que, en este caso, aqueja a El Bosco, sino que al mismo tiempo es un analgésico, o sea, una puerta de salida transitoria a aquellos propios tormentos encadenados que no tardarán en volver a repetirse.

miércoles, 6 de mayo de 2015

Sobre "Los embajadores" de Holbein.

Los embajadores (1533), Holbein el Joven .


Allí están. Se despliegan orgullosamente ante nuestra vista. Sí, allí están. ¿Quiénes? Nosotros. Todo de lo que la Modernidad occidental se ha jactado, todo lo que piedra por piedra construimos yace simbolizado en esta obra de Holbein el Joven. No sólo se encuentran dispuestos en plena evidencia los dos embajadores que, instalados desde las coordenadas epocales del Renacimiento europeo y sus políticas tanto expansionistas como imperialistas, tienen al mundo entre sus pertenencias. También cuentan entre ellas con los avances que la humanidad había forjado hasta dicha época como es el caso del conocimiento científico y de las expresiones artísticas. Así, ante nuestros ojos desfilan, por ejemplo, desde valores técnicos como el control del tiempo representado por el reloj de sol hasta el conocimiento del cosmos representado por el globo de constelaciones; desde corpus teóricos como el orden matemático de las partituras musicales hasta el laúd en tanto encarnación del placer de la música. Todo en esta obra es ostentación, regocijo, autosatisfacción. Es el poder del hombre, un poder-ver y un poder-hacer, el que se manifiesta en cuanto lugar de primacía. Así, no deja de resultar certera la posición que ocupa el crucifijo, arriba y a la izquierda, perdido entre las sinuosidades de los pliegues de la cortina como simbolismo de la pérdida de centralidad del mensaje y la práctica cristiana. En efecto, el hombre ha usurpado su lugar, ha desplazado, gracias a la política y a la Iglesia, gracias al conocimiento y a las artes, a un sitio meramente ornamental, aparentemente insignificante dentro de la obra,  la verdad sobre el sentido de Cristo, convirtiéndose en un detalle irrelevante o un adorno desgastado que sólo por medio de un olvidadizo descuido ha tenido la suerte de aparecer. El Cristo de la Pasión, el del crucifijo sangriento, el que consuma su discurso por medio de sus actos, ha quedado casi invisibilizado.

Sin embargo, si prestamos atención, hay otro elemento que configura el cuadro desde la centralidad inferior. Se trata de un cráneo pintado bajo la técnica del anamorfosis (técnica consistente en la desfiguración cóncava o convexa de una imagen). Este cráneo es, sin duda, el símbolo escondido que le da consistencia a todo el cuadro a nivel significativo. Simbólicamente hablando -sobre todo en la tradición pictórica renacentista- la representación del cráneo posee la lectura unívoca de ser un “memento mori”, es decir, un recordatorio de la muerte, de la finitud humana, del irremediable vacío en el cual devendrá todo lo que es esta vida. De esta manera, el cuadro se transforma en una denuncia. Denuncia de la vanidad de toda nuestra existencia. Denuncia del trágico e inútil camino de la ciencia y las artes cuando son manipuladas como meros objetos de pertenencia. Denuncia del carácter perecedero de toda cultura y del mundo en tanto posesión.

¿Y qué es lo que hay detrás de la cortina? Quizás lo que mora al otro lado de la vida (¿Dios?) sólo lo podamos ver desde otra perspectiva: inocentemente desnudos y desprovistos de toda petulancia; en soledad con lo incomunicable de nuestra propia experiencia y diciéndole adiós a las posesiones de este mundo.

lunes, 20 de abril de 2015

Sobre El Greco.

La Crucifixión (El Greco,1597).
Es bastante bien conocida en la Historia del Arte la síntesis que opera en la obra de El Greco. Esta síntesis consiste en conjugar, por un lado, el estilo manierista de Miguel Ángel y, por otro, los fundamentos de la Escuela Veneciana que descansaban en la pintura de Tiziano. En efecto, si el estilo manierista enfatizaba la primacía del diseño y del dibujo por sobre los componentes propiamente cromáticos, la Escuela Veneciana, en contraste, hacía hincapié en la intensidad de los colores, en la magistral expresión de tonalidades luminosas, por sobre la relevancia de la arquitectura constructiva.

Sin embargo, toda esta discusión no pasa de ser un mero debate académico que, debido a su marcado tecnicismo, nubla el sentido originario, la experiencia estética misma que vivenciamos cuando nos sobrecoge una obra como la de El Greco. 

¿Habrá un pintor capaz de expresar con mayor dramatismo esos cánticos temblorosos del alma, ese movimiento ascendente de los suspiros, esa dinámica vibración de nuestras propias esperanzas? Cuando nos aproximamos a la obra de El Greco nos embarga la perplejidad. Perplejidad que viene dada principalmente por esas figuras serpenteadas, curvadas hasta el éxtasis, alargadas en un “continum” de dinamismo místico. Perplejidad suscitada por colores cautivantes en los cuales palpita un exceso de calidez en diálogo con una oscuridad terrorífica como telón de fondo. En fin, perplejidad atravesada por el ocaso del sentido de trascendencia, por un ir y venir de la voluntad, por un esperar y resistir de la angustia en un contexto histórico –la Contrarreforma- en el cual la Iglesia Católica veía erosionado sus pilares. ¡Oh, viejo católico venido de tierras paganas!, ¿Habrá sido esa, la angustia ante la nada, la más universal expresión de tu arte tan rebosante de vivos y muertos?