La Crucifixión (El Greco,1597). |
Es bastante bien conocida en la Historia del Arte la
síntesis que opera en la obra de El Greco. Esta síntesis consiste en conjugar,
por un lado, el estilo manierista de Miguel Ángel y, por otro, los fundamentos
de la Escuela Veneciana que descansaban en la pintura de Tiziano. En efecto, si
el estilo manierista enfatizaba la primacía del diseño y del dibujo por sobre
los componentes propiamente cromáticos, la Escuela Veneciana, en contraste,
hacía hincapié en la intensidad de los colores, en la magistral expresión de
tonalidades luminosas, por sobre la relevancia de la arquitectura constructiva.
Sin embargo, toda esta discusión no pasa de ser un mero
debate académico que, debido a su marcado tecnicismo, nubla el sentido
originario, la experiencia estética misma que vivenciamos cuando nos sobrecoge
una obra como la de El Greco.
¿Habrá un pintor capaz de expresar con mayor dramatismo esos
cánticos temblorosos del alma, ese movimiento ascendente de los suspiros, esa
dinámica vibración de nuestras propias esperanzas? Cuando nos aproximamos a la obra de El Greco nos embarga la perplejidad. Perplejidad que viene dada principalmente por
esas figuras serpenteadas, curvadas hasta el éxtasis, alargadas en un “continum”
de dinamismo místico. Perplejidad suscitada por colores cautivantes en los
cuales palpita un exceso de calidez en diálogo con una oscuridad terrorífica como telón de fondo.
En fin, perplejidad atravesada por el ocaso del sentido de trascendencia, por
un ir y venir de la voluntad, por un esperar y resistir de la angustia en un
contexto histórico –la Contrarreforma- en el cual la Iglesia Católica veía
erosionado sus pilares. ¡Oh, viejo católico venido de tierras paganas!, ¿Habrá
sido esa, la angustia ante la nada, la más universal expresión de tu arte tan
rebosante de vivos y muertos?
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