Entre los múltiples modos que poseemos de leer una novela
hay dos que se contraponen radicalmente. Por un lado, existen los lectores que
dirigen la vista a la contemplación de la arquitectura de la historia narrada
y, por otro lado, los lectores que prefieren concentrarse en el tejido mismo,
en los detalles que van articulando y posibilitando dicha historia.
En efecto, la primera manera de leer opera a través de una
visión del todo en la cual se tiende a dar importancia al contenido de la obra,
es decir, a “qué es lo dicho” por ella
en el sentido de un discurso capaz de arrojar una nueva luz sobre el mundo.
Pareciera ser que esta forma de leer enfatizaría el mensaje que se constituye
en la obra gracias a una visión en la cual las partes van calzando unas con
otras, armónicamente, en vías de conformar un discurso cerrado y totalizante. Creo
que bien podríamos llamar a este tipo de lectores “arquitectónicos”: la
admiración que suscita el diseño de un sistema que encaja en todas sus partes
vuelve a la obra susceptible de ser habitada como una construcción
proporcionada y significativa. El lector permanece maravillado ante la
totalidad del mundo erigido por el autor; es él, el lector, el que pasa y se
queda dentro de lo leído. La racionalidad formal de la obra domina por sobre
cualquier intromisión que la venga a contradecir y, con ello, se asegura la
expedita clarificación del contenido del mensaje propio del conjunto entero de
la novela. Para este tipo de lectores arquitectónicos la historia que discurre
a través de la obra cuenta con un mensaje conceptual profundo. Por eso, el
autor de la novela, para ellos, ejercería un rol similar al de un Dios
secularizado que rige las acciones narradas como la Divina Providencia regiría
los destinos de la Historia: nada quedaría fuera de la intención del autor y
todo adquiriría un sentido significativo posible de ser develado y llevado a
concepto.
Sin embargo, también se encuentran los lectores que cifran
su mirada ya no en el todo, sino en las partes, en el tejido, en los detalles
que, cada uno en su pura particularidad narrativa, abren un mundo infinito. Así,
la agudeza del ojo lector que se acurruca en la descripción de una situación
mínima dentro de una obra ve en dicha particularidad una densidad
significativa, un espesor polisémico incomparablemente más rico que cualquier
diseño totalizante y, por ende, digno de ser aquilatado sin pretensiones de
agotarlo. Si el lector arquitectónico ve que la obra yace atravesada por una
especie de Divina Providencia en cuanto aseguradora del sentido omnicomprensivo
de la misma, este otro lector, en cambio, halla en los fragmentos leídos la
aperturidad de la conquista estética en conjugación con la vida: recorta cada
fragmento y se lo apropia sin respetar el contexto interpretativo en el que se
encuentra inmerso. Hace pasar a lo leído por él antes que a él por lo leído. Por
esto, no le importa tanto “qué es lo dicho” en cada pasaje, o sea, no repara en
la eventual verdad del sentido último que tal pasaje cumple como función
particular dentro de un todo cerrado. Lo que realmente le importa es “cómo es
dicho” aquello que es descrito: el vigor rítmico de la pluma, la fragilidad
delicada de los gestos, el respirar melancólico del espacio. Cada frase, para él,
es potencialmente un microcosmos capaz de florecer en mil y un nuevos reflejos poéticos
enlazados con su propia vida. De esta manera, a dicho lector bien podríamos
llamarlo lector “arqueólogo”: es gracias al vestigio, al fragmento aislado, al
trozo de ruina olvidada por el conjunto de la obra, donde emergerá la capacidad imaginativa de
este lector.
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