El desierto se abre infinito,
impenetrable, originario. Por sus grietas eternas que el sol azota diariamente,
por la aspereza de sus piedras en que se esconden las horas, por sus laberintos
carcomidos que resistirán para siempre cualquier intento de fuga (¿de quién?), se
desliza, como si no fuese de este mundo, un silencio pavoroso. Sí. Se trata de
un silencio enloquecedor de hombres, de un silencio que marchita a todas las
mujeres, de un silencio capaz de angustiar a los niños. La soledad del desierto
nos impone un encuentro forzado con todo aquello que odiamos pero que a su vez
siempre seguiremos siendo: nos hace asumir nuestra condición de precariedad
enrostrándonos la nada. Así, todo hombre, mujer o niño que se interna en el
desierto y logra retornar a la civilización, en verdad nunca puede salir de él:
vuelve siempre demente como un filósofo, destruido como una santa, poseso como
una bestia. Y eso se debe a que en el desierto se consuma en un solo acto la
contemplación y la encarnación de la verdad: el sinsentido de la existencia
consistente en el devenir sin finalidad, en la vanidad inalcanzable de todo
presunto Paraíso.
Después de beber de las pupilas de aquel rostro abandonado
que es el desierto, después de bajar por las grietas abismales en que la vida
se hunde, ya todo lo que hagamos da igual. Ésa es la verdad que nunca deberíamos
saber, la verdad que no estamos preparados para soportar, la verdad que, en
fin, sólo un Superhombre de voluntad corporal, es decir, sin aspiraciones metafísicas,
podría reír y bailar.
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