miércoles, 25 de marzo de 2015

Sobre el desierto.

El desierto se abre infinito, impenetrable, originario. Por sus grietas eternas que el sol azota diariamente, por la aspereza de sus piedras en que se esconden las horas, por sus laberintos carcomidos que resistirán para siempre cualquier intento de fuga (¿de quién?), se desliza, como si no fuese de este mundo, un silencio pavoroso. Sí. Se trata de un silencio enloquecedor de hombres, de un silencio que marchita a todas las mujeres, de un silencio capaz de angustiar a los niños. La soledad del desierto nos impone un encuentro forzado con todo aquello que odiamos pero que a su vez siempre seguiremos siendo: nos hace asumir nuestra condición de precariedad enrostrándonos la nada. Así, todo hombre, mujer o niño que se interna en el desierto y logra retornar a la civilización, en verdad nunca puede salir de él: vuelve siempre demente como un filósofo, destruido como una santa, poseso como una bestia. Y eso se debe a que en el desierto se consuma en un solo acto la contemplación y la encarnación de la verdad: el sinsentido de la existencia consistente en el devenir sin finalidad, en la vanidad inalcanzable de todo presunto Paraíso.

Después de beber de las pupilas de aquel rostro abandonado que es el desierto, después de bajar por las grietas abismales en que la vida se hunde, ya todo lo que hagamos da igual. Ésa es la verdad que nunca deberíamos saber, la verdad que no estamos preparados para soportar, la verdad que, en fin, sólo un Superhombre de voluntad corporal, es decir, sin aspiraciones metafísicas, podría reír y bailar.

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